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– El tipo de que me hablaron, Jerry Sapp, hizo un trabajito en Cuba hace unos cuantos años -le dijo Stiles a Kabakov-. ¡Cuba! Entró llevando unos cubanos de Miami y burlándose del radar costero cerca de Puerta Cabanas -Stiles miró alternativamente a Kabakov y a Rachel-. Tenían un negocio en tierra, comprende, pasaron la rompiente en un bote inflable y volvieron trayendo esa caja. No sé qué demonios era, pero este tipo no regresó a Florida. Se encontró con un guardacostas cubano en las afueras de Bahía Honda y se dirigió directamente a Yucatán. Tenía un gran tanque de reserva en la cubierta de proa.

Kabakov lo escuchaba tamborileando sus dedos sobre la baranda. La ballena se había quedado quieta ahora, descansando sobre la superficie. Su gran cola se arqueó y las aletas aparecieron tres metros por debajo de la superficie.

– Estos chicos me están rompiendo los nervios -dijo Eddie-. Alejémonos.

Se detuvieron en el oscuro pasillo frente al ventanal de los tiburones, observando sus siluetas largas y grises perpetuamente en movimiento, y los pequeños y brillantes peces que se movían a toda velocidad entre ellos.

– De todos modos, siempre me pregunté cómo hizo este tipo para acercarse así a Cuba. Desde el episodio de la bahía de Cochinos está lleno de radares por todos lados. Dice usted que este sujeto esquivó el radar de los guardacostas. Lo mismo que el otro. Por eso comencé a hacer unas cuantas preguntas respecto a este Sapp. Hace dos semanas estuvo en Sweeney's, en Asbury Park, pero nadie lo ha visto desde entonces. Su lancha es para pesca deportiva de doce metros de largo, hecha por Shing Lu. Construida en Hong Kong. Es toda de madera.

– ¿Dónde guarda la lancha? -preguntó Kabakov.

– No lo sé. Nadie parece saberlo. Quiero decir que no puedo insistir mucho, ¿comprende? Pero oiga, el barman de Sweeney's recibe mensajes para este tipo, creo que podría ponerse en contacto con él. Si se trata de un negocio.

– ¿Qué tipo de negocios le interesan?

– Depende. Tiene que estar muy bien pagado. Si se metió en este asunto que le interesa a usted, deben pagarle muy bien. Si se trataba de un contrato, si alquiló la lancha, entonces debería haber estado escuchando todo el tiempo la frecuencia de los guardacostas. ¿No habría hecho usted lo mismo?

– ¿A dónde escaparía usted si fuera este hombre?

– Habría observado la lancha durante un día entero después de su regreso para asegurarme de que no estaba siendo vigilada continuamente. Si tuviera un lugar donde poder hacerlo, la pintaría, guardaría nuevamente a bordo la documentación legítima y la modificaría. Le colocaría un aparejo para pescar atún. Buscaría un grupo de ricachones rumbo a Florida y me acoplaría a ellos. A esos tipos les encanta desplazarse en grupo.

– Déme una idea de algo que produzca buenas ganancias lejos de aquí y que pudiera haberlo tentado -dijo Kabakov-. Algo para lo que sea necesario utilizar una lancha.

– Drogas -dijo Eddie lanzando una mirada culpable a Rachel-. Heroína. Sacarla de Méjico para llevarla a Corpus Christi, digamos o Arrancas Pass en la costa de Texas. Eso podría interesarle. Pero sería necesario poner un poco de dinero, primero. Y habría que acercársele con pies de plomo. Se espantaría con gran facilidad.

– Piense en el contacto, Eddie. Y muchas gracias -dijo Kabakov.

– Lo hice por la doctora. -Los tiburones se movían silenciosamente en la piscina iluminada-. Miren, ahora voy a separarme de ustedes, no quiero seguir mirando más a esos bichos.

– Nos veremos nuevamente en la ciudad, David -dijo Rachel.

Kabakov se sorprendió al advertir una expresión de disgusto en sus ojos cuando lo miró. La muchacha y Eddie se alejaron caminando juntos, con las cabezas inclinadas, conversando. Ella había rodeado con el brazo la espalda del hombrecito.

