– En el quinto.
La jefa de enfermeras y la ayudante reanudaron la conversación cuando Dahlia subió al ascensor. Las puertas se cerraron. No vio que la ayudante señalaba el ascensor con un movimiento de cabeza, ni vio cómo cambiaba la expresión de la jefa al recordar las instrucciones recibidas la noche anterior, ni tampoco la vio dirigirse rápidamente hacia el teléfono más cercano.
El cinturón del agente John Sullivan comenzó a sonar en el cuarto de emergencia.
– ¡Cállate la boca! -exclamó maldiciendo al borracho que sujetaba ayudado por su compañero. Sullivan desenganchó su walkie-talkie y respondió a la llamada.
– Aquí Emma Ryan, jefa del tercer piso informando que, una persona sospechosa, blanca, sexo femenino, rubia, alrededor de 1,70, cerca de los treinta años, vestida de enfermera, posiblemente trate de llegar a la sala de rayos del quinto piso -le informó el dispositivo policial a Sullivan-. Un guardia de seguridad lo esperará junto al ascensor. Equipo siete-uno en camino.
– Diez-cuatro -respondió Sullivan cerrando el contacto-. Jack, sujeta a este borracho con las esposas a una silla y vigila la escalera hasta que llegue aquí siete-uno. Yo voy a subir.
El guardia de seguridad lo esperaba con un manojo de llaves.
– Detén todos los ascensores excepto el primero -le dijo a Sullivan-. Vamos.
Dahlia no tuvo dificultad para abrir la cerradura del laboratorio de rayos. Cerró la puerta detrás de ella y no tardó mucho en descubrir la mesa de radiografías, y la tabla vertical del fluoroscopio. Cubrió la puerta de vidrio opaco con una de las pesadas mamparas de plomo y encendió la linterna, el pequeño haz de luz pasó junto al tubo de bario, las antiparras y los guantes que colgaban junto al fluoroscopio. Oyó a lo lejos el sonido de una sirena. ¿Ambulancia? ¿Policía? Miró rápidamente a su alrededor. Esta puerta… el cuarto oscuro. Un cubículo con grandes muebles archivos. El cajón se abrió dejando a la vista radiografías guardadas en sobres. Una pequeña oficina, un escritorio, un libro. Pasos en el corredor. Un círculo de luz en las páginas. Flip, flip. La fecha de ayer. Una página con firmas y números. Tenía que ser un nombre de mujer. Fíjate en la hora en la columna de la izquierda. Las cuatro de la mañana, número del caso, no figura el nombre del paciente. Radiografía firmada por la doctora Rachel Bauman. No figura firma de devolución.
Los pasos se detienen en la puerta. Un ruido de llaves. La primera no sirvió. Tira la peluca detrás del archivo y las gafas también. La puerta que se golpea contra la mampara de plomo. Entran un corpulento policía acompañado de un guardia de seguridad.
Dahlia Iyad estaba parada frente a una pantalla de radiografía iluminada. Una radiografía de tórax estaba sujeta sobre ella, y las costillas proyectaban rayas de luz y sombra sobre su uniforme blanco. Las sombras de los huesos se movían en su cara al volverse para mirar a los hombres. El policía tenía desenfundada su arma.
– ¿Sí, oficial? -Simulando advertir el revólver exclamó-: ¿Dios mío, qué es lo que pasa?
– Quédese quieta, señora -Sullivan tanteó con su mano libre hasta encontrar el interruptor de la luz. El cuarto cobró vida. Dahlia vio por primera vez detalles que no había advertido en la oscuridad. El policía inspeccionó el resto de la habitación rápidamente de una mirada.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Evidentemente, examinando una radiografía.
– ¿Hay alguien más aquí?
– Ahora no. Estuvo una enfermera hace un momento.
– ¿Rubia, más o menos de su estatura?
– Creo que sí.
– ¿Dónde fue?
– No tengo la menor idea. ¿Qué es lo que sucede?
– Estamos tratando de averiguarlo.
