Miró hacia lo alto, hacia la curva formada por las tribunas y recordó las curvas idénticas de la bomba y a pesar de sí mismo, quedó impresionado por el genio de Michael Lander.
El estadio desplegaba sus costados hacia el cielo, como una boca abierta, esperando. Fasil sintió una emoción muy próxima a la lujuria al pensar en esas tribunas colmadas por 80.985 personas, moviéndose en sus asientos, dando vida al hierro y el cemento. Era una suave apertura al Templo de la Guerra. Dentro de poco esos flancos abiertos estarían atestados de personas que esperarían ansiosas.
– Quss ummak -musitó Fasil. Es un viejo insulto árabe que quiere decir «la vulva de tu madre».
Pensó en las distintas posibilidades. Cualquier explosión dentro o próxima al estadio garantizaría titulares en los periódicos del mundo entero. Las puertas no eran realmente tan sólidas. Posiblemente el camión podría tirar abajo una de las cuatro entradas y llegar a la cancha antes de que detonara la bomba. Habría indudablemente muchas bajas, pero gran parte de la explosión se desperdiciaría abriendo un gran cráter en la tierra. Existía además el problema de un embotellamiento de tráfico en las estrechas calles adyacentes al estadio. ¿Y si llegaban a estar estacionados frente a las entradas vehículos para emergencias? Si concurría el presidente habría hombres armados en las puertas. ¿Qué pasaría si mataban al chofer antes de que hiciera estallar la bomba? ¿Quién conduciría el camión? El no, por cierto. Dahlia entonces. Tenía el coraje necesario para hacerlo, de ello no cabía la menor duda. La alabaría luego póstumamente durante su conferencia de prensa en el Líbano.
Quizás un vehículo para emergencias, una ambulancia, tendría más posibilidades. Podría entrar a la cancha haciendo sonar la sirena.
Pero la barquilla era demasiado grande para caber en el interior de una ambulancia común y el camión actual no tenía ningún aspecto de vehículo para emergencias. Sin embargo, se parecía a los utilizados para transportar equipos de televisión. Aunque un vehículo de emergencia sería mejor. Un furgón grande, entonces. Lo pintaría de blanco con una cruz roja. Hiciera lo que hiciera, tendría que darse prisa. Faltaban sólo catorce días.
El cielo abierto pesaba sobre Fasil mientras estaba parado en la parte más alta de las tribunas y el viento agitaba el cuello de su abrigo. El cielo abierto e indefenso era un magnífico acceso pensó amargamente. Robar un avión y meter la barquilla dentro era prácticamente imposible. Aun si consiguiera cargar la barquilla valiéndose de una treta como si fuera una carga común, no estaba seguro de que Dahlia pudiera obligar a un piloto a descender lo suficiente sobre el estadio, ni siquiera con un revolver en su sien.
Fasil miró hacia el Noreste estudiando las siluetas que se perfilaban contra el cielo de Nueva Orleans. El Superdome a dos kilómetros, el Hotel Marriott, el Internacional Trade Mart. Detrás de ese grupo de edificios, a menos de ocho kilómetros, estaba el Lakefront Airport de Nueva Orleans. El enorme e inofensivo dirigible vendría desde ese lugar hasta el Super Bowl el 12 de enero, mientras él se quedaba en tierra luchando como una hormiga. Malditos sean Lander y su prole podrida hasta la décima generación.
Fasil tuvo durante un instante la visión de lo que podía haber sido el atentado. El plateado y resplandeciente dirigible avanzando inadvertido en un primer momento por la multitud concentrada en el partido. Luego más y más espectadores alzando la cabeza al ver aproximarse su enorme, inmensa silueta, cada vez más baja, hasta quedar suspendido sobre sus cabezas, oscureciendo con su sombra el campo de juego y algunos espectadores mirando directamente a la barquilla en el momento en que explotaba con un fogonazo como si estallara el sol, las tribunas que se estremecían, probablemente desmoronándose, atestadas de quinientas toneladas de carne destrozada. El estampido ensordecedor y la onda expansiva sintiéndose en todos los edificios altos, rompiendo las ventanas de las casas en veinte kilómetros a la redonda, haciendo cabecear a los barcos como si fuera un monzón. Y el viento gritando por encima de las torres del Templo de la Guerra:
¡Fasiiiiiil!
