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Pugh pisaba ahora terreno conocido. Sacó del legajo de Lander el formulario 214.

– Tendremos que encontrar alguna forma, ya que evidentemente no está incapacitado, pero -le retribuyó el guiño a Lander y prosiguió-: Nos ocuparemos de usted.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando Lander salió del edificio de la Asociación de Veteranos al viciado aire vespertino de Manhattan y se encontró con que ya estaban llenas las calles con la gente que volvía de sus trabajos. Sentía que le corría un sudor frío por la espalda mientras observaba desde los escalones de la entrada la muchedumbre de empleados de la industria del vestido que se dirigían rápidamente a la boca del metro de la calle veintitrés. No podía unirse a ellos y viajar encerrado en el tren.

Muchos de los empleados de la Asociación de Veteranos salían más temprano de su trabajo. Un buen número de ellos se agolparon frente a las puertas del edificio y lo empujaron contra la pared. Sentía ganas de pelear. El recuerdo de Margaret se presentó violentamente, le parecía estar oliéndola y tocándola. Tener que hablar de ella del otro lado de un escritorio de oficina. Tenía que pensar en otra cosa. En el silbido de la tetera. No, en eso no, por el amor de Dios. Sintió entonces un dolor agudo en el colon y metió la mano en el bolsillo para tomar una pastilla de Lomotil. Demasiado tarde para el Lomotil. Tendría que buscar un baño. Rápido. Regresó a la sala de espera, y el aire de la habitación chocó contra su cara como si fuera una telaraña. Estaba pálido y el sudor perlaba su frente cuando entró al pequeño toilette. El único inodoro estaba ocupado y había un hombre esperando junto a la puerta. Lander dio media vuelta y regresó a la sala de espera. Colon espasmódico, decía su ficha médica. No le habían recetado ningún remedio. Descubrió el Lomotil por su propia cuenta.

¿Por qué demonios no tomé antes una pastilla?

El hombre que movía solamente los ojos miró a Lander desde lejos sin girar la cabeza. Lander sentía en esos momentos oleadas de dolor en sus intestinos, sus brazos se cubrieron con piel de gallina y comenzó a hacer arcadas.

El portero gordo manoteó las llaves e hizo pasar a Lander al baño de los empleados. Mientras esperaba afuera no podía oír los sonidos desagradables. Lander miró finalmente hacia el techo de Celotex. Las lágrimas provocadas por los vómitos corrían por sus mejillas.

Se acuclilló durante un instante a un lado del camino, mientras lo observaban los guardias que lo acompañaban durante la marcha forzada a Hanoi.

Era lo mismo, lo mismo. De repente oyó el silbido de la tetera.

– Idiotas -musitó Lander-. Idiotas -repitió secándose la cara con su mano deformada.

Dahlia, que había estado muy atareada durante todo el día con las tarjetas de crédito de Lander, estaba esperándolo en la plataforma cuando se apeó del tren local. Lo vio bajar los escalones con cuidado y comprendió que estaba tratando de no sacudir sus tripas.

Llenó un vaso de papel con agua del surtidor y sacó un frasquito de su cartera. El agua se volvió lechosa al echarle unas gotas del calmante.

No la vio hasta que se le acercó con el vaso en la mano.

Tenía gusto amargo y le dejó ligeramente adormecidos los labios y la lengua. El opio comenzó a hacer efecto antes de que subieran al coche y el dolor desapareció a los cinco minutos. Se metió en cama en cuanto llegó a la casa y durmió tres horas.

Lander se despertó algo confuso y exageradamente prevenido. Sus defensas comenzaron a funcionar y su mente rechazó imágenes dolorosas a gran velocidad. Sus pensamientos se concentraron en las inofensivas imágenes pintadas entre los timbres y chicharras. Podía estar tranquilo porque hoy no había echado todo a perder.

La tetera… su cuello se puso tieso. Sentía un escozor entre los hombros y la columna en un lugar que no podía alcanzar. Le era imposible mantener los pies quietos.

