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18

Lander terminó la bomba dos días después de Navidad. Su suave cubierta de color azul oscuro con la brillante insignia de la National Broadcasting System, reflejaba la fuerte luz del garaje mientras reposaba sobre la canastilla en que debía ser transportada. Las grapas que la sujetarían a la canastilla del dirigible colgaban del borde superior como manos abiertas y las conexiones eléctricas y la mecha posterior estaban enroscadas y sujetas con cintas adhesivas encima de todo. Debajo de la cubierta yacían los quinientos kilos de explosivo plástico, distribuidos en dos grandes láminas de un exacto espesor, formando una curva bajo las capas de puntiagudos dardos. Los detonadores estaban envueltos aparte, listos para ser colocados en su lugar.

Lander estaba sentado mirando la enorme bomba. Podía ver el reflejo distorsionado de su imagen en uno de sus costados. Pensó que le gustaría sentarse sobre ella, enchufar los detonadores, y sujetar los alambres como riendas, conectarlos a las pilas y cabalgar esa enorme bola de fuego hasta encontrarse con Dios. Faltaban dieciséis días.

Hacía rato que sonaba el teléfono cuando se decidió a contestarlo. Dahlia llamaba desde Nueva Orleans.

– Está lista -dijo Lander.

– Has hecho un magnífico trabajo, Michael. Ha sido un privilegio observarte.

– ¿Conseguiste el garaje?

– Sí. Queda cerca del muelle de la calle Galvez. A veinte minutos del aeropuerto de Lakefront en Nueva Orleans. Recorrí dos veces la carretera.

– ¿Estás segura de que es lo suficientemente grande?

– Es bastante grande. Es una parte de un depósito separada del resto por una pared. Compré los candados y ya los coloqué. ¿Puedo volver ahora a tu casa, Michael?

– ¿Estás satisfecha?

– Estoy satisfecha.

– ¿Con el aeropuerto también?

– Sí. No tuve dificultad en entrar. Podré hacerlo conduciendo el camión cuando llegue la ocasión.

– Vuelve a casa.

– Te veré esta noche.

Hizo un buen trabajo, pensó Lander cuando colgó el teléfono. Pero con todo hubiera preferido hacer él los arreglos en Nueva Orleans. Pero no tuvo tiempo. Tenía que volar todavía durante un desempate de la National Football Conference y el Sugar Bowl de Nueva Orleans antes del Super Bowl. Tenía todo el tiempo ocupado.

El problema del transporte de la barquilla hasta Nueva Orleans le había preocupado bastante y la solución que encontró no era la ideal. Había alquilado un camión de dos toneladas y media, que estaba actualmente estacionado en el camino de entrada a su casa, y había contratado dos chóferes profesionales para llevarlo a Nueva Orleans. Saldrían mañana. Precintaría la puerta de atrás del camión y aun si los chóferes lograban ver el aparato no tendrían la menor idea de lo que era.

Lander no se sentía tranquilo al tener que confiar la bomba en manos extrañas. Pero no había más remedio. Ni Fasil ni Dahlia podían conducir el camión. Lander estaba seguro de que las autoridades habían transmitido sus descripciones en el Noroeste. El falsificado carnet de conductor internacional de Fasil no dejaría de llamar la atención de la policía si llegaban a detenerlo. Dahlia sería demasiado conspicua conduciendo un camión tan grande. Sería controlada en cada etapa. Además Lander quería que estuviera junto a él.

Podría estar ahora a mi lado, pensó amargamente Lander, si hubiera podido confiar en que Fasil cumpliría con la misión en Nueva Orleans. Pero no confiaba en él desde el momento en que el árabe anunció que no estaría presente en el momento del atentado. Lander apreció el desprecio en los ojos de Dahlia al mirar a Fasil. Se suponía que Fasil estaba ocupándose de conseguir otros tipos que realizaran su trabajo en el aeropuerto. Dahlia se había encargado de no dejar solos en la casa a Fasil y Lander.

A Lander le faltaba comprar solamente una cosa de su lista: una lona engomada para tapar la barquilla. Eran las cinco menos cuarto. La ferretería estaba abierta todavía. Tenía justo el tiempo de comprarla.

