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Lander observaba desde el puente las luces del guardacostas. Podía ver las dos luces blancas de posición y la colorada de babor. Si viraba rumbo a ellos vería también la luz verde de estribor.

Dahlia estaba parada junto a él y juntos observaban las luces de sus perseguidores. Veían solamente la colorada y a medida que aumentaba la distancia, fueron perceptibles únicamente las blancas, y luego nada, salvo un ocasional destello del faro al elevarse el barco sobre la cresta de una ola, inspeccionando la oscuridad.

Lander advirtió una tercera persona en el puente.

– Un bonito trabajo -dijo Muhammad Fasil.

Lander no le contestó.

7

El mayor Kabakov tenía los ojos colorados y estaba algo irascible. Los empleados de la oficina neoyorquina del Servicio de Naturalización e Inmigración habían aprendido a caminar a su alrededor sin hacer ruido, mientras se pasaba sentado día tras día estudiando fotografías de los árabes que residían en el país.

Los grandes libros apilados junto a él sobre la gran mesa contenían en total ciento treinta y siete mil fotografías y descripciones. Estaba decidido a revisarlas una por una. Tenía el convencimiento de que si esa mujer iba a cumplir con una misión en los Estados Unidos, lo primero que debía haber hecho era tratar de disimular bajo falsas apariencias sus verdaderos propósitos. El archivo de «árabes sospechosos» que mantenía en secreto el departamento de Inmigración contenía muy pocas mujeres, y ninguna de ellas se parecía a la que estaba en la habitación de Hafez Najeer. Dichas dependencias calculaban que en la zona Este del país había por lo menos ochenta y cinco mil árabes que habían entrado ¡legalmente con el correr de los años y que no figuraban en ningún archivo. La mayoría trabajaba pacíficamente en tareas poco importantes, sin molestar a nadie y rara vez tenían contactos con las autoridades. Lo irritaba la posibilidad que esta mujer fuera uno de ellos.

Dio la vuelta a otra página con gran desánimo. Otra mujer. Katherine Ghalib. Trabajaba con niños retardados en Phoenix. Tenía cincuenta años y no los disimulaba.

Se le aproximó un empleado.

– Lo llaman por el teléfono de la oficina, mayor.

– Bien. No mueva esos malditos libros porque de lo contrario perderé la página.

Era Sam Corley desde Washington.

– ¿Qué tal anda eso?

– Hasta ahora absolutamente nada. Todavía me falta revisar a ochenta mil árabes.

– Recibí un informe de los guardacostas. Quizás no sea importante, pero uno de sus barcos vio ayer por la tarde una poderosa lancha junto a un carguero con bandera de Libia en las afueras de la costa de Nueva Jersey. La lancha se les escapó cuando se aproximaron a investigar.

– ¿Ayer?

– Sí, estuvieron muy ocupados con un incendio en un barco y los sorprendieron cuando volvían. El carguero procedía de Beirut.

– ¿Dónde está ahora ese barco?

– Detenido en Brooklyn. El capitán está ausente. No tengo todavía los detalles.

– ¿Qué pasó con la lancha?

– Se les escapó en la oscuridad.

Kabakov lanzó un juramento.

– ¿Por qué tardaron tanto en avisarnos?

– No tengo la menor idea, llamaré a la aduana de allí. Ellos se encargarán de explicarle todo el asunto.

Mustapha Fawzi, primer oficial del Leticia, que ocupaba actualmente el lugar del capitán, conversó durante una hora con los oficiales de la aduana en su pequeña cabina, agitando sus brazos en ese ambiente saturado por el humo acre de sus cigarrillos turcos.

Les dijo que en efecto, la lancha se había acercado al barco. Estaban escasos de combustible y solicitaban ayuda. De acuerdo a las leyes del mar, le fue imposible negársela. Su descripción de la lancha y sus ocupantes fue algo vaga. Hizo hincapié en que todo había ocurrido en aguas internacionales. No, no estaba dispuesto a permitir una inspección de su barco. De acuerdo a las leyes internacionales el carguero era territorio de Libia y él era el responsable a consecuencia de haberse caído por la borda el capitán Larmoso.

