Выбрать главу

– ¿Kabakov duerme?

– Se está bañando -respondió Moshevsky con la boca llena.

– Buenos días -dijo la niña.

– Buenos días. ¿Cuándo terminará, Moshevsky?

– Cuando la enfermera termine de refregarlo -respondió la niña-. Hace muchas cosquillas. ¿Lo bañó alguna vez una enfermera?

– No. Moshevsky, dígale que se de prisa. Tengo que…

– ¿Quiere un bocado de hamburguesa? -inquirió la chiquilla-. El señor Moshevsky y yo mandamos buscarlas. La comida de aquí es muy mala. El señor Moshevsky no le dio permiso al señor Kabakov para comer una hamburguesa. El señor Kabakov se enfadó y dijo unas palabras feísimas.

– Comprendo -dijo Corley comiéndose la uña del dedo pulgar.

– Tengo una quemadura igual a la del señor Kabakov.

– Cuánto lo siento.

La niña se inclinó cuidadosamente en su silla para sacar unas patatas fritas de una bolsa que tenía Moshevsky sobre sus rodillas. Corley abrió la puerta, introdujo la cabeza, intercambió unas breves palabras con la enfermera y salió nuevamente.

– Falta una pierna -musitó-. Falta una pierna todavía.

– Estaba cocinando y me tiré encima una cacerola de agua hirviendo -agregó la niña.

– ¿Qué dijiste?

– Dije que estaba cocinando y me quemé con agua caliente.

– Oh, cuánto lo siento.

Se lo estaba contando al señor Kabakov, porque a él le pasó lo mismo, sabe que la mayoría de los accidentes caseros ocurren en la cocina.

– ¿Tú estuviste hablando con el señor Kabakov?

– Por supuesto. Estuvimos mirando desde la ventana de su cuarto el partido de fútbol que jugaban al otro lado de la calle. Juegan todas las mañanas antes de entrar al colegio. Desde mi cuarto lo único que puedo ver es una pared de ladrillos. El sabe unos cuantos chistes bastante buenos. ¿Quiere que le cuente uno?

– No, gracias. Ya me contó bastantes.

– Sé ése de las camas…

La enfermera salió al pasillo llevando una palangana con agua.

– Puede entrar ahora, si quiere.

– Bien -acotó la niña.

– Espera, Dotty -musitó Moshevsky-. Quédate conmigo. No hemos terminado todavía las patatas fritas.

Corley encontró a Kabakov sentado en la cama.

– Ahora que está limpio podré contarle todo lo que sé. Conseguimos una autorización para el Leticia. Tres tripulantes vieron la lancha. Nadie recuerda los números, pero de todos modos seguramente los habrían falsificado. Conseguimos una muestra de pintura del costado en que rozaron el barco. Está siendo analizada.

Kabakov hizo un gesto de impaciencia. Corley hizo caso omiso y prosiguió:

– Los de electrónica hablaron con el operador del radar de la lancha guardacostas. Creen que era una lancha de madera. Sabemos que era muy rápida. Suponemos por la descripción del ruido que sus motores eran diesel a turbina. En resumen, una lancha de contrabandistas. La encontraremos tarde o temprano. Debió haber sido construida en un muy buen astillero.

– ¿Y qué averiguaron del norteamericano?

– Nada. El país está lleno de esos tipos. La tripulación del Leticia está cooperando en la fabricación del identikit del hombre que subió a bordo. Tenemos que trabajar con un intérprete, empero. Es un trabajo lento. «Ojos como el culo de un cerdo», nos dicen. Todas las descripciones son por el estilo. Le traeré uno cuando esté listo y usted puede hacer otro de la mujer. El laboratorio está trabajando con la estatuilla.

Kabakov asintió.

– Bueno, arreglé para que estuviera listo el avión ambulancia a las once y treinta. Saldremos de aquí a las once, iremos a la terminal de la marina en la Guardia…

– ¿Me permite unas palabras, señor Corley? -dijo Rachel desde la puerta. Traía las radiografías y la historia clínica de Kabakov y llevaba un delantal muy blanco y almidonado.

