– Doce mil estatuillas llegarán dentro de dos semanas a Nueva York a bordo del carguero Leticia. El manifiesto de embarque indicará que han sido transportadas desde Taiwan. Muzi, el importador, se encargará de reclamarlas en la aduana. Usted deberá responsabilizarse luego de su silencio.
Najeer se levantó y se desperezó.
– Ha hecho un buen trabajo, camarada Dahlia y ha recorrido un largo camino. Ahora podrá descansar en mi compañía.
Najeer tenía un apartamento sobriamente amueblado en uno de los pisos altos del número dieciocho de la calle Verdun, semejante a los que tenían Fasil y Ali en los otros pisos del edificio.
Dahlia estaba sentada en el borde de la cama de Najeer con un pequeño grabador en sus rodillas. Le había ordenado que hiciera una grabación para ser transmitida por radio Beirut después de la realización del golpe. La joven estaba desnuda y Najeer, que la observaba desde el diván, advirtió claramente cómo se excitaba a medida que hablaba por el micrófono.
– Ciudadanos de Norteamérica -dijo-, los guerrilleros que luchan por la liberación de Palestina han asestado hoy un gran golpe en pleno centro de vuestra nación. Los responsables de este desastre son los mercaderes de la muerte de vuestro propio país que suministran armamentos a los asesinos de Israel. Vuestros jefes han permanecido sordos a los gritos de los desposeídos. Vuestros jefes han cerrado los ojos a los desastres perpetrados por los judíos en Palestina y han cometido a su vez graves crímenes en el Sudeste de Asia. Armamentos, aviones, y cientos de millones de dólares han salido de vuestro país para ir a parar a manos de los traficantes de la guerra mientras millones de norteamericanos mueren de hambre. El pueblo no debe ser despojado.
– «Oigan lo siguiente, ciudadanos norteamericanos. Queremos ser hermanos vuestros. Ustedes deben encargarse de echar del poder a la basura que está a cargo del gobierno. Por lo tanto por cada árabe que muera a manos de un israelí, morirá un norteamericano a manos de un árabe. Cada lugar sagrado musulmán o cristiano que sea destruido por los criminales judíos será vengado con la destrucción de una propiedad norteamericana.
El rostro de Dahlia había adquirido color y sus pezones estaban erectos mientras seguía hablando.
– Esperamos que esta crueldad no tenga que seguir adelante. La elección está en vuestras manos. Confiamos en no tener que volver a empezar nunca más otro año con derramamientos de sangre y sufrimientos. Salaam Aleikum.
Najeer estaba parado frente a ella y la joven se abalanzó hacia él cuando éste dejó caer su robe de chambre al suelo.
A dos millas de distancia del cuarto en el que Dahlia y Najeer yacían abrazados entre las sábanas, una pequeña lancha israelí surcaba silenciosamente las aguas del Mediterráneo.
La embarcación viró a mil metros al Sur de la Gruta de las Palomas y bajaron una balsa por uno de sus lados. Doce hombres armados se instalaron en la balsa. Estaban vestidos con trajes de hombres de negocios y con corbatas de fabricación rusa, francesa y árabe. Todos usaban zapatos con gruesas suelas de goma y ninguno llevaba documentos de identidad. Sus rostros tenían expresiones duras. No era esa la primera vez que visitaban el Líbano.
El agua tenía un color gris humo bajo la débil luz del cuarto creciente y una tibia brisa proveniente de mar adentro rizaba su superficie. Ocho hombres remaban, tratando de alargar lo más posible los golpes de sus remos para cubrir los cuatrocientos metros que los separaban de la arenosa playa en la que desembocaba la calle Verdun. Eran las cuatro horas y once minutos de la mañana, faltaban veintitrés minutos para que saliera el sol y diecisiete hasta que el primer resplandor azulado se desparramara sobre la ciudad. Arrastraron silenciosamente la balsa hacia la playa, la cubrieron con una lona color arena y caminaron rápidamente hasta llegar a la calle Ramlet el-Baida, donde cuatro hombres y cuatro coches los esperaban, con sus siluetas perfiladas contra el resplandor de los hoteles de turismo más al Norte.