La casa estaba completamente a oscuras, los fantasmas listos para moverse a una indicación de su mente. De repente vio desde la cama una luz vacilante que subía la escalera. Dahlia llevaba una vela en su mano y su sombra se proyectaba gigantesca contra la pared. Estaba vestida con un negligé negro, largo hasta el suelo que la cubría completamente, y sus pies descalzos no hacían ruido al caminar. En ese momento estaba parada junto a él, y la luz de la vela se reflejaba como un diminuto punto rojo en sus inmensos ojos negros. Estiró la mano.

– Ven, Michael. Ven conmigo.

Lo guió, caminando lentamente por el pasillo oscuro, sin apartar los ojos de su cara. El pelo oscuro caía sobre sus hombros. Caminaba de espaldas, y sus pies blancos asomaban por debajo del dobladillo del negligé. Retrocedió hasta lo que había sido el cuarto de juegos y que había estado desocupado durante esos siete meses. Lander pudo ver a la luz de la vela una gran cama en el fondo del cuarto y las paredes cubiertas por pesadas cortinas. Una oleada de incienso chocó contra su rostro y la pequeña llama azul de una lámpara de alcohol osciló sobre una mesa junto a la cama. No era ya el cuarto en el que Margaret había… no, no, no.

Dahlia depositó la vela junto a la lámpara y con gran suavidad le quitó a Lander la chaqueta del pijama. Le deshizo el lazo y se arrodilló para quitarle los pantalones, rozándole los muslos con el pelo.

– Estuviste tan fuerte, hoy. -Dijo empujándolo suavemente hacia la cama. Sintió el frescor de la seda bajo su espalda y el aire fresco castigó suavemente sus genitales.

Permaneció acostado mirándola encender dos velas y colocarlas en dos candeleros contra la pared. Le alcanzó luego la delgada pipa de haschich y se quedó parada a los pies de la cama, mientras las sombras de las velas se agitaban a sus espaldas.

Lander sintió que caía dentro de esos ojos sin fondo. Recordó cuando era niño y se acostaba sobre el pasto durante las claras noches de verano, mirando un cielo que inesperadamente había adquirido dimensiones y profundidad. Mirando hasta que dejaba de ser algo allá arriba y él comenzaba a caer entre las estrellas.

Dahlia se quitó el negligé y quedó frente a él, espléndida en su desnudez.

La visión de su cuerpo lo impresionó tal como lo había impresionado la primera vez, y sintió un nudo en la garganta. Dahlia tenía unos pechos grandes, sus curvas no eran las curvas de una vasija sino las de una cúpula, y estaban separados por una profunda hendidura aun cuando no usaba sujetador. Sus pezones se oscurecieron al erguirse. La luz de las velas acariciaba sus montes y valles, era opulenta, pero no repulsiva.

Lander sintió un dulce estremecimiento cuando se volvió para agarrar un frasco de aceite de oliva que estaba sobre la lámpara de alcohol y la luz jugueteó caprichosamente sobre su cuerpo. Se arrodilló poniendo una pierna a cada lado de él, comenzó a friccionar su pecho y vientre con el óleo tibio, mientras sus pechos se balanceaban ligeramente durante la operación.

Su vientre se redondeó ligeramente al inclinarse hacia adelante y retroceder nuevamente hacia el oscuro triángulo.

Su erección no se demoró y mientras ella alcanzaba el orgasmo, sus ojos permanecieron fijos como los de un felino sobre la cara de Lander.

3

Un sonido semejante al de un trueno estremeció el aire del cuarto y la luz de las velas titiló, pero Dahlia y Lander, concentrados el uno en el otro, no lo advirtieron. Era un ruido común, producido por el último jet en su vuelo diario de Nueva York a Washington. El Boeing 727 pasaba a 1800 metros sobre Lakehurst y continuaba ascendiendo.

Esa noche llevaba a bordo al cazador. Era un hombre de espaldas anchas vestido con un traje marrón, sentado junto al pasillo, detrás del ala. La azafata estaba cobrando los pasajes. Le entregó un billete nuevo de cincuenta dólares. La muchacha frunció el ceño.