Veinte minutos después, Margaret Feldman, ex Margaret Lander, detuvo su camioneta junto al gran camión estacionado en el camino de entrada de la casa de Lander. Se quedó sentada un momento mirando la casa.

Era la primera vez que la veía desde su divorcio y nuevo matrimonio. Margaret sentía cierto resquemor por volver allí, pero no cabía duda de que la cunita y el coche para bebés le pertenecían, los necesitaría dentro de pocos meses y estaba decidida a llevárselos. Había llamado previamente para asegurarse de que Michael no estaba en la casa. No quería verlo llorar por ella. Antes de su desequilibrio había sido un hombre fuerte y orgulloso. Sentía todavía a su manera un gran cariño por la memoria de ese hombre. Había tratado de olvidar su enfermizo comportamiento de los últimos tiempos. Pero seguía soñando todavía con el gatito, y aún le parecía oír sus gritos en sueños.

Antes de bajar del coche sacó la polvera, se miró automáticamente en el espejo, se arregló un mechón de pelo rubio y cuidó de que sus dientes no estuvieran manchados de carmín. Era parte de la rutina, tanto como cerrar la llave del contacto. Esperaba no ensuciarse al transportar el cochecito y la cunita a la camioneta. Realmente Roger podría haberla acompañado. Pero no le parecía bien ir a la casa de Lander cuando éste estaba ausente.

Roger no había pensado siempre así, pensó fríamente. ¿Por qué había tratado de pelear Michael? Bueno, de todos modos ya había pasado.

Se agachó en el camino de entrada cubierto por una fina capa de nieve y descubrió que la cerradura del garaje había sido reemplazada por otra más fuerte. Decidió entrar a la casa y abrir el garaje desde dentro. Su llave vieja funcionaba todavía. Pensó ir directamente al garaje pero una vez dentro de la casa se despertó su curiosidad.

Inspeccionó a su alrededor. Todavía estaba la vieja mancha en la alfombra frente al televisor, resto de las innumerables veces que chorreaban los chicos sus gaseosas. Nunca pudo limpiarla. Pero el salón estaba limpio igual que la cocina. Margaret había esperado encontrarse con una hilera de latas de cerveza y numerosas bandejas con restos de comidas. Se sentía un poco molesta por la limpieza de la casa.

Es común sentir una sensación de culpabilidad al quedarse solo en la casa de otra persona, y particularmente si se trata de un familiar. Muchas cosas pueden descubrirse en la forma en que una persona arregla sus pertenencias y más todavía si se trata de cosas íntimas. Margaret subió al primer piso.

Sacó poco en limpio al entrar a su viejo dormitorio. Los zapatos de Lander estaban ordenadamente guardados dentro del armario y los muebles habían sido repasados. Se quedó mirando la cama y sonriendo para sus adentros. Roger se enfadaría si supiera en lo que estaba pensando, y en lo que pensaba a veces aún estando junto a él.

El baño. Dos cepillos de dientes. Una pequeña arruga apareció entre sus ojos. Un gorro de baño. Cremas faciales, loción para el cuerpo, baño de espuma. Bueno, bueno. Se alegró en ese momento de haber violado la intimidad de Lander. Se puso a pensar qué aspecto tendría esa mujer. Quería ver el resto de sus pertenencias.

Inspeccionó el otro dormitorio y luego abrió la puerta del cuarto de juegos. Se quedó boquiabierta contemplando la lámpara de alcohol, las colgaduras de las paredes, los candelabros y la gran cama. Se acercó a la cama y tocó la almohada. Seda. ¡Oh, la-la! -se dijo para sus adentros.

– Hola Margaret -dijo Lander.

Dio media vuelta dejando escapar un sonido entrecortado. Lander estaba parado en el umbral con una mano sobre el picaporte y la otra en su bolsillo. Estaba pálido.

– Sólo estaba…

– Qué bien estás. -Era verdad. Estaba espléndida. La había visto anteriormente en ese mismo cuarto en sus pensamientos. Llamándolo como Dahlia, tocándolo como Dahlia. Lander sintió un vacío en su interior. Deseó que Dahlia estuviera allí. Miraba a su antigua esposa tratando de ver a Dahlia, con una urgente necesidad de ver a Dahlia. Pero vio a Margaret. Desparramaba vitalidad a su alrededor.