Выбрать главу

Al verla sonrojarse desde el encaje del escote hasta la cara Kabakov pensó que era realmente espléndida.

– No puedo hacerlo y no lo haré -dijo- ¿Quieres jugo de naranja?

– Por favor.

Kabakov recurrió a Corley de muy mala gana. Le pasó la información que tenía sobre Jerry Sapp pero no le dijo de dónde la había obtenido.

Corley trabajó dos días con la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas. Pasó una hora hablando por teléfono con la ciudad de Méjico. Y luego se encontró con Kabakov en la oficina del FBI en Manhattan.

– ¿Averiguó algo sobre el griego?

– Todavía no -respondió Kabakov-. Moshevsky sigue investigando en los bares. ¿Qué pasa con Sapp?

– La Agencia no tiene ningún prontuario sobre Jerry Sapp -dijo Corley-. Sea quien sea, está limpio bajo ese nombre. No figura tampoco en los registros de los guardacostas. Sus archivos no son tan minuciosos como para darnos los detalles que precisamos. La pintura servirá para compararla, pero no para localizar el origen. No es pintura de barcos. Es una marca comercial de un semiesmalte aplicado sobre una gruesa mano de pintura de fondo, que se puede comprar en cualquier parte.

– Dígame qué sabe sobre las drogas.

– A eso voy. Esto es lo que averigüé. ¿Leyó por casualidad lo del caso Krapf-Mendoza en Chihuahua? Bueno, yo tampoco conocía los detalles. Desde 1970 a 1973 entraron ciento quince libras de heroína a este país. Dirigidas a Boston utilizando un sistema muy ingenioso. Por cada embarque inventaban un pretexto para contratar un ciudadano norteamericano para que viajara a Méjico. A veces era un hombre, otras una mujer, pero siempre un solitario sin parientes cercanos. El candidato utilizaba un visado turístico y a los pocos días moría. El cuerpo era embarcado de regreso a su país, con el vientre lleno de heroína. Tenían una empresa fúnebre en este lado. A propósito, veo que el pelo le está creciendo rápidamente.

– Prosiga, prosiga.

– Sacamos dos cosas en limpio. El hombre de Boston, que es el que tenía el dinero, sigue gozando de buena reputación entre ellos. Coopera con nosotros porque está tratando de evitar cuarenta años de cárcel. Las autoridades mejicanas dejaron a un hombre en la calle en Cozumel. Mejor no tratar de averiguar qué era lo que estaba tratando de evitar.

– De modo que si nuestro hombre hace correr la voz por el ambiente de que está buscando a alguien de confianza que tenga una lancha para sacar la droga de Cozumel y meterla en Texas, no va a llamar la atención de nadie porque el viejo método fue interrumpido -dijo Kabakov. Y si Sapp llama a nuestro hombre, puede dar referencias de Méjico y Boston.

– Sí. Este Sapp va a verificarlo antes de salir a la luz. Van a ser necesarios varios intermediarios inclusive para hacerle llegar la noticia. Eso es lo que me preocupa. Si lo encontramos no tendremos prácticamente nada contra él. Podríamos arrestarlo inventando una conspiración para la que habría utilizado su lancha, pero eso tomaría mucho tiempo. No tenemos nada con qué amenazarlo.

Ya lo creo que sí, pensó Kabakov para sus adentros.

Corley pidió permiso a mediodía al Tribunal de Justicia de Newark para intervenir los dos teléfonos del bar y grill de Sweeney en Asbury Park. La petición fue rechazada a las cuatro de la tarde. Corley no tenía ninguna prueba de alguna irregularidad en el Sweeney's y según el magistrado actuaba bajo acusaciones anónimas de poca importancia. El magistrado dijo que lo sentía mucho.

Un furgón azul entró a las diez de la mañana del día siguiente al estacionamiento adyacente al restaurante Sweeney's. Una señora mayor estaba a cargo del volante. El aparcamiento estaba lleno y prosiguió la marcha buscando un sitio. Un hombre dormitaba en un coche estacionado junto al poste telefónico a treinta metros del fondo del Sweeney's Bar.

– Por el amor de Dios, se ha quedado dormido -dijo la señora mayor hablando aparentemente con su regazo.

