– ¿No tiene nada más pequeño?
– Para dos billetes -dijo señalando al hombre grandote que dormía junto a él-. El de él y el mío. -Tenía un acento que la azafata no conseguía situar. Decidió que debía ser alemán u holandés. Pero estaba equivocada.
Era el mayor David Kabakov, del Mossad Aliyah Beth, el servicio secreto israelí, y esperaba que los otros tres hombres sentados detrás de él del otro lado del pasillo tuvieran billetes más pequeños para pagar sus pasajes. De lo contrario la azafata podría recordarlos. Pensó que debía haberse ocupado de eso en Tel Aviv. La combinación para tomar el otro avión en el aeropuerto Kennedy no le había dado tiempo para buscar cambio. Era un pequeño error, pero le fastidiaba. El mayor Kabakov había vivido hasta los treinta y siete años porque no solía cometer errores.
El sargento Robert Moshevsky roncaba suavemente, sentado junto a él con la cabeza echada hacia atrás. Ni Kabakov ni Moshevsky habían dejado entrever durante el largo viaje desde Tel Aviv, que conocían a los otros tres hombres instalados detrás de ellos, a pesar de que habían trabajado juntos durante años. Los tres eran corpulentos, con rostros en los que el tiempo había dejado sus huellas y estaban vestidos con trajes discretos, algo amplios. Integraban lo que el Mossad denominaba «un equipo de incursión táctica». En América del Norte se llamarían una fuerza de choque.
Kabakov había dormido muy poco durante los tres días transcurridos desde que mató a Hafez Najeer en Beirut, y sabía que tendría que dar una detallada información en cuanto llegara a la capital norteamericana. El Mossad analizó el material que había juntado después de la operación contra los integrantes del Septiembre Negro y actuó inmediatamente después de oír la grabación. Hubo una rápida conferencia en la embajada norteamericana, de resultas de la cual Kabakov fue enviado a Occidente.
Durante la reunión mantenida en Tel Aviv por los servicios de inteligencia israelíes y norteamericanos quedó perfectamente entendido que Kabakov sería enviado a los Estados Unidos para ayudar a los norteamericanos a determinar si existía un peligro y para ayudarlos a identificar a los terroristas si podían ser localizados. Sus instrucciones eran muy precisas.
Pero el alto mando del Mossad le había dado una directiva adicional. Impedir cualquier operación árabe por cualquier medio.
Las negociaciones para la venta a Israel de nuevos Phantom y Skyhawks habían alcanzado un punto crítico y las presiones árabes para impedir dicha venta se veían intensificados por la escasez de petróleo en Occidente. Israel necesitaba esos aviones. Los tanques árabes iniciarían la marcha el primer día que los Phantoms no sobrevolaran el desierto.
Una catástrofe de envergadura dentro de los Estados Unidos inclinaría la balanza del poder a favor de los aislacionistas norteamericanos. La ayuda a Israel no debería tener un precio muy alto para los estadounidenses.
Tanto el Departamento de Estado israelí como el norteamericano ignoraban la presencia de los tres hombres sentados detrás de Kabakov. Se instalarían en un apartamento en las cercanías del aeropuerto internacional y esperarían a que él los llamara. Kabakov confiaba en que no sería necesario realizar la llamada. Prefería encargarse discretamente del asunto.
Kabakov esperaba que los diplomáticos no interfirieran en el asunto. Desconfiaba de los políticos y de los diplomáticos.
Su posición y su actitud se reflejaban en sus rasgos esclavos: ásperos pero inteligentes.
Kabakov pensaba que los judíos descuidados morían jóvenes y que los débiles terminaban detrás de cercas de alambre. Era un hijo de la guerra, había tenido que huir de Latvia con su familia justo antes de la invasión alemana y después tuvo que huir de los rusos. Su padre murió en Treblinka. Su madre los llevó a él y a su hermana a Italia, pero ese viaje le costó la vida. El fuego que le dio ánimos para llegar a Trieste, consumió sus entrañas.
