– ¿Cómo establecieron contacto con usted?
– Me llamó un hombre la última semana de octubre. Quería que la lancha estuviera preparada y lista para zarpar durante la semana del 8 de noviembre. No dijo quién era y no se lo pregunté -Sapp hizo una mueca de dolor-. Hizo unas cuantas averiguaciones sobre la lancha, pero no demasiadas. Algunas preguntas sobre los motores y si estaba equipada con modernos equipos electrónicos.
– ¿Modernos equipos electrónicos?
– Sí, le dije que el loran estaba afuera… por el amor de Dios, sáqueme esta cosa del oído.
– Muy bien. Pero se lo meteré en el otro si lo sorprendo mintiendo. ¿Este hombre conocía ya la lancha?
– ¡Ouch! -Sapp movió la cabeza hacia uno y otro lado rotando los ojos como si pudiera ver su oído-. Supongo que la conocía, daba la impresión por lo menos. Debía pagar mil dólares como seña para alquilarla. Recibí esa suma por correo en el bar de Sweeney's dos días después.
– ¿Guardó el sobre?
– No, era un sobre común con matasellos de la ciudad de Nueva York.
– Lo llamó nuevamente.
– En efecto, alrededor del 10 de noviembre. Quería utilizar el barco el día 12, un martes. Esa noche depositaron el dinero en el Sweeney's.
– ¿Cuánto?
– Dos mil por la lancha, sesenta y cinco mil como depósito. En efectivo.
– ¿Cómo se lo entregaron?
– Un taxi lo trajo dentro de una canasta de picnic. Encima de todo había comida. Pocos minutos después sonó nuevamente el teléfono. Era el tipo. Le dije donde estaba amarrada la lancha.
– ¿No lo vio cuando la sacaba ni cuando volvía?
– No. -Sapp describió el amarradero de Toms River.
Kabakov tenía la fotografía de Fasil y el identikit de la mujer metidos en un guante dentro de su bolsa. Las sacó y se las mostró a Sapp, pero éste se limitó a menear negativamente su cabeza.
– Si sigue pensando que salí con el barco, permítame decirle que tengo una coartada para ese día. Un dentista de Asbury Park me arregló los dientes. Tengo su recibo.
– Así lo supongo -replicó Kabakov-. ¿Hace cuánto tiempo que tiene esa lancha?
– Bastante. Ocho años.
– ¿Tuvo otros dueños?
– Yo la hice construir.
– ¿Cómo se las arregló para devolver el depósito?
– Lo dejé en la misma canasta dentro del maletero de mi coche estacionado junto a un supermercado y dejé la llave del maletero debajo de la alfombra. Alguien lo sacó.
La carta de la costa de Nueva Jersey que había encontrado Kabakov en el cajón de mapas de Sapp, tenía señalado el derrotero de la cita con una cuidadosa línea negra, indicando la hora de salida y el horario de cada punto con otra marca. Estos estaban marcados a lápiz con los rumbos indicados por dos radiogoniómetros. Con una tercera variante por punto.
Kabakov cogió la carta marítima por los bordes y la colocó bajo la lámpara, donde le resultaría visible a Sapp.
– ¿Hizo usted las marcas de esta carta?
– No. No sabía que estaba en la lancha pues de lo contrario la habría destruido.
Kabakov sacó otra carta del cajón, una de Florida.
– ¿Señaló usted el rumbo de ésta?
– Sí.
Comparó ambos mapas. La caligrafía de Sapp era diferente. Había utilizado solamente dos rumbos por cada punto indicado o por el radiogoniómetro. Las horas de Sapp estaban escritas con el huso horario del Este. La hora de la cita con el Leticia señalada en la carta de Nueva Jersey era dos uno uno cinco. Esto intrigaba a Kabakov. Sabía que la lancha de los guardacostas había avistado a la lancha junto al carguero a las 17, hora del Este. La lancha debería haberse demorado unos minutos en cargar el plástico de modo que la cita debió haberse realizado a las 16,15 ó 16,30. Sin embargo en el mapa figuraba marcada cinco horas después. ¿Por qué? La hora de partida de Toms River y el horario de la travesía estaban también marcadas cinco horas después de lo que debían haber sido. No tenía sentido. Pero de repente comprendió por qué. El hombre que buscaba Kabakov no había utilizado la hora del Este sino la hora de Greenwich, la hora Zulu, el huso horario utilizado por los pilotos.
