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Pudieron ver adelante de ellos el helicóptero de la policía que ascendía para enfrentarse con el dirigible.

– ¡Desde abajo no! -exclamaba Jackson-. No sé acerquen. -Pero antes de terminar la frase el pequeño helicóptero de la policía se estremeció bajo una andanada de proyectiles y cayó hacia un lado, su rotor agitándose desesperadamente hasta precipitarse a tierra.

Jackson podía ver los movimientos del timón de la aeronave cuando la enorme aleta pasó por debajo de él. Estaba sobre el dirigible y el estadio se encontraba debajo de ellos. Había llegado el momento de hacer el desesperado intento. Kabakov y Corley se sujetaron con fuerza a la puerta del fuselaje.

Lander sintió que el rotor rompía la tela del dirigible y oyó el ruido del motor del helicóptero. Tocó a Dahlia y apuntó con el pulgar hacia arriba.

– Dame diez segundos más -dijo.

La joven colocó un nuevo cargador en el Schmeisser. Kabakov oyó la voz de Jackson en los auriculares.

– Agárrense fuerte.

El helicóptero se dejó caer bruscamente hacia el costado de la aeronave haciéndoles sentir el estómago en la boca. Kabakov oyó incrustarse los primeros proyectiles contra la panza del helicóptero y acto seguido él y Corley comenzaron a disparar, haciendo añicos los vidrios de la góndola y desparramando cápsulas servidas por todos los rincones. Los proyectiles silbaban alrededor de Kabakov. Corley estaba herido y sus pantalones estaban manchados de sangre a la altura del muslo.

Jackson, con numerosos cortes en la frente producidos por los vidrios rotos de la cabina, se limpió la sangre que caía sobre sus ojos.

Todas las ventanas de la góndola estaban rotas como así también el tablero de controles, de donde saltaban numerosas chispas. Dahlia estaba tirada en el piso, pero no se movía.

Lander, herido en el hombro y en la pierna, advirtió que el dirigible perdía altura. La aeronave estaba cayendo, pero todavía era posible trasponer la pared del estadio. Se acercaba, estaba debajo de él, y miles de caras miraban hacia lo alto. Tenía la mano sobre el disparador. Ahora. Accionó el conmutador. Nada. El interruptor de atrás. Nada. Los circuitos eléctricos habían sido interrumpidos. La mecha. Haciendo un gran esfuerzo abandonó el asiento del piloto llevando el encendedor en la mano, y utilizando su brazo y pierna sanos para arrastrarse hacia la mecha situada en la parte de atrás de la góndola, mientras el dirigible era arrastrado por el viento entre las tribunas atestadas de gente.

El gancho colgaba del helicóptero suspendido de un cable de nueve metros de largo. Jackson descendió hasta que el gancho se deslizó por la suave superficie del dirigible. La única abertura era el espacio entre el timón y la aleta debajo de la bisagra del timón. Kabakov dirigía a Jackson y consiguieron acercarse muchísimo, pero el gancho era demasiado grueso.

Avanzaban rápidamente sobre el estadio. Kabakov miró a su alrededor angustiado y vio, enroscada en una percha de la pared, una soga de nylon bastante gruesa con un gancho en cada extremo. Durante el medio segundo que perdió en mirarla, comprendió con una terrible certeza lo que debía hacer.

Moshevsky los contemplaba desde tierra, sus ojos parecían escapársele de las órbitas y apretó los puños con fuerza al ver aparecer la figura que se deslizaba como una araña por el cable que pendía del helicóptero. Le arrebató los prismáticos a un agente que estaba junto a él, pero lo sabía de antemano antes de verlo. Era Kabakov. Podía ver cómo el rotor rozaba casi a Kabakov mientras se deslizaba por el cable grasiento. Tenía una soga atada a la cintura. Estaban ahora justo encima de Moshevsky. Este cayó de espaldas en su desesperación por no perderse detalle, y no dejó de observar ni un segundo lo que pasaba.