Cuando Kabakov recordaba al cabo de treinta años el camino a Trieste, lo hacía viendo el brazo de su madre interrumpiendo diagonalmente su visión, mientras caminaba sujetándolo de la mano, y su codo, sobresaliendo en el brazo delgado, evidente a través de los harapos con que se cubría. Recordaba también su cara, casi incandescente al despertar a su hijos antes de que las primeras luces alcanzaran la zanja donde dormían.
Cuando llegó a Trieste los entregó a la resistencia sionista y murió en un zaguán del otro lado de la calle.
David Kabakov y su hermana llegaron a Palestina en 1946 y dejaron entonces de huir. Cuando cumplió diez años hizo de correo para el Palmach y peleó en la defensa del camino que unía Tel Aviv con Jerusalén.
Después de veintisiete años de guerra Kabakov conocía mejor que cualquier otro hombre el valor de la paz. No odiaba al pueblo árabe, pero creía que tratar de negociar con Al Fatah era una estupidez. Esa era la palabra que empleaba cuando era consultado al respecto por sus superiores, lo que no ocurría muy a menudo.
El Mossad consideraba a Kabakov como un buen oficial del servicio de inteligencia, y su hoja de servicios en combates era extraordinaria y había alcanzado demasiados éxitos en el campo de batalla para ser confinado al trabajo de una oficina. Pero en el campo de batalla corría el riesgo de ser capturado y por ese motivo había sido excluido obligatoriamente de las deliberaciones internas del Mossad. Figuraba en la rama ejecutiva del servicio de inteligencia, luchando una y otra vez contra las fortificaciones de Al Fatah en el Líbano y Jordania. Las altas esferas del Mossad lo apodaban «la solución final».
Pero nadie se lo había dicho en su cara.
Las luces de Washington pasaron debajo del ala del avión mientras ingresaba a la zona de tráfico del aeropuerto internacional. Kabakov alcanzó a distinguir el Capitolio, cuya blancura resaltaba por la luz de los poderosos reflectores. Se preguntó para sus adentros si no sería el Capitolio el blanco elegido.
Los dos hombres que esperaban en la pequeña sala de conferencias de la embajada israelí estudiaron detenidamente a Kabakov cuando entró acompañado por el embajador Yoachim Tell. Cuando Sam Corley del FBI vio al mayor israelí, recordó a un capitán de los Ranger, que había sido su jefe en el destacamento de Fort Benning.
Fowler, de la CIA, no había realizado nunca el servicio militar, y Kabakov le hizo pensar en un perro bulldog. Ambos hombres habían estudiado apresuradamente el curriculum del israelí, pero éste trataba en su mayor parte, de la actuación que le había correspondido durante la guerra de los seis días y la guerra de octubre, viejas copias Xerox de la sección de la CIA relacionada con el Medio Oriente. Recortes en los que podían leerse títulos como «Kabakov, el Tigre del Paso Mitla».
El embajador Tell que seguía llevando todavía su traje de etiqueta después de asistir a una recepción de la embajada, procedió a realizar las presentaciones.
El auditorio quedó en silencio y Kabakov oprimió el botón de su pequeño grabador. La voz de Dahlia Iyad quebró el silencio.
– Ciudadanos de Norteamérica…
Cuando la grabación terminó, Kabakov comenzó a hablar lenta y cuidadosamente, eligiendo las palabras.
– Creemos que el Ailul al Aswad, o sea Septiembre Negro, está preparándose para dar un golpe aquí. En esta oportunidad, no están interesados en rehenes, negociaciones o acciones teatrales. Buscan un gran número de víctimas, quieren que todos ustedes se sientan asqueados. Pensamos que el plan está bastante adelantado y suponemos que esta mujer es la principal ejecutora. -Hizo una pausa-. Suponemos también que se encuentra actualmente en este país.
– Pues entonces debe tener otra información para completar la grabación -dijo Fowler.
– Es completa por el hecho de que sabemos que quieren dar un golpe aquí por las circunstancias en que fue encontrada la grabación. Lo intentaron antes -dijo Kabakov.
– ¿Sacó usted la grabación del apartamento de Najeer después de haberlo asesinado?