– Lanchas, lanchas, lanchas -repitió Rachel para sus adentros.
Kabakov se quedó mirando caer la nieve desde la ventana mientras Rachel preparaba la comida. Luchaba por recordar algo, tratando de hacerlo en forma indirecta, de la misma forma en que utilizaría la visión periférica para ver en la oscuridad. La técnica utilizada para hacer volar a Muzi mortificaba incesantemente a Kabakov. ¿En qué otra parte había sido utilizada? Uno de los miles de informes que pasaban sobre su escritorio durante los últimos cinco o seis años había mencionado una bomba colocada dentro de una nevera. Recordaba que el informe venía dentro de una carpeta algo anticuada, de cartulina con un elástico en el lomo. Eso quería decir que la había visto antes de 1972 cuando el Mossad cambió las carpetas para facilitar la microfilmación. Recordó también otro detalle. Un memorándum sobre técnicas en bombas del tipo cazabobos, repartido entre los comandos que estaban años atrás bajo sus órdenes. Se explicaba el funcionamiento de interruptores a mercurio, muy en boga por ese tiempo entre los fedayines, con un agregado sobre aplicaciones eléctricas.
Estaba redactando un telegrama a los altos mandos del Mossad con los trozos de información que recordaba cuando súbitamente le vino a la memoria. Siria, 1971. Un agente del Mossad murió en una explosión en una casa de Damasco. La carga no había sido excesiva pero la nevera quedó destrozada. ¿Coincidencia? Kabakov llamó al consulado israelí y dictó el telegrama. El empleado de telegramas advirtió que eran las cuatro de la mañana en Tel Aviv.
– Son las 0200 GMT en todo el mundo, amigo -respondió Kabakov-. Nunca cerramos. Despache enseguida ese telegrama.
La fría llovizna de ese diciembre aguijoneaba la cara y el cuello de Moshevsky mientras esperaba un taxi parado en la esquina. Dejó pasar tres Dodge hasta que vio finalmente lo que buscaba, un gran Checker que avanzaba entre el tráfico matutino. Su interés en un coche tan grande era para evitar que Kabakov tuviera que doblar la pierna herida. Moshevsky le dijo al conductor que se detuviera frente al apartamento de Rachel, en la mitad de la manzana. Kabakov se acercó a saltos, se instaló junto a él y le dio al chofer la dirección del consulado israelí.
Kabakov había descansado obedeciendo las órdenes de Rachel. Ahora se pondría nuevamente en movimiento. Podía haber llamado por teléfono al embajador Tell desde el apartamento, pero su comisión exigía utilizar un teléfono muy seguro, uno que estuviera equipado con un interceptor. Decidió pedirle a Tel Aviv que el Departamento de Estado de los Estados Unidos se pusiera en contacto con los rusos para pedir ayuda. La petición de Kabakov debía ser hecha por intermedio de Tell. Recurrir a los rusos no resultaba muy agradable teniendo en cuenta su orgullo profesional. Pero Kabakov no podía permitirse ninguna clase de orgullo profesional en ese momento. Lo sabía, lo aceptaba, pero no le gustaba.
Desde la primavera de 1971, el Soviet Komitet Gosudarstvennoy Bezopastveny, el infame KGB, tenía una sección especial que le brindaba ayuda técnica a la organización Septiembre Negro a través del servicio de inteligencia de Al Fatah. Esta era la fuente con la que Kabakov quería establecer contacto.
Sabía que los rusos no ayudarían jamás a Israel, pero en vista de la nueva detente de Oriente y Occidente, quizás estarían dispuestos a cooperar con los Estados Unidos. La petición a Moscú debería hacerse por intermedio de los norteamericanos pero Kabakov no podía sugerir ese movimiento sin la autorización de Tel Aviv. Precisamente porque le repugnaba tanto hacer la petición, firmaría con su nombre el mensaje a Tel Aviv, en lugar de endosarle la responsabilidad mayor a Tell.
Kabakov decidió jurar que el plástico era ruso, así fuera o no verdad. Quizás los norteamericanos estarían dispuestos a jurarlo también. La culpa caería entonces sobre los moscovitas.