Kabakov hubiera preferido mantener a Corley fuera del asunto. Hasta el momento, el agente del FBI no sabía nada de sus tratos con Jerry Sapp y su lancha. Kabakov quería seguir adelante solo. Necesitaba hablar con Sapp antes de que ese hombre se amparara en la Constitución.

No le importaba violar los derechos de un hombre, su dignidad o su persona si esa violación le brindaba resultados inmediatos. El hecho de hacerlo no le preocupaba, pero la simiente interior que se nutría con el éxito de esas tácticas lo hacía sentirse incómodo.

Se daba cuenta de que estaba desarrollando actitudes despreciativas hacia la red de defensas existentes entre el ciudadano y la velocidad de su investigación. No trataba de razonar sus actos con frases capciosas como «el mayor bien», porque no era un hombre reflexivo. Al mismo tiempo que creía que sus métodos eran necesarios -y le constaba que eran efectivos- temía que la mentalidad que podría adquirir un hombre al practicarlos era algo feo y peligroso, algo que tenía un rostro para él. El de Hitler.

Kabakov reconocía que las cosas que hacía dejaban marcas en su mente como así también en su cuerpo. Quería pensar que el aumento de su impaciencia ante las restricciones de la ley era exclusivamente el resultado de su experiencia, que sentía rabia contra esos impedimentos tal como sentía tirones en las viejas cicatrices durante las mañanas de invierno.

Pero eso no era totalmente cierto. El origen de sus actitudes residía en su naturaleza, y eso lo había descubierto años atrás cerca de Tiberiades en Galilea.

Estaba en camino para inspeccionar unas posiciones en la frontera siria, cuando detuvo su jeep junto a un pozo de agua en la ladera de una montaña. Un molino de viento, un viejo American Aermotor, bombeaba agua de la roca. El molino chirriaba a intervalos regulares mientras sus paletas giraban lentamente, produciendo un sonido triste en ese día luminoso y tranquilo. Recostado contra el jeep con la cara mojada todavía por el agua, Kabakov contemplaba una majada de ovejas pastando en lo alto de la ladera. Una sensación de soledad pareció agobiarlo y hacerlo tomar conciencia de la forma y posición de su cuerpo en esos enormes y agrestes espacios. Y entonces vio un águila en lo alto, dejándose llevar por una corriente de aire cálido, las plumas en las puntas de sus alas desplegadas como los dedos de la mano, planeando de costado hacia la montaña, su sombra pasaba raudamente sobre las rocas. El águila no estaba buscando ovejas, porque era invierno y no tenían corderos, pero volaba sobre la majada y cuando la vieron comenzaron a balar lastimeramente. Kabakov se mareó al observar el pájaro, pues su punto de referencia horizontal estaba distorsionado por la ladera de la montaña, y tuvo que sujetarse al jeep para no perder el equilibrio.

Comprendió entonces que le gustaba más el águila que las ovejas y que así sería siempre y que por eso mismo, porque era innato en él, jamás sería perfecto ante los ojos de Dios.

Kabakov se alegraba al pensar que nunca tendría un poder real.

Sentado en un apartamento en un rascacielos de Manhattan, pensaba en qué forma podría lograr que Jerry Sapp mordiera el anzuelo. Si lo perseguía solo, Eddie Stiles tendría que ser fatalmente el contacto. Era la única persona que conocía con acceso al ambiente criminal de los muelles. De lo contrario, tendría que recurrir a Corley. Stiles estaría dispuesto a hacerlo por Rachel.

– No -dijo ésta cuanto tomaban el desayuno.

– Lo haría si se lo pidieras. Podríamos protegerlo todo el tiempo…

– No lo hará, de modo que olvida el asunto.

Era difícil creer que veinte minutos antes había sido tan tierna y cariñosa con él, acariciando con el pelo como un suave péndulo su cara y su pecho.

– Sé que no te gusta utilizarlo, pero por Dios…

– No me gusta usarlo, no me gusta que tú me uses a mí. Yo te estoy usando también pero en otra forma diferente que no he identificado todavía. No importa que nos utilicemos el uno al otro. Tenemos algo además de eso y es bonito. Pero basta de insistir con Eddie.