Hubiera sido increíblemente bello. Tuvo que sentarse porque estaba temblando. Hizo un esfuerzo por pensar nuevamente en las restantes posibilidades. Trató de reducir sus pérdidas. Cuando se tranquilizó nuevamente se sintió orgulloso por la fuerza de su carácter, por su paciencia frente a la adversidad. Era Fasil. Trataría de hacerlo lo mejor posible.
Los pensamientos de Fasil se concentraron en camiones y pintura mientras regresaba a Nueva Orleans. Todo no está perdido, se dijo a sí mismo. Quizás era mejor así. La intervención del norteamericano había empañado siempre la misión. Ahora él era el único responsable del golpe. No sería tan espectacular, quizás; no tendría un cien por ciento de eficacia como si hubiera sido lanzada desde el aire, pero él adquiriría de todos modos un gran prestigio, y se realzaría la importancia del movimiento guerrillero, agregó rápidamente para sus adentros.
Tenía ahora a su derecha el estadio cerrado. El sol se reflejaba en la cúpula metálica. ¿Y qué era eso que se alzaba por detrás? Un helicóptero del tipo «guinche aéreo». Estaba levantando algo. Una pieza de una máquina. Avanzaba en ese momento sobre el techo. Un grupo de obreros esperaban junto a una de las aberturas de la cúpula. La sombra del helicóptero se deslizó por ésta y los cubrió. Lenta y delicadamente descargó la máquina el pesado objeto dentro del agujero del techo. El casco de uno de los obreros voló y cayó por la cúpula como si fuera un pequeño puntito, rebotando arrastrado por el viento. El helicóptero ascendió nuevamente, liberado de su carga y desapareció de la vista detrás del inconcluso Superdome.
Fasil dejó de pensar en camiones. No tendría problemas en conseguir un camión. Su cara se cubrió de gotas de sudor. Pensaba si el helicóptero trabajaría también los domingos. Le pidió al chofer que le condujera al Superdome.
Dos horas más tarde Fasil estaba en la biblioteca pública estudiando un párrafo de «Jane's All the World's Aircraft». De la biblioteca pasó al hotel Monteleone, donde copió el número de uno de los teléfonos del vestíbulo. Copió el número de otro teléfono público en la Union Passenger Terminal, y se dirigió luego a la oficina de Western Union. Pidió un formulario de telegrama y redactó cuidadosamente un mensaje consultando repetidas veces una pequeña tarjeta con números de un código pegada en el interior del estuche de su máquina fotográfica. En cuestión de minutos el breve mensaje personal fue transmitido por la extensa línea submarina hasta Benghazi, Libia.
Fasil volvió a la terminal a las nueve de la mañana del día siguiente. Quitó un papel engomado amarillo en el que podía leerse «no funciona» de un teléfono situado junto a la entrada y lo pegó en el teléfono que había elegido y que estaba situado al final de la hilera de casillas. Miró su reloj. Faltaba media hora. Se sentó en un banco cerca del teléfono y se dispuso a leer el periódico.
Fasil no había abusado hasta entonces de las conexiones de Najeer en el Líbano. Y no se atrevería a hacerlo ahora de haber estado éste vivo. Se había limitado a recoger el explosivo plástico en Benghazi una vez que Najeer hizo los arreglos necesarios, pero el nombre de «Sofia», que Najeer había adoptado como código para la misión, había servido para abrirle todas las puertas en Benghazi. Lo incluyó en su telegrama y confiaba en que volvería a dar resultado.
El teléfono sonó a las nueve y treinta y cinco. Fasil contestó a la segunda llamada.
– ¿Hola?
– Sí. Estoy tratando de hablar con la señora Yusuf -Fasil reconoció a pesar de la mala conexión la voz del oficial libio que actuaba como enlace con Al Fatah.