¿Por qué una cantidad tan grande de explosivos? ¿Estaría en relación con una oportunidad especial en este país que podía ser aprovechada por los árabes? Quizás el KGB podría ser útil en ese punto.
La célula de Septiembre Negro en Norteamérica iba a quedar ahora totalmente aislada, inclusive de los jefes guerrilleros de Beirut. Sería terriblemente difícil descubrirla. La actividad policial con motivo del identikit de la mujer haría que los terroristas se escondieran bien adentro de su cueva. Debían estar por ahí, pues habían reaccionado demasiado rápidamente después de la explosión. Maldito sea Corley por no haber organizado una vigilancia permanente del hospital. Maldito sea ese desgraciado fumador de pipa.
¿Qué era lo que se había planeado en el cuartel general de Septiembre Negro en Beirut y quién había tomado parte?
Najeer, Najeer había muerto. La mujer. Estaba escondida. ¿Abu Ali? Había muerto. No había forma de tener la certeza de que Ali estaba en el complot pero era muy probable, por tratarse de uno de los pocos hombres en que confiaba Najeer. Ali era un psicólogo. Pero también era muchas otras cosas. ¿Para qué les haría falta un psicólogo? Ali no podría decírselo ya a nadie.
¿Quién era el norteamericano? ¿Quién era el libanés que trajo los explosivos? ¿Quién hizo volar a Muzi? ¿Sería la mujer que vio en Beirut, la que se fue al hospital para matarlo?
El chofer del taxi aceleró todo lo que le permitía el pavimento mojado, saltando sobre los baches y frenando en seco con la primera luz roja. Moshevsky, con resignada expresión, se bajó del coche y se sentó en el asiento de adelante junto al chofer.
– Tómatelo con calma. Nada de sacudidas ni frenazos -le dijo.
– ¿Por qué? -pregunto el chofer-. El tiempo es oro, amigo.
Moshevsky se inclinó hacia él y le dijo en tono confidenciaclass="underline"
– Porque de lo contrario te romperé el cuello.
Kabakov miró distraídamente a la gente que caminaba apurada por las calles. Era temprano todavía y ya comenzaba a oscurecer. Qué lugar. Había más judíos que en Tel Aviv. Se preguntó cómo se habrían sentido los inmigrantes judíos, amontonados en Ellis Island, algunos perdiendo inclusive sus apellidos al garabatear Smith y Jones en sus papeles de inmigración esos semianalfabetos empleados de inmigración. Expulsados de Ellis Island en una tarde gris como ésta, deambulando por estas frías rocas donde nada era gratis excepto lo que podían darse mutuamente. Familias destrozadas, hombres solos. ¿Qué le pasaba a un hombre que moría allí antes de poder hacerse una situación y mandar a buscar a su familia? ¿Un hombre solo? ¿Quién se sentaba shivah? ¿Los vecinos?
La Virgen de plástico en el tablero del taxi llamó la atención a Kabakov y sus pensamientos derivaron culpables otra vez hacia el problema que lo mortificaba. Cerró los ojos a la tarde fría, y repasó nuevamente desde el principio la misión a Beirut que tuvo como consecuencia su viaje a este país.
Kabakov había recibido minuciosas instrucciones antes de la incursión. Los israelitas sabían que Najeer y Abu Ali estarían en esa casa de apartamentos y que también estarían presentes otros integrantes de la plana mayor de Septiembre Negro. Kabakov estudió el historial de los jefes guerrilleros que se sabía estaban en el Líbano, hasta aprenderlo de memoria. Le parecía estar viendo en ese momento las carpetas, apiladas sobre el escritorio por orden alfabético.
El primero era Abu Ali. Abu Ali, muerto durante la incursión a Beirut, no tenía parientes ni familia excepto su esposa, y ella también había muerto. El, ¡un hombre solo! Antes de terminar el pensamiento Kabakov golpeó en el plástico que lo separaba del chofer. Moshevsky abrió la mampara.