Kabakov tenía el pie en el gancho. Podía verse la cara de Corley por el agujero en el suelo del helicóptero. Estaba hablando por los auriculares. El gancho se deslizó hacia abajo y Kabakov llegó junto a la aleta, ¡pero no! La aleta se levantó meciéndose. Golpeó a Kabakov apartándolo, pero se balanceó hacia atrás, pasó la cuerda entre el timón y la aleta, debajo de la bisagra superior del timón atándola al gancho con un lazo y agito luego su brazo. El helicóptero ascendió, y el cable se estiró contra el cuerpo de Kabakov como si fuera una barra de acero.

Lander, que se arrastraba por el suelo cubierto de sangre de la góndola para llegar hasta la mecha, sintió que el suelo se inclinaba agudamente. Resbaló y manoteó para encontrar algo de qué sujetarse.

El helicóptero rasgaba el aire. La cola del dirigible estaba inclinada en ese momento en un ángulo de cincuenta grados y la nariz apuntaba hacia la cancha de fútbol. Los espectadores gritaban y corrían en dirección a las salidas, forcejeando para escapar. Lander podía oír sus gritos. Hizo un nuevo esfuerzo por llegar a la mecha, esgrimiendo el encendedor en su mano.

La nariz del dirigible avanzaba hacia las tribunas donde la multitud corría despavorida. Se enganchó en los mástiles situados en lo alto del estadio y se lanzó hacia adelante, liberado y sobrevolando las casas en dirección al río, mientras rugían los motores del helicóptero. Corley miró hacia abajo y vio a Kabakov sobre la aleta, agarrado del cable.

– Llegaremos al río, llegaremos al río -repitió Jackson una y otra vez mientras el indicador de temperatura llegaba a la raya colorada. Su pulgar estaba apoyado sobre el botón para echar la carga.

Lander se arrastró los últimos centímetros y encendió el encendedor.

Moshevsky subió hasta la parte de arriba de la tribuna. El helicóptero, el dirigible y el hombre parado sobre la aleta permanecieron un instante sobre el río, y su imagen se quedó para siempre en la memoria de Moshevsky, para desaparecer luego en un enceguecedor destello luminoso y una atronadora explosión, que lo hizo caer de espaldas sobre las tambaleantes tribunas. La metralla azotó los árboles de la ribera y el estampido los arrancó de cuajo, y el agua, convertida en espuma, voló por los aires dejando una hoya vacía, que se llenó nuevamente con un terrible rugido, formando un enorme cono que se alzó hacia el humo. Segundos después, y río abajo, trozos de metralla salpicaron el agua como cristales de granizo, resonando contra los cascos de acero de los barcos.

Rachel presenció la explosión, a varios kilómetros de distancia mientras terminaba un almuerzo tardío en el Top of the Mast desde donde podía apreciarse toda la ciudad. Se levantó y el alto edificio tembló, sus cristales se rompieron y se encontró tirada en el suelo en medio de una lluvia de cristales, y al mirar la parte de abajo de la mesa comprendió. Luchó por ponerse de pie y vio junto a ella a una mujer sentada en el suelo con la boca abierta.

– El ha muerto -dijo Rachel mirándola.

La lista final de víctimas totalizó quinientas doce personas. Catorce murieron aplastadas en el estadio al tratar de alcanzar la salida, cincuenta y dos resultaron con fracturas al intentar escapar y el resto recibió cortaduras y magullones. Entre éstos se contaba el presidente de los Estados Unidos. Sus magullones fueron el resultado de los diez agentes del Servicio Secreto que se tiraron encima de él para protegerlo. Ciento dieciséis personas sufrieron heridas de poca importancia por cortaduras de cristales al estallar las ventanas.

Rachel Bauman y Robert Moshevsky se encontraban a mediodía del día siguiente en el muelle de la orilla Norte del río Missisipi. Habían estado allí durante horas, observando las lanchas de la policía atareadas en rastrear el fondo. La operación se había llevado a cabo durante toda la noche. Durante las primeras horas las rastras habían sacado unas pocas piezas metálicas totalmente carbonizadas pertenecientes al helicóptero. Pero desde entonces no habían encontrado nada más.

El muelle en que esperaban estaba acribillado y astillado por las esquirlas. La corriente hacía chocar contra el embarcadero un gran pez muerto. El animal estaba lleno de agujeros.