Выбрать главу

Cuando le ordenaron volver a la ciudad, buscó algunas mujeres de su relación y las encontró tan satisfactorias como siempre. Y persistió en invitar a Rachel Bauman. Trabajaba como ayudante en la sala de operaciones y con heridos en la cabeza hasta dieciséis horas diarias. Finalmente, cansada y oliendo a desinfectante comenzó a encontrarse con Kabakov cerca del hospital para comer juntos una rápida comida. Era una mujer reservada que trataba de protegerse y proteger el rumbo de su vida. A veces, cuando había terminado la última operación de la tarde, se sentaban en el banco de una plaza y bebían coñac de una petaca. Estaba demasiado cansada para mucha conversación, pero le resultaba agradable estar junto a la corpulenta y oscura silueta de Kabakov. Pero se negaba a ir a su apartamento.

Ese arreglo terminó repentinamente. Estaban sentados en la plaza, y si bien Kabakov no podía ver por la oscuridad, Rachel estaba al borde de las lágrimas. Había fracasado una peligrosa operación de cuatro horas, una operación de cerebro. Especializada en lesiones craneanas, fue llamada en consulta para el diagnóstico, y confirmó los síntomas de un hematoma en la duramadre en un soldado árabe de diecisiete años. El aumento de la presión del fluido cerebroespinal y la presencia de sangre en el fluido no dejaban lugar a dudas. Ayudó al neurocirujano durante la operación. Se produjo una inevitable hemorragia intracerebral y el joven murió a pesar de todos sus esfuerzos.

Kabakov, totalmente ajeno al drama, le contó riendo una historia sobre el conductor de un tanque que tenía un escorpión entre la ropa interior, y que aplastó una casilla de emergencia. La muchacha no respondió.

– ¿En qué piensa? -le preguntó.

Una columna de carros blindados pasó por la calle detrás de donde estaban sentados y tuvo que hablar en voz alta para que la oyera.

– Estoy pensando que en algún hospital de El Cairo deben estar trabajando duro para arreglar los desastres que usted hace. No descansan ni siquiera en épocas de paz ¿verdad? Usted y los fedayines.

– No existen épocas de paz.

– Se oyen muchos rumores en el hospital. Usted es una especie de supercomando, ¿verdad?

No podía detenerse ya y su voz adquirió un tono agudo.

– ¿Sabe una cosa? Lo oí nombrar cuando pasaba por el vestíbulo de entrada del hotel al dirigirme a mi cuarto. Un hombre bajito y gordo, segundo secretario de una de las comisiones extranjeras estaba tomando una copa con unos oficiales israelitas. Decía que si llegaba a conseguirse una verdadera paz, iban a tener que meterlo en una cámara de gas como un perro de la guerra.

Silencio. Kabakov permaneció sentado inmóvil, confundiéndose su perfil entre el follaje de los árboles.

De repente desapareció toda la furia que sentía, quedando cansada y disgustada por haberlo herido. Le costó un gran esfuerzo seguir hablando, pero le debía el resto del cuento.

– Los oficiales se pusieron de pie. Uno de ellos le dio una bofetada al gordo y se marcharon dejando sus bebidas sin terminar sobre la mesa -concluyó desesperada.

Kabakov se puso frente a ella.

– Trate de dormir, doctora Bauman -le dijo y se marchó.

La tarea que le asignaron durante el mes siguiente, trabajo de oficina, lo tuvo muy ocupado. Había sido transferido nuevamente al Mossad, que trabajaba denodadamente para determinar la exacta magnitud de los daños infligidos por los israelitas a sus enemigos durante la guerra de los seis días y estimar su actual potencial en caso de un segundo golpe. Hubo agotadores interrogatorios de pilotos, jefes de unidades y soldados. Kabakov condujo muchos de ellos, y se encargó de comparar las informaciones obtenidas con las brindadas por otras fuentes dentro de los países árabes, resumiendo los resultados en prolijos memorándum cuidadosamente estudiados por sus jefes. Era un trabajo agotador y aburrido y Rachel Bauman entró muy pocas veces en sus pensamientos. Ni la vio ni la llamó. Dedicó en cambio sus atenciones a una robusta sargento con una abultada blusa, que podía haber jineteado un toro Brahman sin sujetarse a las riendas. Pero al poco tiempo fue transferida a otro lugar y se quedó solo nuevamente, pero por propia elección, agotado por la rutina de su trabajo, hasta que una fiesta lo hizo salir a la superficie.

