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– Describe al libanés.

– Delgado, altura mediana. Tenía una cicatriz en la cara que conservaba aún la costra.

– ¿Qué había dentro de las bolsas?

– Alá es testigo de que no tengo la menor idea. El libanés las llenó con el contenido de los cajones guardados en la bodega de proa. No dejó que nadie se aproximara.

– ¿Cuántas personas había en la lancha?

– Dos.

– Descríbelas.

– Uno alto y delgado y el otro más bajo. Llevaban puestas máscaras. Estaba asustado y no quise mirar.

– ¿En qué idioma hablaban?

– El más grande hablaba en inglés con el libanés.

– ¿Y el más bajo?

– No decía nada.

– ¿Podría haber sido una mujer?

El árabe se sonrojó. No quería reconocer que había sido intimidado por una mujer. Era inconcebible.

– El libanés apuntándote con una pistola, tus parientes amenazados, estos pensamientos fueron los que te hicieron cooperar, Fawzi -dijo Kabakov suavemente.

– El más bajo podía haber sido quizás una mujer -dijo Fawzi finalmente.

– ¿Viste sus manos cuando agarraba las bolsas?

– Usaba guantes. Pero había una protuberancia en la parte de atrás de la máscara que podía haber sido quizás su pelo. Y luego su trasero…

– ¿Qué pasa con su trasero?

– Era redondeado, comprende. Más ancho que el de un hombre. ¿Sería quizás un muchacho bien formado?

Moshevsky que estaba inspeccionando la nevera, sacó una botella de cerveza. Había algo detrás de la botella. Lo sacó y se lo entregó a Kabakov.

– ¿Los principios religiosos del capitán Larmoso lo obligaban a mantener objetos de su culto guardados en la nevera? -preguntó Kabakov acercando la estatuilla de la Virgen raspada por el cuchillo a la cara de Fawzi.

Fawzi la miró con genuina incomprensión mezclada con cierto disgusto musulmán hacia las imágenes religiosas. Kabakov, concentrado en sus pensamientos, olió la estatua y clavó en ella su uña. Plástico. Dedujo que Larmoso sabía de qué se trataba pero que no conocía muy bien sus propiedades. El capitán pensó que estaría mucho más segura si la conservaba en el frío, igual que el resto de los explosivos guardados en la bodega. Kabakov pensó que podía haberse ahorrado ese trabajo. Dio vuelta a la estatuilla en sus manos. Si se habían tomado el trabajo de disimular en esa forma el plástico, quería decir que en un primer momento habían pensado hacerla pasar por la aduana.

– Quiero ver los libros del barco -acotó Kabakov.

Fawzi encontró el manifiesto y el conocimiento de embarque después de una breve pausa. Agua mineral, cueros sin restricciones, porcelana… eso era. Tres cajones de estatuillas religiosas. Hechas en Taiwan. Despachadas a nombre de Benjamín Muzi.

Muzi observaba desde sus oficinas en Brooklyn Heights cómo el Leticia entraba al puerto de Nueva York escoltado por la lancha de los guardacostas. Lanzó toda clase de juramentos en varios idiomas. ¿Qué demonios habría hecho Larmoso? Muzi se dirigió a una cabina telefónica a toda velocidad, es decir un kilómetro y medio por hora. Se movía con la dignidad de un elefante, poseía la misma sorprendente gracia en sus extremidades que esos paquidermos y le gustaban las cosas ordenadas. Este asunto era de lo más desorganizado.

Su tamaño le impidió introducirse en la cabina, pero consiguió alcanzar el dial con su brazo. Llamó al servicio de Búsqueda y salvamento de los guardacostas dándose a conocer como un reportero del diario La Prensa. El solícito empleado del servicio de guardacostas le brindó los detalles que podían transmitirse por radio referentes al Leticia y su capitán desaparecido y la persecución de la lancha pesquera.