Estaban a pocos metros de los coches cuando un Land-Rover marrón y blanco clavó sonoramente los frenos a treinta metros de la calle Ramlet, iluminando con sus faros a la pequeña procesión. Dos hombres vestidos con uniformes marrones saltaron del camión esgrimiendo sus armas.
– Quietos. Identifíquense.
Se oyó un sonido semejante al del maíz tostado y un poco de tierra voló de los uniformes de los oficiales libaneses cuando cayeron al suelo, acribillados por los proyectiles de nueve milímetros de las Parabellum equipadas con silenciadores.
Un tercer oficial a cargo de la dirección del vehículo trató de escapar. Una bala destrozó el parabrisas y se incrustó en su frente. El camión se desvió hasta chocar contra una palmera de la vereda y el policía cayó sobre la bocina. Dos hombres corrieron hacia el vehículo y retiraron el cuerpo del hombre muerto que hacía sonar la bocina, pero enseguida comenzaron a encenderse luces en las ventanas de algunos apartamentos que daban sobre la playa.
Una ventana se abrió y una airada voz gritó en árabe:
– ¿Qué demonios es ese escándalo? ¿Por qué no llama alguien a la policía?
El jefe del grupo invasor que estaba parado junto al camión gritó con voz ronca como un borracho:
– ¿Dónde está Fátima? Nos iremos si baja de una vez.
– Borracho sinvergüenza, váyase de aquí enseguida o yo mismo me encargaré de llamar a la policía.
– Aleikum salaam, vecino. Ya me voy -respondió la voz del borracho desde la calle. La luz de la ventana se apagó.
En poco menos de dos minutos el mar devoró el camión y los cadáveres.
Dos de los coches tomaron hacia el Sur de la calle Ramlet, mientras los otros dos avanzaron por la Corniche Ras Beyrouth durante dos manzanas y doblaron luego nuevamente en dirección al Norte por la calle Verdun…
El número 18 de la calle Verdun estaba vigilado durante las veinticuatro horas del día. Un centinela estaba apostado en el vestíbulo de entrada y el otro, armado con una ametralladora, vigilaba desde el techo del edificio del otro lado de la calle. El centinela de la azotea estaba en esos momentos en una extraña postura junto a la ametralladora y la luz de la luna permitía advertir el húmedo brillo de una nueva boca abierta en su garganta. El centinela del vestíbulo yacía tirado junto a la puerta de entrada, donde había ido a investigar quién era el borracho que se había dedicado a cantar serenatas.
Najeer se había quedado dormido, Dahlia logró librarse de su abrazo y se dirigió al baño. Permaneció un largo rato bajo la ducha, disfrutando de la fuerte presión del chorro de agua. Najeer no era un amante excepcional. Sonrió al enjabonarse y pensar en el norteamericano, sin oír los pasos que se aproximaban por el pasillo.
Najeer pegó un brinco en la cama al oír abrirse bruscamente la puerta del apartamento y la luz de una linterna lo encegueció.
– ¡Camarada Najeer! -exclamó el hombre apremiante.
– Aiwa.
La ametralladora relampagueó y la sangre brotó del cuerpo de Najeer al ser proyectado por las balas contra la pared. El asesino guardó todo lo que estaba sobre el escritorio de Najeer en una bolsa al mismo tiempo que una explosión en otra parte del edificio estremeció la habitación.
La muchacha desnuda parada en la puerta del baño parecía paralizada de horror. El asesino apuntó con la ametralladora a su pecho mojado. Su dedo pulsó el gatillo. Era un pecho magnífico. El cañón de la ametralladora osciló.
– Cúbrete con algo, ramera árabe -dijo al salir del cuarto.
La explosión que destrozó el apartamento de Abu Ali situado dos pisos más abajo, mató instantáneamente a Ali y a su esposa. Los invasores corrían hacia las escaleras tosiendo por el polvo, cuando salió de un apartamento del fondo del pasillo un hombre flaco vestido con pijama, tratando de disparar una metralleta. Estaba todavía en ello cuando fue destrozado por una lluvia de balas, que se incrustaron dentro de su cuerpo y desparramaron por el pasillo pequeños trozos del género del pijama.