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Logan lo consideró durante un momento.

– Bueno, pero no me desnudaré.

– No será necesario. ¿Hay alguien más por aquí?

– No. Nadie en muchos kilómetros a la redonda.

– Pues entonces no tendremos problemas. -El hombre sacó un billete de cincuenta dólares-. ¿Le molesta mi mano?

– No, no.

– ¿Por qué mira así, entonces? -La mujer se aproximó algo incómoda al hombre alto.

– No era mi intención -aclaró Logan. Podía ver su imagen reflejada en las gafas del hombre alto.

– Busquen ustedes dos la cámara en el avión y este señor y yo prepararemos todo. -El moreno y la mujer desaparecieron entre los árboles.

– ¿Cómo se llama?

– Logan.

– Muy bien, señor Logan, busque un par de tablas y póngalas en la hierba justo aquí en la mitad de la pared del cobertizo para que la señorita se ponga allí.

– ¿Qué haga qué?

– Que busque unas tablas y las coloqué ahí en el medio. El suelo está frío y queremos que sus pies sobresalgan de la hierba para poder verlos. A algunas personas les gustan mucho los pies.

Mientras Logan buscaba los tablones, el hombre alto quitó el teodolito del trípode y colocó en su lugar un extraño objeto curvo. Se volvió y le gritó a Logan:

– No, no. Una tabla sobre la otra -hizo un marco con sus manos y miró entre ellas-. Quédese parado allí y déjeme ver si está bien. Quédese quieto allí, no se mueva, aquí traen la lente especial -el hombre alto desapareció entre los árboles.

Logan levantó el brazo para rascarse la cabeza. Su cerebro registró durante un instante el chispazo enceguecedor, pero no llego a oír el estampido. Veinte dardos lo despedazaron y la explosión lo incrustó contra la pared del cobertizo.

Lander, Fasil y Dahlia salieron corriendo entre el humo.

– Carne picada -dijo Fasil. Dieron la vuelta al cuerpo inerte y examinaron la espalda. Sacaron rápidamente fotografías de la pared del cobertizo. Estaba combada y parecía un gigantesco colador. Lander entró al cobertizo. Cientos de pequeños agujeros en la pared dejaron pasar rayos de luz que lo llenaron de pecas luminosas mientras su cámara funcionaba una y otra vez.

– Todo un éxito -comentó Fasil.

Arrastraron el cuerpo al interior del granero, lo rociaron con gasolina y rociaron también la madera junto a él, dejando un pequeño reguero hasta veinte metros fuera de la puerta. El fuego estalló en el interior y encendió el combustible con un ruido sordo que retumbó en sus personas.

Humo negro salía del cobertizo cuando el Cessna se alejaba del lugar.

– ¿Cómo encontró ese lugar? -preguntó Fasil inclinándose hacia adelante desde su asiento para que pudieran oírlo.

– El verano pasado estuve buscando dinamita -explicó Lander.

– ¿Cree que las autoridades vendrán muy pronto?

– Lo dudo, todo el tiempo hay explosiones aquí.

16

Eddie Stiles estaba sentado junto a la ventana del bar Acuario de la ciudad de Nueva York bastante preocupado. Desde su mesa podía ver a Rachel Bauman, a veinte metros de distancia, apoyada contra la baranda de la jaula de los pingüinos. El origen de sus preocupaciones no era Rachel Bauman sino los dos hombres que estaban a su lado. A Stiles no le gustaba en lo más mínimo su aspecto. El de la izquierda parecía el Hombre Montaña. El otro era un poco más bajo pero su aspecto era peor. Poseía esos movimientos fáciles y escuetos y el equilibrio que Eddie había aprendido a temer. Los hombres violentos que integraban el submundo de Eddie se movían en esa forma. Los lujosos. Muy diferentes de los fortachones utilizados por los explotadores, esos tipos robustos y duros bien afirmados sobre los talones.

No le gustaba la forma en que los ojos de ese hombre inspeccionaban las partes altas, el techo del lugar reservado para los tiburones, los cercos en las dunas que separaban el Acuario de la pasarela de Coney Island. Barría el terreno con su mirada, inspeccionándolo minuciosamente, al estilo de un soldado de infantería, desde cerca hasta lo lejos, y meneando todo el tiempo el dedo en dirección a un pingüino.

