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St. Alban’s, 1º de abril, 1973

Podré volver a casa dentro de cuatro días. Se lo dije a Margaret. Cambiará su turno de buscar los chicos en el colegio para venir a llevarme. Tengo que tener cuidado con mi carácter ahora que estoy más fuerte. Esta tarde estallé cuando Margaret me dijo que había cambiado el coche. Me dijo que había encargado una camioneta rural en diciembre de modo que ya no hay nada que hacer. Debió haber esperado. Podría haber conseguido un precio más conveniente. Dijo que el vendedor le había hecho un precio muy especial. Parecía muy contenta consigo misma.

Si tuviera un transportador, un nivel, cartas de navegación y un piolín, podría calcular la fecha sin necesidad de un calendario. Recibo una hora de sol directo a través de mi ventana. Las varillas de madera que dividen los paneles vidriados de las ventanas, proyectan la imagen de una cruz sobre la pared. Sé que hora es y conozco la latitud y longitud del hospital. Eso y el ángulo del sol me darían la fecha. Podría calcularla con la pared.

El regreso de Lander fue muy difícil para Margaret. Se había organizado una nueva vida con gente nueva durante su ausencia y tuvo que interrumpir ese ritmo para llevarlo de vuelta a casa. Es muy probable que lo hubiera abandonado si hubiera regresado durante su último período en 1968, pero no quiso iniciar un juicio de divorcio mientras estaba preso. Trató de ser justa y no podía soportar la idea de dejarlo mientras estaba enfermo.

El primer mes fue espantoso. Lander estaba muy nervioso y sus píldoras no resultaban siempre eficaces. No toleraba tener las puertas cerradas con llave, ni siquiera de noche, y rondaba por la casa hasta altas horas verificando que estuvieran abiertas. Abría la nevera veinte veces al día para comprobar que estaba llena de comida. Las chicas eran amables con él pero generalmente hablaban sobre personas que no conocía.

Recuperó fuerzas progresivamente y comenzó a hablar de retornar al servicio activo. La historia médica del St. Alban's registró un aumento de peso de seis kilos en los dos primeros meses.

Los archivos del juez y abogado general del departamento de la marina indican que Lander fue convocado a una audiencia a puerta cerrada el 24 de mayo para responder a acusaciones de colaboración con el enemigo presentadas por el coronel Ralph DeJong.

La transcripción de dicha audiencia señala que inmediatamente después de la proyección de la Prueba Siete, que consistía en una película de propaganda norvietnamita, la audiencia fue suspendida durante quince minutos a petición del acusado. Inmediatamente después se oyeron las declaraciones del acusado y del coronel DeJong.

La transcripción de la audiencia registra que en dos oportunidades el acusado se dirigió al tribunal como «mamá». Mucho tiempo después esas citas fueron consideradas por la comisión investigadora como errores tipográficos de la transcripción.

Los oficiales que integraban el tribunal se mostraron indulgentes con el acusado en vista de sus excepcionales antecedentes previos a la captura y su condecoración por lanzarse al rescate de la tripulación del avión derribado, lo que derivó en su prisión.

Un memorándum firmado por el coronel DeJong está agregado a la transcripción. Manifiesta que está dispuesto a abandonar los cargos «para el beneficio del servicio» en vista del deseo expresado por el Departamento de Defensa de evitar propaganda adversa en relación al comportamiento de los prisioneros de guerra.

Las alternativas eran renunciar o un consejo de guerra. Lander no se sentía capaz de soportar nuevamente la exhibición de la película.

Una copia de su renuncia a la marina de los Estados Unidos fue agregada a la transcripción.