Muzi se dirigió en su coche por la autopista Brooklyn-Queens desde la cual pueden verse los muelles de Brooklyn. En el muelle al que estaba amarrando el Leticia advirtió la policía de aduanas y la de puertos. Sintió cierto alivio al constatar que ni el carguero ni la lancha guardacostas ostentaban el gallardete que indicaba que llevaban carga peligrosa a bordo. Lo que quería decir que o bien las autoridades no habían descubierto todavía los explosivos, o que la lancha había sacado el plástico del carguero. En este último caso, que era lo más posible, le quedaba un poco de tiempo en lo concerniente a la ley.

Las autoridades tardarían varios días en inventariar el cargamento de Leticia y descubrir lo que faltaba. Posiblemente no lo buscaba todavía la policía. Pero sentía que no tardarían mucho en hacerlo.

Algo andaba muy mal. No sabía quién era el culpable, pero él sería acusado. Tenía doscientos cincuenta mil dólares en un banco de los Países Bajos y sus superiores no aceptarían ninguna clase de excusa. Si habían bajado el plástico en alta mar, es porque pensaban que estaba dispuesto a traicionarlos, mejor dicho que ya los había traicionado. ¿Qué demonios había hecho ese idiota de Larmoso? Fuera lo que fuera, Muzi sabía que jamás tendría oportunidad de explicar que era inocente. Septiembre Negro se encargaría de liquidarlo en la primera ocasión. Evidentemente tendría que jubilarse antes de lo previsto.

Sacó de la caja de seguridad que tenía en un banco de Manhattan un gran fajo de billetes y varias chequeras. Una de ellas llevaba el nombre de una de las más viejas y prestigiosas instituciones bancarias de Holanda. Registraba un saldo de doscientos cincuenta mil dólares, depositados en una sola vez, y que solamente él podía sacar.

Muzi suspiró. ¡Habría sido tan bonito juntarse con los segundos doscientos cincuenta mil cuando entregaran el plástico!… Estaba seguro de que los guerrilleros vigilarían ahora durante un tiempo el banco holandés. No importaba. Transferiría la cuenta y cobraría el dinero en algún otro lugar.

Lo que más le preocupaba no estaba en la caja de seguridad. Sus pasaportes. Durante años los había tenido guardados en el banco, pero inexcusablemente los había dejado en su casa después de su último viaje al Oriente Medio. Tendría que buscarlos. Volaría entonces de Newark a Chicago, Seattle y a Londres pasando sobre el polo. ¿En qué restaurante solía comer Farouk cuando estaba en Londres? Muzi, gran admirador de los gustos y el estilo de Farouk, decidió averiguarlo.

No tenía intenciones de volver a su oficina. Que se divirtieran interrogando al griego. Su ignorancia los dejaría boquiabiertos. Era muy posible que los guerrilleros estuvieran vigilando también su casa. Pero no lo harían durante mucho tiempo. Con los explosivos quemándoles las manos, tendrían cosas más importantes que hacer. Sería una tontería apresurarse a regresar allí. Mejor era dejar que pensaran que ya había huido.

Se registró en un motel del West Side, bajo el nombre de Chesterfield Pardue. Enfrió doce botellas de Perrier en el lavabo del baño. Sintió durante un instante un estremecimiento nervioso. Experimentó una urgente necesidad de sentarse en la bañera seca con la cortina de baño corrida, pero tuvo miedo de que su enorme trasero se quedara atascado en la bañera como le había sucedido una vez en Atlantic City. Se le pasó el frío después de recostarse un rato en la cama, con las manos apoyadas sobre su prominente estómago, mirando el techo con el ceño fruncido. Qué tonto fue en meterse con esos roñosos guerrilleros. Una colección de flacos idiotas a los que lo único que les interesaba era la política. Beirut había resultado algo funesto para él hace unos años cuando quebró el banco Intra en 1967. Eso le comió una buena parte de la suma que había juntado para poder jubilarse. De no haber ocurrido ese desastre haría tiempo ya que habría dejado de trabajar.

Estuvo a punto de recuperar lo perdido cuando los árabes se presentaron con esa oferta. La fantástica suma que cobraría por conseguir el plástico lo haría salir nuevamente a flote. Esa fue la razón por la que decidió correr el riesgo. Bueno, tendría que arreglárselas con la mitad del dinero prometido por los guerrilleros.