El cónsul Amedi dijo que Fawzi fue atacado por el mayor David Kabakov de la Fuerza de Defensa Israelí y por otro hombre aún no identificado. Kabakov está agregado a la embajada israelita en Washington. El Leticia fue retenido…
Kabakov salteó el resto del artículo. Las autoridades aduaneras habían mantenido la boca cerrada respecto de la investigación del Leticia y el diario no lo había relacionado todavía con Muzi, gracias a Dios.
– Ha sido transferido oficialmente a Israel -le dijo el embajador Tell.
Las comisuras de los labios de Kabakov se crisparon ligeramente. Sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.
Tell movió los papeles que tenía sobre el escritorio con la punta de su pluma.
– La detención de Mustapha Fawzi fue notificada rutinariamente al cónsul del Líbano, ya que Fawzi es un ciudadano de dicho país. El consulado le proporcionó un abogado. Este está actuando aparentemente cumpliendo órdenes de Beirut y utiliza a Fawzi como un instrumento para cumplir sus fines. Los libios fueron informados también, ya que el barco tiene bandera de Libia. No me cabe la menor duda que en cuanto se mencionó su nombre, Al Fatah puso la oreja como así también el coronel Khadafy, el iluminado estadista libio. No he visto la declaración supuestamente firmada por Fawzi pero tengo entendido que es muy pintoresca. Muy gráfica anatómicamente. ¿Lo lastimó?
– No fue necesario.
– Los libaneses y los libios insistirán con sus protesta hasta que lo expulsen de aquí. Probablemente se les unan los sirios. Khadafy tiene en su poder a más de un diplomático árabe. Y dudo que alguno de ellos sepa realmente el motivo de su visita a este país, con la posible excepción de Khadafy.
– ¿Qué dice al respecto el Departamento de Estado de los Estados Unidos? -Kabakov se sentía asqueado.
– No quieren armar un alboroto diplomático por este asunto. Quieren ahogarlo. Oficialmente, usted ha dejado de ser bienvenido como representante de Israel.
– ¡Grandísimos idiotas! Merecen… -Kabakov cerró la boca con un chasquido.
– Como usted sabe, mayor, las Naciones Unidas considerarán esta semana la moción de la RAU de sancionar a Israel por la incursión contra los campamentos guerrilleros en Siria durante el mes pasado. Ese asunto no debe ser exacerbado por otro incidente.
– ¿Qué pasaría si renunciara a mi misión y obtuviera un pasaporte común? Tel Aviv podría repudiarme en ese caso si fuera necesario.
El embajador Tell no lo escuchaba.
– Resulta tentador pensar que si los árabes logran su propósito, Dios no lo permita, los norteamericanos se pondrán furiosos y redoblarán su apoyo a Israel -dijo-. Usted y yo sabemos que eso no sucederá. El hecho sobresaliente será que esa atrocidad pudo llevarse a cabo porque Israel cuenta con la ayuda de los Estados Unidos. Porque se vieron mezclados en otra guerra pequeña y sucia. El episodio de Indochina los ha vuelto renuentes a inmiscuirse otra vez más, tal como les sucedió a los franceses, y resulta muy fácil comprenderlo. No me sorprendería que Al Fatah decidiera dar un golpe en París si los franceses nos venden sus Mirages.
– De todos modos, si llegara a suceder aquí, los gobiernos árabes acusarían a Al Fatah por centésima vez y Khadafy le daría otros cuantos millones de dólares. Los Estados Unidos no pueden permitirse el lujo de seguir enfadados con los árabes durante mucho tiempo. Suena horrible, pero Norteamérica encontrará que es más conveniente culpar solamente a Al Fatah. Este país consume demasiado petróleo para que pueda ocurrir otra cosa.
– Si los árabes tienen éxito y nosotros hemos hecho el esfuerzo de detenerlos, entonces no será tan malo para nosotros. Si dejamos de colaborar, aun a solicitud del Departamento de Estado, y los árabes logran su propósito, entonces seguiremos estando mal.
– A propósito, los norteamericanos no pedirán ayuda al servicio de inteligencia ruso para solucionar el problema del Oriente Medio. El Departamento de Estado nos ha notificado que el Oriente Medio es una «zona de constantes tensiones entre el Este y el Oeste» y que no es posible cumplir con esa petición. No quieren reconocer frente a los rusos que la CIA no puede conseguir la información. Pero de todos modos, David, hizo usted muy bien en sugerirlo.