La aduana no tenía interés en suscitar un incidente con el gobierno libio, especialmente en ese momento en que la situación en el Oriente Medio era algo tensa. Lo que habían visto los guardacostas no era excusa suficiente para obtener una orden judicial para revisar el barco. Fawzi prometió entregarles una declaración sobre el accidente de Larmoso y los oficiales de la aduana bajaron a tierra para consultar con los departamentos de Justicia y Estado.

Fawzi bebió una botella de cerveza del desaparecido capitán y se quedó profundamente dormido por primera vez en varios días.

Una voz parecía llamarlo desde lejos. Repetía su nombre en tono grave y algo le lastimaba los ojos. Fawzi se despertó y levantó la mano para protegerse la vista de la fuerte luz.

– Buenas noches, Mustapha Fawzi -dijo Kabakov-. Mantenga sus manos sobre la sábana, por favor.

La alta silueta del sargento Moshevsky que se alzaba detrás de Kabakov encendió las luces. Fawzi se sentó de un brinco e invocó la protección divina.

– Quédate quieto -dijo Moshevsky acercando su navaja a la oreja de Fawzi.

Kabakov cogió una silla y la acercó junto a la cama. Encendió un cigarrillo, y dijo:

– Me gustaría poder conversar un poco con tranquilidad. ¿Será posible?

Fawzi asintió y Kabakov le hizo señas a Moshevsky de que se apartara.

– Y ahora le explicaré, Mustapha Fawzi, cómo podrá ayudarme sin correr usted ningún riesgo. Pues le advierto que no titubearé en matarlo si no coopera, pero no tengo motivos para hacerlo si decide ayudarme. Es sumamente importante que entienda muy bien eso.

Moshevsky se movió impacientemente y colocó su frase:

– Déjame primero que le corte…

– No, no -respondió Kabakov alzando la mano-. Pues verá usted, Fawzi, que con hombres menos inteligentes que usted a menudo es necesario dejar sentado en primer lugar, que va a sufrir un terrible dolor y será mutilado si no me convence, y en segundo lugar, que recibirá una maravillosa recompensa si decide cooperar. Ambos sabemos en qué consiste normalmente la recompensa -Kabakov hizo caer la ceniza de su cigarrillo con la punta de su dedo meñique-. Por lo general dejaría que mi amigo le rompiera los brazos antes de iniciar nuestra charla. Pero verá usted, Fawzi, no tiene nada que perder si me cuenta qué fue lo que ocurrió aquí. Su negativa a cooperar con los de la aduana ha sido ya registrada. Pero su cooperación conmigo permanecerá en secreto. -Le arrojó sobre la cama su tarjeta de identificación israelí-. ¿Va a ayudarme?

Fawzi miró la tarjeta y tragó. No dijo nada.

Kabakov se levantó y suspiró.

– Voy a salir a respirar un poco de aire fresco, sargento. Quizás a Mustapha Fawzi le gustaría algún aperitivo. Llámeme cuando haya terminado de comer sus testículos -dijo dirigiéndose a la puerta de la cabina.

– Tengo parientes en Beirut. -A Fawzi le resultaba difícil controlar su voz. Kabakov podía percibir los latidos de su corazón en su cuerpo delgado y medio desnudo.

– Por supuesto -repuso Kabakov-. Y estoy seguro de que deben haber sido amenazados. Dígales todas las mentiras que quiera a los empleados de la aduana. Pero no me mienta a mí, Fawzi. No existe lugar alguno en el que pueda estar a salvo de mí. Ni aquí, ni en su país, ni en ningún puerto del mundo. Siento respeto por sus parientes. Comprendo su situación y no lo descubriré.

– El libanés mató a Larmoso en las Azores -comenzó a explicar Fawzi.

Moshevsky no disfrutaba con la tortura. Sabía que a Kabakov tampoco le gustaba. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír cuando empezó a registrar la cabina. Cada vez que Fawzi hacía una pausa en su relato, Moshevsky interrumpía su trabajo, lo miraba frunciendo el ceño y aparentaba cierta desilusión al no poder hacer uso de su cuchillo.