– Podría haber ido ya a la misión israelí -dijo Kabakov-. Allí no podrían hacerme nada. Hable con ella, Corley.

Media hora más tarde, Corley conversaba con el administrador del hospital el que a su vez se comunicó con el encargado de las informaciones públicas, que estaba tratando de salir temprano ese viernes. El oficial de informaciones dejó bajo el teléfono una nota para la prensa y no se molestó en despachar la carpeta con el estado del paciente.

Los canales de televisión, programando el noticiero vespertino, llamaron a media tarde para averiguar el estado de las víctimas de varios accidentes. El empleado les informó, de acuerdo a lo que decía en la nota que le dejaron, que el señor Kabov había sido transportado al Brooke Army Hospital. Era un día con muchas noticias. Ninguno utilizó la información.

El «New York Times», concienzudo como siempre, publicó un breve informe en el que transcribía la noticia del traslado del señor Kabov. El «Times» fue el último en llamar y tiraron la nota. La primera edición de ese diario no sale a la calle hasta las diez y media de la noche. Para entonces era demasiado tarde. Dahlia ya estaba en camino.

12

El tren expreso pasó rugiendo bajo el East River y se detuvo en la estación Boro Hall, cerca del Long Island College Hospital. Se bajaron once enfermeras que debían presentarse a las once y media para el turno de la noche. Cuando subían las escaleras se convirtieron en doce. Se movían en un grupo apretado, caminando por la oscura vereda de Brooklyn, volviendo las cabezas apenas para escudriñar las sombras, impulsadas por el agudo instinto de supervivencia de la mujer de la ciudad. El único otro ser visible era un borracho. Caminaba balanceándose hacia ellas. Pero éstas lo habían visto desde lejos y después de asegurar las carteras bajo sus brazos, lo esquivaron y siguieron de largo, dejando a su paso un agradable aroma a dentífrico y spray para el pelo, que le fue imposible apreciar por tener tapada la nariz. La mayoría de las ventanas del hospital estaban a oscuras. La sirena de una ambulancia aulló una y otra vez, aumentando paulatinamente su volumen.

– Está tocando nuestra canción -dijo una voz resignada.

Un somnoliento guardia abrió la puerta de vidrio.

– Tarjetas de identificación, señoras.

Las mujeres escarbaron en sus carteras protestando y exhibieron sus identificaciones, pases para las que integraban el personal y las tarjetas verdes de la universidad de Nueva York para las particulares. Esa sería la única medida de seguridad con que tropezarían.

El guardia echó un vistazo a las credenciales como si estuviera contando votos. Les hizo señas de que pasaran y se desparramaron hacia los distintos puestos de trabajo dentro del enorme edificio. Una de ellas entró al toilette para damas que estaba frente al ascensor en la planta baja. El cuarto estaba a oscuras como lo había imaginado.

Encendió la luz y se miró al espejo. La peluca rubia le quedaba a la perfección y el detalle de teñirse las cejas, bien había valido el esfuerzo. Los algodones con que se había rellenado las mejillas y las gafas con rebuscada armazón alteraban notablemente las proporciones de su cara, haciendo difícil reconocer a Dahlia Iyad.

Colgó su abrigo en el perchero del toilette y sacó del bolsillo interior una pequeña bandeja. Colocó sobre ella dos frascos, un termómetro, un bajador de lengua plástico, un vaso de papel y los tapó con un lienzo. La bandeja era parte del disfraz. La pieza realmente importante era una jeringa llena de cloruro de potasio, suficiente como para provocarle un paro cardíaco a un buey.

Se colocó el almidonado gorro de enfermera y lo aseguró con unas horquillas. Verificó una última vez su aspecto en el espejo. El uniforme holgado no hacía justicia a su figura, pero ocultaba la pistola Beretta automática metida en la cintura de los leotardos. Pareció satisfecha.

El vestíbulo de la planta baja, al que daban las oficinas administrativas, estaba oscuro y desierto, solamente había unas débiles luces encendidas, debido a la escasez de energía. Revisó los carteles al pasar por el corredor. Contaduría, archivos; ahí estaba el Registro de Pacientes. La ventanilla de informaciones con su agujero redondo para hablar, estaba a oscuras.