Lander salió de la sala de audiencias totalmente atontado. Tenía la sensación de que le habían arrancado uno de sus miembros. Iba a tener que contárselo a Margaret pronto, y si bien ella nunca había mencionado la película, tendría que saber las razones de su renuncia. Deambuló sin rumbo por Washington, solitaria figura en un día primaveral, elegantemente vestido con el uniforme que nunca más podría volver a llevar. La película seguía proyectándose en su cabeza. Figuraban todos los detalles, excepto quizás, que su uniforme de prisionero de guerra había sido reemplazado por pantalones cortos. Se sentó en un banco cerca de la Elipse. No quedaba muy lejos del puente que conducía a Arlington, ni del río. Se preguntó para sus adentros si el empleado de la funeraria le cruzaría las manos sobre el pecho. Se preguntó si podría escribir una nota solicitando que pusieran encima la mano sana. Se preguntó si la nota se desintegraría dentro del bolsillo. Miraba el monumento a Washington sin verlo. Lo veía con la visión especial de un suicida, el monumento dentro de un círculo brillante, como la guía del retículo de una mira telescópica. Algo se movió dentro del campo de visión, atravesando el círculo brillante, adelante y detrás del retículo punteado.

Era el dirigible plateado de su niñez, el dirigible de Aldrich. Podía verlo meciéndose suavemente por el viento detrás del punto fijo que constituía el monumento, y se aferró del borde del banco como si fuera el timón de profundidad. La aeronave giraba, cada vez más rápidamente al recibir el viento del lado de estribor, desviándose ligeramente por su impulso. Lander se sintió invadido de nuevas esperanzas en ese claro día primaveral.

La compañía Aldrich se alegró de contratarlo. Nunca mencionaron el hecho de que su rostro había aparecido frente a las cámaras de televisión denunciando a su país. Descubrieron que volaba maravillosamente bien y eso les era suficiente.

Tembló toda la noche en la víspera de su prueba como piloto. Margaret tenía serias dudas mientras lo conducía al aeropuerto, distante solamente cinco kilómetros de su casa. Pero no era necesario preocuparse. Cambió en cuanto se dirigió hacia la aeronave. Se sintió invadido y fortalecido por antiguas sensaciones que dejaron su mente en paz y tonificaron sus manos.

Volar pareció ser una maravillosa terapia y así resultó serlo para una parte de él. Pero la mente de Lander estaba dividida como un látigo y a medida que recuperaba confianza la otra mitad de su mente que se afirmaba por esa confianza, infundía fuerza a los golpes de la otra mitad. La humillación de Hanoi y Washington resurgió con más bríos en su interior durante el otoño e invierno de 1973. El contraste entre su propia imagen y la forma en que había sido tratado se acentuó haciéndose más intolerable.

Su confianza no le servía de apoyo durante los momentos de oscuridad. Transpiraba, soñaba y seguía impotente. Era durante las noches que el niño oculto en su interior, el niño lleno de odio, alimentado por su sufrimiento le susurraba al hombre:

– ¿Qué más te costó? ¿Qué más? Margaret da vueltas en su sueño, ¿no es verdad? ¿No crees que aflojó un poquito mientras tú no estabas?

– No.

– Tonto. Pregúntaselo.

– No necesito hacerlo.

– Grandísimo idiota.

– Cállate.

– Mientras tú aullabas en una celda ella se consolaba con otro.

– No. No. No. No. No. No.

– Pregúntale.

Se lo preguntó una tarde fría a fines de octubre. Sus ojos se llenaron de lágrimas y salió del cuarto. ¿Inocente o culpable?

Le obsesionó la idea de que le había sido infiel. Le preguntó al farmacéutico si la receta para píldoras anticonceptivas había sido renovada regularmente durante los últimos dos años y le respondieron que no era asunto suyo. Acostado junto a ella después de otro fracaso, lo atormentaban escenas gráficas de su actuación con otros hombres. A veces los hombres eran Buddy Ives y Junior Atkins, uno de ellos sobre Margaret y el otro esperando turno.

Aprendió a esquivarla cuando estaba enfadado y receloso y pasó varias tardes meditando preocupado en el taller que había instalado en el garaje. Otras veces trataba de conversar de banalidades, fingiendo interesarse en cosas de la rutina diaria, en las actividades de las niñas en el colegio.