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Fasil entró al taller en el momento en que Lander estaba colocando la cubierta exterior, una lámina de fibra de vidrio del mismo espesor que el caparazón de la barquilla.

Lander no le dirigió la palabra.

Fasil parecía prestar poca atención al objeto que estaba sobre la mesa de trabajo, pero comprendió lo que era y se quedó absorto. El árabe miro a su alrededor durante varios minutos, cuidando de no tocar nada. Era a su vez un técnico, entrenado en Alemania y Vietnam del Norte. No podía dejar de admirar la prolijidad y economía con que estaba construyendo la gran barquilla.

– Este material es muy difícil de soldar -dijo palpando el material para hacer la aleación-. No veo ningún equipo de soldar por aquí, ¿encargó que le hicieran el trabajo en otra parte?

– Pedí prestado el equipo a la compañía para el fin de semana.

– Veo que el armazón está libre de presiones, también. Y eso es presumir demasiado, señor Lander -Fasil lo dijo como un chiste elogiando la pericia de Lander. Había decidido que su deber era llevarse lo mejor posible con el norteamericano.

– Si el armazón se torciera y se quebrara la cobertura de fibra de vidrio, alguien podría ver los dardos al sacar la barquilla del camión -dijo Lander en un soliloquio.

– Creía que ya habría comenzado a empaquetar el plástico ya que solamente falta un mes.

– No está listo todavía. Tengo que probar algo antes.

– Quizás pueda ayudarle.

– ¿Conoce usted el índice explosivo de este material?

Fasil meneó la cabeza pesarosamente.

– Es muy nuevo.

– ¿Ha presenciado alguna vez una explosión con este plástico?

– No. Me informaron que es más potente que el C-4. Ya vio lo que pasó con el apartamento de Muzi.

– Vi un agujero en la pared y eso no es suficiente. El error más común al fabricar un artefacto para ser utilizado contra la gente es colocar la metralla demasiado cerca de la carga explosiva, porque de ese modo pierde su integridad al ocurrir la explosión. Piense en eso, Fasil. Si no lo sabe, debería saberlo. Lea este manual de campaña y se enterará de todos los detalles. Le traduciré las palabras difíciles. No quiero que se destrocen estos dardos durante la explosión. No me interesa que se llenen setenta y cinco institutos para sordos. No sé cuánto aislante se necesita poner entre los dardos y el plástico para protegerlos.

– Pero piense cuánto más se utiliza en el tipo Claymore…

– Eso no quiere decir nada. Estoy trabajando con distancias mucho mayores y un explosivo mucho más fuerte. Nadie ha construido hasta ahora un artefacto tan grande. Un Claymore es del tamaño de un libro de texto. Este es del tamaño de un bote salvavidas.

– ¿En que posición estará situada la barquilla cuando sea detonada?

– Sobre la línea de los cuarenta y cinco metros y exactamente a treinta metros de altura, a lo largo del campo de juego. Puede ver cómo la forma de la barquilla se adapta a la curva del estadio…

– Entonces…

– Entonces Fasil, debo estar seguro de que los dardos se dispersarán en el arco correcto y que no se amontonarán en un solo lugar. Tengo una pequeña desviación dentro del caparazón. Puedo exagerar las curvas si es necesario. Averiguaré lo del aislante y la dispersión cuando detonemos esto -dijo Lander acariciando el artefacto colocado sobre su mesa de trabajo.

– Tiene por lo menos medio kilo de plástico.

– En efecto.

– Pero no podrá hacerlo explotar sin llamar la atención de las autoridades.

– Está equivocado.

– Esto es… -estuvo a punto de decir «una locura» pero se detuvo a tiempo-. Es muy apresurado.

– No se preocupe, árabe.

– ¿Puedo verificar sus cálculos? -Fasil confiaba en encontrar una forma de evitar el ensayo.

– Adelante. Recuerde que éste no es un modelo a escala del costado de la barquilla. Contiene solamente las dos curvas compuestas, indispensables para dispersar la metralla.

– Lo recordaré, señor Lander.

