– No pareces estar del todo bien, Mike.
– Estoy mejor que tú. Vamos de una vez.
Cuando llegaron al portón de entrada del aeropuerto de Lakefront el chofer no conseguía encontrar el pase para su coche y todos tuvieron que enseñar sus credenciales. Había tres patrulleros estacionados cerca de la torre.
El dirigible, con sus doscientos veinticinco pies de colorado, azul y plateado descansaba en un triángulo cubierto de césped entre las pistas. A diferencia de los aviones parados en tierra frente a los hangares, la aeronave daba la sensación de estar volando, aun cuando estaba amarrada al suelo. Apoyada levemente sobre su única rueda, la nariz contra la torre de amarre, apuntaba hacia el Noreste como si fuera una gigantesca veleta. Junto a ella estaba el inmenso autobús que transportaba la tripulación terrestre y el tractor con remolque que hacía las veces de oficina de mantenimiento rodante. Los vehículos y los hombres parecían diminutos al lado del dirigible plateado.
Vickers, el jefe de la tripulación, se limpió las manos con un trapo.
– Me alegro de verlo otra vez por aquí, comandante Lander. Ya está listo.
– Gracias -Lander procedió a realizar la tradicional inspección alrededor de la aeronave. Todo estaba en orden, como sabía que lo estaría. El dirigible estaba limpio. Siempre le había gustado lo limpio que era-: ¿Listos, muchachos? -preguntó.
Lander y Simmons revisaron el resto de la lista previa al despegue dentro de la góndola.
Vickers estaba regañando a los dos camarógrafos de la televisión. -Señor Video, ¿tendría la amabilidad usted y su ayudante de posar sus traseros en la góndola para que pueda remontar?
La tripulación terrestre cogió el pasamanos que rodeaba la góndola y sacudió la aeronave apoyada sobre su tren de aterrizaje. Vickers quitó varias bolsas de doce kilos que colgaban del pasamanos. Los ayudantes sacudieron nuevamente el dirigible.
– Está un poquito pesado. Muy bien. -A Vickers le gustaba que estuviera algo pesado en el momento del despegue; el consumo de combustible lo aligeraría luego.
– ¿Dónde están las gaseosas? ¿Trajeron gaseosas? -preguntó Simmons. Pensaba que estarían en el aire durante tres horas por lo menos-. Sí, aquí están.
– Hazte cargo, Simmons -dijo Lander.
– Muy bien -Simmons se instaló en el asiento del piloto situado a la izquierda de la góndola. Agitó la mano junto al parabrisas. Los hombres que estaban junto a la torre de amarre soltaron el cable que lo sujetaba y otros ocho tiraron de las sogas que amarraban la nariz y lo hicieron girar-. Ahí vamos -Simmons accionó hacia atrás el timón de profundidad, empujó los aceleradores y la enorme aeronave se remontó en un empinado ángulo.
Lander se recostó hacia atrás en el asiento situado junto al del piloto. El vuelo hasta el estadio duró nueve minutos y medio gracias al viento de cola. Lander calculó que si el viento se mantenía podría hacerlo en poco más de siete en cielo abierto.
Una gran afluencia de vehículos entorpecía el tráfico en la autopista próxima a la salida del estadio Tulane.
– Me parece que algunas personas se perderán el puntapié inicial -dijo Simmons.
– Así lo supongo -respondió Lander. Todos perderían el medio tiempo, pensó. Eran la una y diez de la tarde. Tenía que esperar casi una hora.
Dahlia Iyad se bajó del taxi cerca del muelle de la calle Galvez y caminó rápidamente por la manzana hasta llenar al garaje. La bomba estaba allí o no estaba. La policía la esperaba o no. No había advertido antes las grietas y la inclinación de la calzada. Avanzó mirando las roturas. Un grupo de niños pequeños jugaban al béisbol en la calle. El bateador, que no mediría más de un metro, silbó al verla pasar.