– ¿Qué pilotos conoce? -le preguntó Kabakov-. Pilotos profesionales.
– Creo que no conozco ningún piloto profesional -respondió Sapp.
– Piense bien.
– Quizás un tipo de Jamaica que vuela para una línea comercial. Pero ha estado encerrado allí desde que los agentes federales registraron el compartimiento de equipajes. Es el único piloto profesional que conozco. Estoy seguro.
– No conoce ningún piloto, no sabe quién alquiló la lancha. Sabe muy pocas cosas, señor Sapp.
– Qué quiere que le haga. No conozco otros pilotos. Mire, puede hacer lo que quiera conmigo, como posiblemente lo hará pero seguiré sin saberlo.
Kabakov consideró durante un momento la posibilidad de torturar a Sapp. La idea le resultaba repugnante pero estaba dispuesto a hacerlo si los resultados valían la pena. Pero no. Sapp no era una primera figura en el complot. Amenazado con persecución, temeroso de ser cómplice de una terrible catástrofe relacionada con los explosivos, hubiera cooperado sin lugar a dudas. Trataría de recordar cualquier detalle ínfimo que ayudaría a identificar al hombre que alquiló su lancha. Mejor sería no lastimarlo mucho por el momento.
El próximo paso consistiría en un exhaustivo interrogatorio de Sapp sobre sus actividades y asociados y un minucioso análisis de la carta en el laboratorio. El FBI estaba mejor equipado para realizar ambas cosas. Kabakov había venido de muy lejos para muy poca cosa.
Llamó a Corley desde un teléfono público del muelle.
Sapp no había mentido a sabiendas, pero estaba equivocado al afirmar que no conocía a ningún piloto profesional. Era un comprensible fallo de su memoria, ya que habían transcurrido muchos años desde que vio por última vez a Michael Lander o que había recordado el aterrador e irritante día en que se conocieron.
Sapp estaba realizando su periódica migración al Norte, cuando una madera abolló las dos hélices de su lancha en las afueras de Manasquan, Nueva Jersey, obligándolo a detenerse. Sapp era fuerte y hábil, pero no podía cambiar una hélice abollada en medio del océano y con mar gruesa. El barco navegaba a la deriva acercándose lentamente a la costa, arrastrando el ancla, impulsado por un empecinado viento que lo empujaba hacia tierra. No podía solicitar la ayuda de los guardacostas porque olfatearían el mismo olor que le hacía sentir náuseas al bajar para buscar el ancla de mar, el olor a cueros de cocodrilo comprados en el mercado negro a un cazador furtivo de Florida en cinco mil quinientos dólares, para ser revendidos en Nueva York. Cuando Sapp subió a la cubierta vio que se acercaba otra lancha.
Michael Lander navegaba con su familia en un pequeño y cuidado crucero, le tiró un cabo a Sapp y lo remolcó hasta una bahía protegida de la marejada. Sapp no quería quedarse allí con un barco averiado cargado con material de contrabando y le pidió a Lander que lo ayudara. Se pusieron máscaras para bucear y patas de rana y trabajaron debajo del barco. Sus esfuerzos combinados fueron suficientes para desatascar una de las hélices y arreglar la otra. Sapp estaba en condiciones de emprender el regreso.
– Disculpe el olor -le dijo algo incómodo cuando se sentaron a descansar en la popa. Era evidente que Lander había visto los cueros ya que había bajado durante la reparación de la lancha.
– No es asunto mío -respondió Lander.
El incidente fue el comienzo de una amistad que terminó cuando Lander regresó por segunda vez a Vietnam. La relación de Sapp con Margaret continuó, empero, durante varios meses más. En las raras oportunidades en que pensaba en los Lander, Sapp recordaba más vividamente a la mujer que al piloto.
17
El presidente le informó al jefe de personal el 1.° de diciembre que asistiría al partido en Nueva Orleans así jugaran o no los Washington Redskins.