Fasil habló en voz baja con Dahlia cuando ésta se llevó la bandeja.

– Habla con él -le dijo en árabe-. Sabemos que la bomba funcionará tal como está. Este asunto del ensayo no me parece un riesgo aceptable. Perderá todo.

– Quizá no funcione perfectamente -le respondió en inglés-. Tiene que estar a prueba de cualquier fallo.

– No es necesario que sea tan perfecto.

– Para él sí. Y para mí también.

– Cumplirá con el objeto de la misión, de lo que nos propusimos hacer, tal como está.

– Camarada Fasil, lo último que hará Michael Lander en su vida será apretar el botón en esa barquilla el 12 de enero. No verá los resultados. Y yo tampoco, si me precisa para acompañarlo en el vuelo. Tenemos que saber lo que ocurrirá después, ¿comprende?

– Comprendo que estás comenzando a hablar más como él que como una guerrillera.

– Pues entonces su inteligencia es muy limitada.

– Si estuviéramos en el Líbano te mataría por lo que acabas de decir.

– Estamos muy lejos del Líbano, camarada Fasil. Puedes hacer la prueba si alguno de los dos vuelve a ver el Líbano otra vez.

14

Rachel Bauman, M.D. estaba sentada frente a un escritorio en Halfway House en South Bronx, esperando. El centro de rehabilitación de drogadictos estaba lleno de recuerdos. Paseó la vista por el cuarto alegre y pequeño, con sus paredes pintadas por aficionados y sus muebles recogidos un poco en todos lados y pensó en algunas de las destrozadas y desesperadas mentes que había luchado por penetrar, en las cosas que había escuchado y en su trabajo como voluntaria allí. Era precisamente por los recuerdos que ese cuarto le traía a la memoria que había elegido ese lugar para encontrarse con Eddie Stiles.

Alguien golpeó suavemente la puerta y entró Stiles, un hombre delgado, casi calvo y que dirigía miradas furtivas a su alrededor. Se había afeitado para esa ocasión. Tenía un trocito de papel pegado a un corte en su mandíbula. Stiles sonrió algo incómodo e hizo girar la gorra entre sus manos.

– Siéntate, Eddie. Qué bien estás.

– Nunca me he sentido mejor, doctora Bauman.

– ¿Qué tal anda el trabajo con el remolcador?

– Para decirle la verdad, bastante aburrido. Pero me gusta, me gusta, por supuesto -agregó rápidamente-. Me hizo un gran favor al conseguirme ese trabajo.

– Yo no te conseguí el trabajo, Eddie. Solamente le pedí a ese hombre que te vigilara.

– Ya sé, pero jamás lo hubiera conseguido de otro modo. ¿Qué tal anda usted? La veo algo distinta, quiero decir como si se sintiera contenta. Qué estoy diciendo, al fin y al cabo el médico es usted -agregó tímidamente.

Rachel advirtió que había aumentado de peso. Cuando lo conoció, hacía tres años, acababa de ser detenido por contrabandear cigarrillos desde Norfolk, en un barco rastreador de catorce metros de largo, tratando de satisfacer un hábito de heroína que le costaba setenta y cinco dólares diarios.

Eddie pasó muchos meses en Halfway House, y muchas horas hablando con Rachel. Había empezado a trabajar con él cuando lo único que hacía era gritar.

– ¿Para qué quería verme, doctora Bauman? Quiero decir que me alegro mucho de verla y además y si lo que quería saber era si seguía bien…

– Sé que sigues bien, Eddie. Quería pedirte un consejo -Nunca había abusado antes de una relación profesional y le molestaba tener que hacerlo. Stiles lo advirtió instantáneamente. Su desconfianza innata luchaba contra el respeto y cariño que sentía por ella.

– No tiene nada que ver contigo -le dijo-. Déjame que te lo explique y me dirás entonces qué opinas.

Stiles se tranquilizó un poco. No le pedían que se comprometiera a nada inmediatamente.

– Tengo que encontrar una lancha, Eddie. Una determinada lancha. Una lancha que se dedica a negocios extraños.