El hombre dormido despertó cuando la radio comenzó a chillar sonoramente. Se retiró con su coche de donde estaba estacionado, con cara de culpable. El furgón dio marcha atrás y se situó en el espacio vacío. Unos pocos compradores empujaban sus carritos por las vías de acceso. El hombre que había dejado el lugar vacío se bajó del coche.

– Me parece que está en llanta, señora.

– ¿Ah, sí?

El hombre se dirigió a la parte de atrás del furgón, bien cerca del poste. Por el poste de madera bajaban dos delgados alambres marrones que iban de la línea telefónica al suelo y terminaban en una toma doble. El hombre enchufó la toma en un hueco del guardabarro del furgón.

– No, está baja nada más. Puede seguir adelante si quiere -manifestó antes de irse con su coche.

Kabakov estaba recostado en la parte de atrás del furgón con las manos bajo la cabeza. Tenía puestos unos auriculares y estaba fumando un cigarro.

– No es necesario que los tenga puestos todo el tiempo -dijo el joven prematuramente calvo que estaba manipulando el minúsculo conmutador-. Dije que no necesita tenerlos puestos todo el tiempo. Cuando suene o cuando hagan un llamada desde aquí, se encenderá la luz y oirá el timbre. ¿Quiere tomar un poco de café? Aquí tiene -Se inclinó sobre la división que separaba la parte de adelante del furgón de la de atrás-. ¿Quieres café, mamá?

– No -respondió una voz desde el asiento de adelante-. Y deja los bizcochos en la bolsa. Sabes que te dan gases.

La madre de Bernie Biner se había cambiado del asiento del conductor al del acompañante. Estaba tejiendo un suéter. En su calidad de madre de uno de los mejores expertos free-lance en teléfonos, le correspondía conducir el coche, aparentar un aire inocente y estar atenta a la policía.

– Me cobra once dólares con cuarenta la hora y me controla lo que como -le dijo Biner a Kabakov.

Sonó el timbre. Los ágiles dedos de Bernie pusieron en marcha el grabador. Kabakov y él se colocaron los auriculares. Ambos oyeron sonar el teléfono en el bar.

– Hola. Sweeney's.

– ¿Freddy? -Una voz de mujer-. Escucha querido, me va a ser imposible ir hoy.

– Déjate de bromas, France, qué es esto, ¿dos veces en dos semanas?

– Lo siento Freddy, pero no te imaginas los retortijones que tengo.

– ¿Todas las semanas te sucede lo mismo? Será mejor que vayas al médico. ¿Qué pasa con Arlene?

– Ya la llamé, pero no está en su casa.

– Bueno, mejor será que consigas otra, porque no puedo atender las mesas y el bar al mismo tiempo.

– Haré lo posible, Freddy.

Oyeron al barman colgar el receptor y una risa de mujer antes de que se interrumpiera la comunicación del otro extremo. Kabakov formó un anillo de humo y se dijo para sus adentros que debía ser paciente. El soplón de Corley había dejado un mensaje urgente para Sapp media hora antes, justo cuando abrió Sweeney's. El sujeto le había dado cincuenta dólares al barman para que acelerara el trámite. Era un recado simple en el que le informaba que había posibilidades de un buen negocio y pidiéndole a Sapp que llamara a un determinado número de Manhattan para discutir el asunto o pedir informes. El número sería dado exclusivamente a Sapp. Si éste llamaba, Corley trataría de engañarlo para combinar una cita. Kabakov no parecía satisfecho. Y por ese motivo había contratado a Biner, que recibía ya una paga semanal para comprobar que los micrófonos de la embajada israelí no estuvieran intervenidos. Kabakov se abstuvo de consultar a Corley sobre el asunto.

Una luz en el tablero de Biner indicó que alguien había decidido utilizar el segundo teléfono. Oyeron por los auriculares que marcaba diez números. Luego se oyó un teléfono que llamaba. Pero nadie respondía.

Bernie Biner hizo retroceder la cinta del grabado para oír lo marcado y la hizo funcionar nuevamente a velocidad muy lenta, contando los clicks. -Tres, cero, cinco. Esa es la característica de Florida. Ahora viene el número. Ocho-cuatro-cuatro-seis-cero-seis-nueve. Un segundo -Inspeccionó una gruesa carpeta de números-. Queda por los alrededores de Palm Beach.