Dicha fiesta era la primera verdadera celebración a la que asistía desde el fin de la guerra. Había sido organizada por dos docenas de hombres que integraban el grupo de paracaidistas de Kabakov y habían sido invitadas unas cincuenta personas más, entre hombres, mujeres y soldados. Todos tenían miradas ardientes y estaban quemados por el sol y la mayoría eran más jóvenes que Kabakov. La guerra de los seis días había borrado la juventud de sus rostros, y ahora volvían con la fuerza indomable de una especie resistente. Las mujeres se sentían felices de estar vestidas nuevamente con faldas, sandalias y blusas de brillantes colores en vez del uniforme, y resultaba muy agradable mirarlas. Se hablaba muy poco sobre la guerra y nadie mencionaba los hombres que habían perdido. Ya se había dicho el Kaddish y sería repetido otra vez más.

El grupo alquiló un café situado en las afueras de Tell Aviv junto a la ruta que conducía a Haifa, un edificio aislado, al que la luz de la luna le daba un tono blanco azulado. Kabakov oyó el bullicio de la fiesta a doscientos metros de distancia al acercarse con su jeep. Sonaba como una pelea con acompañamiento musical. Las parejas bailaban dentro del café y en la terraza cubierta por una parra. La atención de todos se centró en la figura de Kabakov al hacer su entrada al cuarto, avanzando entre las parejas de bailarines, respondiendo a innumerables saludos proferidos a gritos por encima de la fuerte música. Algunos de los soldados jóvenes lo señalaban a sus compañeros con una mirada o una inclinación de cabeza. Todo eso le resultó muy placentero a Kabakov, pero se guardó muy bien de demostrarlo. Sabía que era un error convertirlo en un personaje especial. Cada hombre corría sus propios riesgos. Estos eran lo suficientemente jóvenes como para disfrutar con esas tonterías, pensó. Deseó que Rachel estuviera allí, que hubiera venido con él y creyó con toda inocencia que ese deseo no tenía nada que ver con la bienvenida que había recibido. ¡Al cuerno con Rachel!

Se dirigió hacia una mesa larga situada en el fondo de la terraza, donde estaba sentado Moshevsky en compañía de unas jóvenes muy alegres. Moshevsky tenía una variedad de botellas frente a él y estaba contando uno tras otro, toda suerte de chistes de subido color. Kabakov se sentía contento y el vino lo hacía sentirse mejor aún. Los hombres presentes tenían diversos rangos, oficiales y soldados rasos, y a nadie le llamaba la atención que un mayor y un sargento se embriagaran codo a codo. La disciplina que había acompañado a los israelitas a través del Sinaí estaba basada en el respeto mutuo y sostenida por esprit, y era semejante a una cota de malla que podía dejarse colgada en la puerta en esas ocasiones. Era una buena fiesta: los concurrentes se llevaban bien, el vino era de Israel y los bailes eran los que se bailaban en el kibbutz.

Kabakov descubrió a Rachel justo antes de la medianoche, parada titubeando en el límite del área iluminada, del otro lado de las parejas que bailaban. Se acercó a la terraza poblada de bailarines que aplaudían y cantaban.

La suave brisa acariciaba sus brazos y las piernas cubiertas por una falda corta de algodón, una brisa que olía a vino, tabaco negro y cálidas flores. Vio a Kabakov recostado como Nerón junto a la mesa larga. Alguien le había puesto una flor detrás de la oreja y tenía un cigarro en la boca. Una muchacha se inclinó y le habló.

Rachel se aproximó tímidamente a la mesa, avanzando a través de los bailarines y la música. Un joven teniente la agarró al pasar y la hizo unirse a los danzarines, y cuando el cuarto dejó de dar vueltas se encontró con Kabakov parado frente a ella con los ojos brillantes por el vino. Había olvidado lo alto que era.