Un coche de la policía obligó a desparramarse a los jugadores y pasó junto a Dahlia a baja velocidad. Volvió rápidamente la cara como si estuviera buscando una dirección. El patrullero dobló en la próxima esquina. Buscó las llaves en la cartera y siguió caminando por el callejón hasta llegar al garaje. Aquí estaban los candados. Los abrió y se deslizó al interior, cerrando la puerta a su paso. El garaje estaba algo oscuro. Unos pocos rayos de sol entraban por los agujeros de clavos en las paredes. El camión parecía intacto.
Subió a la parte posterior y encendió la débil luz. Una fina capa de polvo cubría la barquilla. Todo estaba en orden. Si el lugar estuviera vigilado, no le habrían permitido acercarse a la bomba. Se vistió con un mono que tenía las iniciales del canal de televisión y arrancó los paneles vinílicos de los costados del camión, dejando al descubierto el emblema del canal en radiantes colores.
Encontró la lista sujeta a la barquilla. La leyó rápidamente. Primer punto, los detonadores. Los sacó del paquete y estirándose hasta alcanzar el medio de la barquilla, los colocó en sus respectivos lugares, uno en el mismo centro a cada lado de la carga. Los extremos de los detonadores estaban unidos a los cables conectados con la fuente de energía de la aeronave. La mecha y el detonador quedaron en sus correspondientes lugares.
Cortó todas las cuerdas que la sujetaban excepto dos. Debía revisar ahora la maleta de Lander. Un revólver calibre treinta y ocho con silenciador, un par de pinzas para cortar alambre, ambos dentro de una bolsa de papel. Su metralleta Schmeisser con seis cargadores extras y un rifle automático, AK-47 con sus correspondientes cargadores, estaban dentro de una bolsa.
Cuando salió, depositó sobre el suelo del camión su Schmeisser y la cubrió con una manta. El asiento del camión estaba cubierto de tierra. Sacó un pañuelo de la cartera y lo limpió cuidadosamente. Se colocó una gorra con el emblema de la ciudad de Nueva York y metió dentro todo el pelo.
La una y cincuenta. Hora de partir. Abrió las puertas del garaje y salió con el camión, pestañeando por el resplandor del sol, dejando al vehículo solo durante un instante mientras cerraba las puertas.
Mientras conducía rumbo al aeropuerto experimentaba una extraña y agradable sensación de caer, caer y caer.
Kabakov observaba desde el puesto de mando en el estadio cómo entraba por la puerta Sudeste ese río humano. Estaban todos tan bien vestidos y tan bien alimentados, y completamente ignorantes del trabajo que le estaban dando.
Se oyeron algunas protestas cuando los hicieron formar fila frente a los detectores de metales y otras más violentas cuando de tanto en tanto uno de los espectadores era obligado a vaciar el contenido de sus bolsillos en un recipiente de plástico. Parados al lado de Kabakov estaban los integrantes de la fuerza de choque del lado Este, diez hombres equipados con chalecos antibalas y armados hasta los dientes. Caminó hacia afuera, alejándose del chirrido de las radios y se quedó mirando cómo se llenaba el estadio. Las bandas ya habían comenzado a tocar, y la música se hacía menos distorsionada a medida que más y más cuerpos eliminaban los ecos de las tribunas. La mayor parte de los espectadores estaban ya en sus asientos a la una y cuarenta y cinco. Las barricadas fueron instaladas en las calles de acceso.
A doscientos cincuenta metros por encima del estadio, los integrantes del equipo de televisión instalados en el dirigible hablaban por radio con el director situado en el enorme furgón del canal estacionado detrás de las tribunas. El «NBS Espectacular Deportivo» debía iniciarse con una toma abierta del estadio desde el dirigible, en la que figuraban sobrepuestas el emblema del canal y el título. El director sentado en el furgón frente a doce pantallas, no parecía satisfecho.
– Eh, Simmons -dijo el camarógrafo-, ahora quiere que lo saquemos desde la otra punta, con Tulane como fondo. ¿Puedes hacerlo?
– Por supuesto -el dirigible giró majestuosamente hacia el Norte.
– Muy bien, así está perfecto, perfecto -el camarógrafo consiguió enfocar la cancha verde flanqueada por ochenta y cuatro mil personas, y el estadio coronado por banderas que flameaban al viento.
Lander vio el helicóptero de la policía volando como una libélula por encima del perímetro del recinto.