– Y ahora tenemos esto -Tell le entregó a Kabakov un telegrama de la oficina central del Mossad-. La información le ha sido enviada también por correo a Nueva York.
El telegrama decía que Muhammad Fasil había sido visto en Beirut el día siguiente a la incursión de Kabakov. Tenía una herida en la mejilla similar a la descripta por Mustapha Fawzi, primer oficial del Leticia.
– Muhammad Fasil -dijo Tell en voz baja-, el peor de todos.
– Yo no voy a…
– Espere, David, espere. Esta es una ocasión para hablar con total franqueza. ¿Conoce usted alguien en el Mossad o en cualquier otro lugar que pueda estar más capacitado que usted para tratar este asunto?
– No señor -Kabakov tenía ganas de decirle que si no hubiera sacado él la grabación en Beirut, si no hubiera interrogado a Fawzi, si no hubiera registrado la cabina del barco, revisado sus libros y sorprendido a Muzi en una situación desventajosa, no sabrían nada de nada. Pero todo lo que dijo fue: «No señor».
– Ese es también nuestro consenso -El teléfono de Tell comenzó a sonar-. ¿Sí? Cinco minutos, muy bien -se volvió hacia Kabakov y agregó-: ¿Le importaría presentarse, mayor, en la sala de reuniones del segundo piso? Y será mejor que se ajuste la corbata.
Kabakov sentía que el cuello de la camisa se le incrustaba y tenía la sensación de que estaba estrangulándolo. Se detuvo un instante antes de entrar al salón de reuniones para dominarse. Quizás el agregado militar quería leerle la orden de regresar a su país. No conseguiría absolutamente nada gritándole al pobre hombre en la cara. ¿Qué era lo que quería decir Tell con lo del consenso? Si tenía que regresar a Israel regresaría, pero los guerrilleros de Siria y el Líbano rezarían para que volviera a los Estados Unidos.
Kabakov abrió la puerta. El hombre delgado que estaba mirando por la ventana se volvió.
– Pase, mayor Kabakov -dijo el ministro de Relaciones Exteriores de Israel.
Kabakov salió nuevamente al vestíbulo al cabo de quince minutos tratando de borrar su sonrisa. Un coche de la embajada lo llevó hasta el aeropuerto nacional. Llegó a la terminal de El Al en el aeropuerto internacional Kennedy veinte minutos antes de la hora fijada para la partida del vuelo 601 a Tel Aviv. Margaret Leeds Finch, periodista del «Times», estaba al acecho. Comenzó a interrogarlo mientras despachaba el equipaje y pasaba por el detector de metales. Le respondió con amables monosílabos. Lo siguió hasta la puerta agitando su pase de periodista ante los oficiales de la línea aérea y lo persiguió hasta que subía al avión donde fue detenida, amable pero firmemente, por los agentes de seguridad de El Al.
Kabakov pasó por la primera clase, atravesó la clase turista, llegó hasta el office donde estaban subiendo la comida caliente a bordo. Después de dirigirle una sonrisa a la azafata, se dirigió a la puerta abierta, salió al exterior instalándose en la parte superior de la escalerilla del camión de las provisiones, la escalera chirrió, comenzó a bajar y el camión regresó a su garaje. Kabakov se bajó del vehículo y se introdujo en el coche en que lo esperaban Corley y Moshevsky.
Kabakov había sido expulsado oficialmente de los Estados Unidos y había regresado extraoficialmente.
Debía tener mucho cuidado de ahora en adelante. Si llegaba a cometer un error, su país perdería prestigio. Se preguntó para su adentros qué temas se habrían tocado durante el almuerzo del ministro de Relaciones Exteriores con el secretario de Estado. Nunca conocería los detalles, pero evidentemente la situación había sido analizada exhaustivamente. Sus instrucciones eran las mismas de antes: detener a los árabes. Su equipo había sido enviado a Israel con excepción de Moshevsky. Kabakov debería actuar en calidad de consejero exofficio de los norteamericanos. Estaba seguro de que la última parte de sus instrucciones no había sido discutida durante el almuerzo; si llegaba a ser necesario hacer más de lo aconsejable, no debía dejar testigos hostiles.