– No sacamos mucho en limpio de la casa. La bomba estaba hecha con plástico, pesaba casi un kilo. Suponemos que debe haber estado conectada con la luz de la nevera. Alguien desenchufó la nevera conectó el detonador, la cerró nuevamente y volvió a enchufarla. Poco común.
– He oído hablar de ese procedimiento en otra oportunidad -respondió Kabakov suavemente, demasiado suavemente.
– Voy a transferirlo al Hospital Naval de Bethesda a primera hora de mañana. Allí podremos tomar buenas medidas de seguridad.
– No voy a quedarme…
– Por supuesto que sí -Corley sacó la última edición del «Post» de Nueva York del bolsillo de su chaqueta y se la enseñó. La fotografía de Kabakov aparecía en la tercera página. Había sido tomada por encima del hombro de uno de los camilleros de la ambulancia cuando lo trasladaban a la sala de primeros auxilios. La cara estaba manchada de humo, pero los rasgos eran inconfundibles-. Lo han bautizado como «Kabov», sin dirección ni ocupación conocidas. Pudimos ocultárselo al equipo periodístico policial justo antes de que se confirmara su identidad. Los de Washington están enojadísimos. El director piensa que los árabes reconocerán su fotografía y atentarán contra usted.
– Magnífico. Podríamos entonces tomar uno vivo y discutir el asunto con él.
– Oh, no. Imposible en este hospital. Habría que evacuar primero todo el pabellón. Y además podrían tener éxito. Muerto no me sirve de nada. No queremos que se convierta en un segundo Yosef Alón.
El coronel Alón, agregado de la embajada israelí en Washington, fue asesinado al entrar a su casa en Chevy Chase, Maryland, por unos guerrilleros en el año 1973. Kabakov conocía y apreciaba a Alón, estuvo junto a Moshe Dayan en el aeropuerto de Lod cuando bajaron del avión sus restos y el viento arrugaba la bandera que cubría su ataúd.
– Posiblemente envíen a la misma gente que mató al coronel Alón -dijo Moshevsky con una sonrisa digna de un cocodrilo.
Corley meneó la cabeza aburrido.
– Enviarán unos matones como usted bien lo sabe. No. No vamos a permitir que haya un tiroteo en el hospital. Si usted quiere puede pronunciar más adelante un discurso en la escalinata de la representación de la RAU por lo que a mí me importa. Mis órdenes son mantenerlo vivo. El médico dice que deberá permanecer en cama durante una semana por lo menos. Prepare sus cosas mañana por la mañana. Vamos a trasladarlo a Bethesda. Le diremos a la prensa que ha sido trasladado al Instituto de Quemados del ejército en San Antonio.
Kabakov cerró los ojos durante varios segundos. Si lo trasladaban a Bethesda caería en manos de los burócratas. Le harían revisar fotografías de árabes sospechosos de traficar en narcóticos durante los siguientes seis meses.
No tenía ningún interés en ir a Bethesda. Necesitaba una moderada atención médica, absoluta privacidad y un lugar donde descansar durante uno o dos días sin que nadie impartiera órdenes respecto de su convalecencia. Y sabía dónde podía obtener esas cosas.
– Corley, puedo conseguir un arreglo mejor. ¿Le dijeron que tenía que ser específicamente Bethesda?
– Dijeron que yo era responsable de su seguridad. Y usted va a estar a salvo. -Allí estaba la amenaza tácita. Si Kabakov no cooperaba, el Departamento de Estado se encargaría de enviarlo de vuelta a Israel.
– Bien, pero atiéndame un momento. Tendrá todo organizado para mañana por la mañana y usted podrá verificarlo hasta quedar conforme.
– No le prometo nada.
– ¿Pero será capaz de cierta elasticidad? -A Kabakov no le gustaba nada insistir.
– Veremos. Mientras tanto apostaré cinco hombres en este piso. Qué rabia da perder una partida ¿verdad?
Kabakov lo miró y Corley recordó súbitamente un tejón que atrapó en Michigan siendo niño. El tejón se le había acercado arrastrando la trampa y dejando una huella en la tierra con su fémur roto. Sus ojos lo habían mirado con la misma expresión que los de Kabakov.
