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Agarró una ficha redonda con un número de una bandeja que estaba sobre el escritorio.

– ¿Cuál es su número?

– El treinta y seis.

– ¿Cómo se llama?

– Michael Lander.

– ¿Incapacidad?

– No. Se supone que debo presentarme hoy -respondió entregándole la carta de la Administración de Veteranos.

– Tome asiento por favor. -Y dirigiéndose al micrófono que tenía junto a ella llamó-: Diecisiete.

El diecisiete, un hombre joven y desaliñado vestido con una chaqueta vinílica, pasó junto a Lander y se introdujo en el cuarto situado detrás de la secretaria.

La mitad de los cincuenta asientos que había en la sala de espera estaban ocupados. La mayor parte de los hombres eran bastante jóvenes, antiguos miembros de las fuerzas especiales, que parecían tan desaseados con sus ropas de civil como lo eran cuando llevaban uniformes. Lander podía imaginarlos jugando con la máquina tragamonedas en una terminal de autobús vestidos con sus equipos de la Clase A.

Frente a Lander estaba sentado un hombre que tenía una reluciente cicatriz sobre la sien. Trataba de cubrirla con el pelo. Cada dos minutos sacaba un pañuelo del bolsillo y se sonaba.

El que estaba sentado junto a Lander permanecía sumamente quieto, con las manos apoyadas sobre los muslos. Lo único que movía eran los ojos. No permanecían quietos ni un segundo, siguiendo los movimientos de todos los que pasaban por el cuarto. A menudo tenía que desviarlos muchísimo, porque se negaba a girar la cabeza.

Harold Pugh esperaba a Lander en una de las numerosas oficinas situadas detrás de la recepcionista. Harold Pugh era secretario general con perspectivas de ascender. Que lo hubieran asignado a la sección especial dedicada a prisioneros de guerra era para él motivo de orgullo.

Su nueva designación traía consigo aparejado un copioso material literario. Entre tantos papeles figuraba un folleto escrito por el consultor psicológico del cirujano general de la Fuerza Aérea. El panfleto decía lo siguiente: «Es imposible que un hombre sometido a graves abusos, aislamientos y privaciones no desarrolle un estado depresivo originado en una tremenda ira reprimida durante un largo período de tiempo. Es sencillamente una cuestión de cuándo y cómo aparecerá y se manifestará la reacción depresiva».

Pugh tenía intenciones de leer todos los panfletos cuando tuviera tiempo. La hoja de servicios del ejército que tenía sobre su escritorio era realmente impresionante. Mientras esperaba a Lander le echó nuevamente una mirada.

Lander, Michael J. 0214578603. Corea. Escuela de Oficiales de la Marina. Excelentes calificaciones. Entrenamientos en dirigibles en Lakehurst, N. J., 1954. Clasificaciones excepcionales. Recomendado para investigaciones en formaciones de hielo. Expedición polar de la Marina en 1956. Trasladado a Administración cuando la Marina suspendió el proyecto con dirigibles en 1964. Se ofreció como voluntario para helicópteros en 1964. Vietnam. Dos periodos. Derribado el 10 de febrero de 1967 en las proximidades de Dong Hoi. Prisionero de guerra durante seis años.

Pugh pensó que era algo curioso que un oficial con una hoja de servicios como la de Lander decidiera renunciar a su cargo. Había algo raro en eso. Pugh recordaba las audiencias a puerta cerrada cuando regresaron los prisioneros de guerra. Mejor no preguntarle a Lander el motivo de su renuncia.

Miró su reloj. Eran las quince y cuarenta. El sujeto estaba atrasado. Oprimió un botón del teléfono que estaba sobre su escritorio y le respondió la recepcionista.

– ¿No ha llegado todavía el señor Lander?

– ¿Quién, señor Pugh?

– Lander. Lander. Es uno de los especiales. Recuerde que tiene instrucciones de hacerlo pasar en cuanto llegue.

– Sí, señor Pugh. Haré exactamente eso.

La recepcionista reanudó nuevamente la lectura de la novela. A las quince y cincuenta cogió por casualidad la carta de Lander al buscar algo con qué marcar el libro. El nombre le llamó la atención.