Eddie estaba arrepentido de haber elegido este lugar para el encuentro. La concurrencia de un día de semana no era lo suficientemente numerosa como para proporcionarle la tranquilizadora sensación de anonimato.

La doctora Bauman le había dado su palabra de que no se vería mezclado en el asunto. Nunca le había mentido. Su vida, la que estaba tratando de construir, estaba basada en lo que había aprendido de su persona gracias a la ayuda de la doctora Bauman. Si eso no era cierto, entonces nada era cierto. Terminó de un trago su café, bajó rápidamente las escaleras y pasó junto al tanque de la ballena. La oyó resoplar antes de llegar al tanque. Era una ballena asesina de doce metros de largo, cuyas rayas blancas y negras le daban un aspecto muy elegante. En ese momento se estaba llevando a cabo una representación. Un hombre joven que estaba sobre una plataforma situada sobre el agua sujetaba en su mano un pescado que lanzaba brillantes reflejos con la pálida luz invernal. Se formó una onda sobre la superficie del agua a lo largo del tanque al aproximarse desde abajo la ballena con la velocidad de una locomotora. Emergió verticalmente y su enorme silueta pareció suspendida en el aire durante un instante mientras agarraba el pescado con sus dientes triangulares.

Eddie oyó los aplausos a sus espaldas al bajar la escalera que conducía a la galería inferior, flanqueada por esos enormes ventanales de vidrio. El cuarto estaba semioscuro y húmedo, su iluminación provenía de la luz del sol que se filtraba entre el agua azul-verdosa del tanque de la ballena. Eddie miró al interior. La ballena se movía, sobre el fondo salpicado de manchas de luz, dando vueltas y vueltas, masticando. Tres familias bajaron por la escalera y se pararon junto a él. Todo tenían niños gritones.

– No puedo ver, papito.

El padre alzó al niño para colocarlo sobre sus hombros, le golpeó la cabeza contra el techo y se lo llevó afuera llorando.

– Hola, Eddie -dijo Rachel.

Sus dos compañeros se mantuvieron del otro lado de la joven, apartados de Eddie. Eran bien educados, pensó. Si hubieran sido un par de matones se habrían parado a cada lado. Y lo mismo habrían hecho unos policías.

– Hola, doctora Bauman -sus ojos inspeccionaron por encima del hombro de la muchacha.

– Eddie, este es David y éste Robert.

– Encantado de conocerlos -Eddie estrechó la mano de los hombres. El más grande tenía un arma bajo el brazo izquierdo, no cabía la menor duda. Quizás el otro también, pero la chaqueta le quedaba mejor. Este David. Sus primeros dos dedos tenían gruesos nudillos y el costado de la mano parecía una lima para madera. No había conseguido eso jugando al yo-yo. Eddie pensó que la doctora Bauman era una mujer muy inteligente y comprensiva pero que había ciertas cosas que ignoraba en absoluto.

– Doctora Bauman, me gustaría hablar un momento con usted, en privado si no le importa.

Cuando llegaron a la otra punta del cuarto le habló al oído. Los gritos de los niños cubrían su voz.

– Doctora. Quiero que me diga si usted conoce bien a estos tipos. Sé que usted cree conocerlos, ¿pero sabe realmente lo que son? Estos son dos tipos muy duros, doctora Bauman. Hay varias clases de tipos duros. Lo sé muy bien. Pero estos son los duros más duros que conozco. Son de los que no andan con muchos miramientos. No puedo comprender qué hace usted con esta clase de gente. A menos que sean parientes suyos o algo por el estilo que no puede evitarse.

Rachel lo cogió del brazo.

– Gracias Eddie. Sé lo que quieres decir. Pero hace muchos años que conozco a estos dos. Son amigos míos.

Habían metido una marsopa en el tanque para hacerle compañía a la ballena. Estaba muy atareada escondiendo trozos de pescado en la rejilla mientras el entrenador distraía al cetáceo. La ballena pasó junto al ventanal del fondo del tanque, demorándose diez segundos en su recorrido, mirando con su ojo pequeño a las personas que conversaban del otro lado del cristal.