Cuando el representante del FBI salió del cuarto hizo un esfuerzo por sentarse pero tuvo que recostarse nuevamente, mareado por el esfuerzo.
– Llama a Rachel Bauman, Moshevsky -dijo.
Bauman, Rachel, M.D., figuraba en las páginas médicas de la guía telefónica de Manhattan. Moshevsky marcó el número con su dedo meñique, el único que cabía dentro de los agujeros, y recibió una respuesta de un contestador automático. La doctora Bauman estaría ausente tres días.
Encontró «Bauman R.» en las páginas de abonados particulares en la guía de Manhattan. Le respondió la misma operadora del servicio telefónico. Le dijo que tal vez la doctora Bauman regresara pero que no estaba segura. ¿Tenía algún número dónde poder llamarla? Lo sentía mucho pero no podía darle esa información.
Moshevsky consiguió que uno de los agentes del FBI de guardia en el pasillo accediera a hablar con la operadora. Esperaron un momento hasta que ésta verificara su identificación y volviera a llamarlos.
– La doctora Bauman se encuentra en el albergue del Mount Murray en las Montañas Pocono -dijo finalmente el agente-. Le dijo a la operadora que la llamaría más tarde para darle el número de su cuarto. Eso fue ayer, pero no ha llamado todavía. Si dijo que iba a llamar nuevamente para darle el número de su cuarto, quiere decir que no se ha registrado bajo su nombre.
– Sí, sí -masculló Kabakov.
– Una aventura, posiblemente. -El hombre no quería quedarse callado.
Bueno, pensaba Kabakov, ¿qué puede esperarse cuando no se llama a una persona en siete años? -¿A qué distancia queda ese lugar?
– Más o menos tres horas.
– Ve a buscarla, Moshevsky.
A más de cien kilómetros del hospital, en Lakehurst, Nueva Jersey, Michael Lander manipulaba nerviosamente los controles de su televisor. La imagen era excelente -todos sus aparatos funcionaban a la perfección- pero nunca estaba satisfecho. Dahlia y Fasil no demostraban su impaciencia. El noticiario de la seis de la tarde hacía rato que había empezado cuando Lander dejó finalmente en paz el televisor.
– Una explosión ocurrida en la mañana de hoy en Brooklyn causó la muerte del importador Benjamín Muzi. Un segundo hombre resultó gravemente herido -anunciaba el locutor-. Aquí tenemos a Frank Frizzell con la nota tomada en el lugar del siniestro.
El locutor miró a la cámara durante un prolongado momento antes de que se proyectara la película. Podía verse a Frank Frizzell parado en medio de una maraña de mangueras de incendio en la vereda de enfrente de la casa de Muzi.
– … Hizo volar la pared de la cocina y causó otros daños de menor importancia en la casa de al lado. Treinta y cinco bomberos con seis equipos lucharon contra el fuego durante más de media hora antes de poder controlarlo. Seis de ellos fueron asistidos por intoxicación por humo.
La escena se trasladó a un lado de la casa, pudiendo apreciarse el boquete en la pared. Lander se inclinó hacia adelante con vehemencia, tratando de calcular la fuerza de la explosión. Fasil observaba la escena como si estuviera hipnotizado.
Los bomberos comenzaron a enroscar las mangueras. Evidentemente el equipo de la televisión llegó cuando la operación había prácticamente terminado. Enseguida pasaron una secuencia tomada desde la rampa de acceso del hospital. Un inteligente empleado del canal conocedor del Long Island College Hospital, era el que tenía a su cargo cubrir los accidentes ocurridos dentro del área perteneciente a la comisaría setenta y seis, y envió un equipo de camarógrafos directamente al hospital en cuanto recibió la noticia del siniestro. Los camarógrafos llegaron justo antes que la ambulancia. En ese momento podía verse a los camilleros sacar la camilla del interior del vehículo mientras un tercero sujetaba un frasco de suero endovenoso. La imagen se movió al ser empujado el camarógrafo por la gente. La imagen subía y bajaba mientras el operador trotaba al lado de la camilla. Una pausa cuando llegaron a la sala de emergencia justo al final de la rampa. Un primer plano de una cara tiznada por el humo.