El guardia inspeccionó los cuartos contiguos y regresó, meneando la cabeza. El policía miró a Dahlia. Había algo en ella que no acababa de convencerlo pero no sabía qué. Podría cachearla y llevarla abajo donde estaba el que había hecho la denuncia. Debía cuidar de ese piso. Llamar por radio a su compañero. Las enfermeras provocan un aura de santidad a su alrededor. No quería manchar con sus manos el uniforme blanco. No quería ofender a una enfermera. No quería aparecer como un tonto, esposando a una enfermera.
– Tendrá que acompañarnos un momento, señora. Tendremos que hacerle unas preguntas.
La mujer asintió. Sullivan guardó su arma pero no le puso el seguro. Le dijo al guardia de seguridad que vigilara las otras puertas que daban al pasillo y desenganchó la radio de su cinturón.
– Seis-cinco, seis-cinco.
– Sí, John -le respondieron.
– Una mujer en el laboratorio. Dice que la sospechosa estuvo aquí y se fue.
– Están cubiertos el frente y el fondo. ¿Quieres que suba? Estoy en el descanso del tercer piso.
– La bajaré hasta el tercer piso. Pídele al que hizo la denuncia que nos espere.
– John, el denunciante dice que no debería haber nadie en el laboratorio a estas horas.
– La llevaré abajo. Espérame.
– ¿Quién dijo eso? -preguntó Dahlia furiosa-. Ah no, parece mentira…
– Vamos. -Caminó detrás de ella hacia el ascensor, observándola atentamente, sin apartar su mano del revolver. La mujer se puso junto a los botones del ascensor. Las puertas se cerraron.
– ¿Tercer piso? -le preguntó.
– Yo lo haré. -Estiró la mano del arma para oprimir el botón.
La mano de Dahlia se movió hacia el interruptor de la luz. El ascensor quedó a oscuras. Ruido de forcejeo de pies, una cartuchera arañada, un gemido de dolor, una maldición, golpes, un angustioso esfuerzo por respirar, las luces del indicador pestañeando a medida que descendía el ascensor a oscuras.
El compañero del oficial Sullivan observaba desde el tercer piso cómo se encendían las luces sobre las puertas del ascensor. Tres. Esperó. El ascensor siguió de largo. Dos. Se detuvo.
Desconcertado, oprimió el botón que decía «Subir», y esperó hasta que llegara nuevamente adonde estaba. Se quedó parado frente a la puerta. Las puertas se abrieron.
– ¿John? ¡Dios mío, John!
El oficial John Sullivan estaba sentado apoyado contra la pared del fondo del ascensor, con la boca abierta, los ojos en blanco y una jeringa colgando de su cuello como una banderilla.
Dahlia corría en esos momentos por el pasillo del segundo piso. Pasó junto a un azorado asistente y después de doblar en una esquina se metió en un cuarto que resultó ser el ropero. Se puso rápidamente un traje verde de cirujano. Metió el pelo dentro de la gorra y se colgó el barbijo del cuello. Bajó por la escalera hasta la sala de emergencias situada al fondo de la planta baja. Caminó lentamente al ver tres policías mirando a su alrededor como perros de caza. Familiares preocupados sentados en los bancos. Los alaridos de un borracho apuñalado. Heridos en rencillas menos importantes esperando ser curados.
Una pequeña mujer portorriqueña estaba sentada en un banco sollozando. Dahlia se le acercó, se sentó junto a ella y rodeó con su brazo su figura regordeta.
– No tenga miedo -le dijo.
La mujer levantó la vista, dejando ver sus dientes de oro en su cara morena.
– ¿Julio?
– Va a quedar muy bien. Venga, venga conmigo. Caminaremos un poco y respiraremos aire fresco. Así se sentirá mejor.
– Pero…
– Sshhh, haga lo que le digo.
Consiguió hacerla ponerse de pie, y quedarse parada como una niña bajo su brazo protector, con su vientre arruinado y reventado y los zapatos rotos.
– Se lo dije. Se lo dije tantas veces…
– Deje de preocuparse ahora.
Caminaron en dirección a la salida lateral de la sala de emergencias. Había un policía en la puerta. Un hombre muy grande que transpiraba bajo su uniforme azul.
– ¿Por qué no viene a casa conmigo? ¿Por qué siempre tiene que pelear?
– Está bien. ¿Le gustaría rezar un rosario?
Los labios de la mujer comenzaron a moverse. El policía no se movió. Dahlia levantó la vista hacia él.