– Treinta y seis. Treinta y seis. -Llamó a la oficina de Pugh y le dijo-: Aquí está el señor Lander.

Pugh experimentó una ligera sorpresa al ver a Lander. Vestido con el uniforme de comandante de vuelo de una aeronave civil, su aspecto era el de un tipo ágil. Se movía rápidamente y su mirada era directa. Pugh había imaginado que tendría que vérselas con uno de esos sujetos de mirada vacía.

Lander no experimentó sorpresa alguna por el aspecto de Pugh. Había odiado a los funcionarios durante toda su vida.

– Parece en muy buen estado, comandante. Me aventuraría a decir que ha regresado en muy buenas condiciones.

– Así es.

– Estoy seguro de que debe sentirse muy contento de estar nuevamente con su familia.

Lander sonrió. Pero sus ojos no participaron de la sonrisa.

– Tengo entendido que mi familia está muy bien.

– ¿No viven con usted? Tenía la impresión de que usted era casado, veamos un poco qué es lo que dice aquí. En efecto. ¿Padre de dos hijos?

– Así es, tengo dos hijos. Pero soy divorciado.

– Lo siento. Mucho me temo que el que se ocupaba antes de su caso, el señor Gorman, dejó muy pocas notas. -Gorman había sido alejado de ese puesto por incompetencia.

Lander observaba atentamente a Pugh sonriendo ligeramente.

– ¿Cuándo se divorció, comandante Lander? Tengo que poner esto al día -Pugh parecía una vaca pastando plácidamente al borde de un pantano sin presentir lo que estaba oculto en las sombras desde donde soplaba el viento espiándolo.

De repente Lander comenzó a hablar de cosas en las que nunca podía pensar. Nunca podía pensar.

– La primera vez que inició los trámites fue dos meses antes de que me soltaran. Cuando las conversaciones en París se estancaron en vísperas de las elecciones, me parece. Pero no siguió adelante con el juicio. Se fue de casa un año después de mi regreso. No se aflija, Pugh, por favor, el gobierno hizo todo lo que pudo.

– Estoy seguro, pero debe…

– Un oficial de la marina vino varias veces a tomar té con Margaret después de que me capturaron para aconsejarla. Existe un procedimiento clásico para preparar a las esposas de los prisioneros de guerra como usted debe saberlo.

– Supongo que a veces…

– Le explicó que existe un marcado porcentaje de homosexualidad e impotencia entre los prisioneros de guerra liberados. De modo que debía saber qué esperar ¿comprende? -Lander quería detenerse. Tenía que detenerse.

– Es mejor dejar…

– Le dijo que las posibilidades de readaptación a una vida normal de un prisionero de guerra eran del cincuenta por ciento. -Lander sonreía ampliamente en ese momento.

– Pero estoy seguro, comandante, de que deben haber existido otros motivos.

– Oh, por supuesto, ya había conquistado a otro, si es a eso a lo que se refiere. -Lander rió sintiendo el viejo aguijón que lo atravesaba, y advirtiendo cómo aumentaba la presión detrás de sus ojos. No tienes que liquidarlos de uno en uno, Michael. Siéntate en una celda, canta y mastúrbate.

Lander cerró los ojos para no ver la vena que latía en el cuello de Pugh.

Pugh reaccionó riéndose con Lander, tratando de congraciarse con él. Pero se sintió ligeramente ofendido en su puritanismo por esas vulgares referencias al sexo. Dejó de reír justo a tiempo. Y eso fue lo que le salvó la vida.

Cogió nuevamente el legajo y le preguntó:

– ¿Le brindaron algún tipo de indicaciones al respecto?

Lander se había tranquilizado un poco.

– Oh, sí. Estuve hablando con un psiquiatra del hospital Naval de St. Alban. Mientras bebía un buen trago.

– Si precisa otro consejo puedo hacer los arreglos necesarios para ello.

Lander guiñó el ojo.

– Mire, señor Pugh, usted es un hombre de mundo como yo. Son cosas que pasan. El motivo de mi visita era para tratar de conseguir alguna clase de compensación por esta mano -manifestó al tiempo que exhibía su mano desfigurada.