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Su reacción había sido tan inesperada que me hizo olvidar lo que iba a preguntar, y la observé con tal insistencia que me dio vergüenza.

– ¿Por qué caminaste tan lejos, hasta este sitio en particular? -me apuré a preguntar.

– Vine aquí porque este es un lugar de mucha energía.

Señaló las formaciones distantes de lava.

– Esos cerros fueron arrojados desde el corazón de la Tierra, como sangre. Siempre que estoy en Arizona me doy una vuelta para venir aquí. Este sitio rezuma una energía terrestre muy especial. Ahora permíteme que te haga la misma pregunta. ¿Por qué elegiste este lugar?

– Vengo aquí a menudo. Es mi lugar preferido para dibujar.

No lo había dicho como chiste, pero ella rompió a reír.

– ¡Ese detalle lo decide todo! -exclamó; luego continuó en tono más sosegado-. Voy a proponerte algo que quizá te parezca disparatado o incluso arriesgado, pero escúchame. Me gustaría que me acompañaras a mi casa a pasar unos días conmigo como mi invitada.

Alcé la mano para dar las gracias y rechazar su invitación, pero me instó a pensarlo. Aseveró que nuestro interés común por el Lejano Oriente y las artes marciales merecía un serio intercambio de ideas.

– ¿Dónde vives? -pregunté.

– Cerca de la ciudad de Navojoa.

– Pero eso está a más de seiscientos kilómetros de aquí.

– Sí, queda bastante lejos. Pero es tan hermoso y tranquilo que seguramente te gustaría.

Guardó silencio por un momento, como si esperase una respuesta.

– Además, tengo la impresión de que no estás ocupada con nada definido por el momento -prosiguió-, y que te es difícil encontrar qué hacer. Bueno, tal vez venir a mi casa sea justo lo que te ayude.

Tenía razón con respecto al hecho de que yo no tenía la menor idea de qué hacer con mi vida. Acababa de dejar un empleo de secretaria a fin de ponerme al día con mis trabajos artísticos. Por otra parte, definitivamente no sentía ningún deseo de ir como invitada a la casa de nadie.

Miré a mi alrededor, escudriñando el terreno en busca de algún indicio que me revelara qué hacer. Nunca había podido explicar de dónde saqué la idea de que era posible recibir ayuda o pistas del medio ambiente, pero normalmente solía obtenerla en esta forma. Aplicaba una técnica que parecía haber aparecido de la nada; por medio de ella, había conseguido muchas veces hallar opciones antes ignoradas por mí. Por lo común dejaba vagar mis pensamientos mientras fijaba los ojos en el horizonte meridional, aunque no tenía la menor idea de por qué elegía siempre el Sur. Tras unos minutos de silencio, por lo general me llegaba una revelación que me ayudaba a decidir qué hacer o cómo proceder en una determinada situación.

Fijé la mirada en el horizonte del Sur al caminar. De súbito vi el tenor de mi vida tendido delante de mí, igual que el desierto árido. Puedo afirmar sinceramente que, a pesar de saber que el desierto de Sonora abarcaba todo el sur de Arizona, un poco de California y la mitad del estado mexicano de Sonora, nunca antes había reparado en lo solitario y desolado que era ese páramo.

Tardé un momento en asimilar el impacto de haber descubierto que mi vida eran tan vacía y estéril como ese desierto. Había roto relaciones con mi familia y no tenía una familia propia. Ni siquiera había expectativas para mi futuro. No tenía trabajo. Por un tiempo viví de la pequeña herencia recibida de la tía cuyo nombre portaba, pero este ingreso se había agotado. Me encontraba completamente sola en el mundo. La vastedad que se extendía a mi alrededor, severa e indiferente, despertó en mi interior un avasallador sentimiento de autocompasión. Sentí necesidad de un alma amiga, de alguien que rompiera con la soledad de mi vida.

Sabía que sería absurdo aceptar la invitación de Clara y lanzarme de cabeza a una situación desconocida que sería incapaz de controlar, pero algo en la franqueza de su manera de ser y en su vitalidad física despertaron en mí una inmensa curiosidad y un gran respeto hacia ella. Me di cuenta de que admiraba e incluso envidiaba su belleza y fuerza. Me pareció una mujer sumamente llamativa y fuerte, independiente, confiada e indiferente, pero no dura ni carente de humor. Poseía justo las cualidades que siempre había anhelado para mí misma. Y más que ninguna otra cosa, su presencia parecía disipar mi aridez. Hacía vibrar el espacio a su alrededor, lo colmaba de energía y de posibilidades sin límite.

Con todo, yo tenía la costumbre inflexible de no aceptar invitaciones a la casa de nadie, mucho menos de alguien a quien acababa de conocer en la soledad del desierto. Tenía un pequeño departamento en Tucson y aceptar invitaciones, en mi opinión, me obligaba a corresponder, a lo cual no estaba dispuesta. Por un momento me quedé inmóvil, sin saber qué camino tomar.

– Por favor di que sí -me instó Clara-. Significaría mucho para mí.

– Bien, supongo que sí podría ir a tu casa -repliqué sin convicción alguna, queriendo decir lo opuesto.

Me miró, regocijada. Disfracé el pánico que me nació de inmediato con un despliegue de buen humor que estaba lejos de sentir.

– Me servirá cambiar de ambiente -afirmé-. ¡Será como una aventura!

Inclinó la cabeza en señal de aprobación.

– No te arrepentirás -declaró, con una confianza que ayudó a disipar mis dudas-. Podremos practicar artes marciales juntas.

Efectuó unos cuantos movimientos rápidos con la mano, con gracia y fuerza al mismo tiempo. Me pareció incongruente que esa mujer robusta pudiese ser tan ágil.

– ¿Qué estilo específico de artes marciales estudiaste? -pregunté al notar que con facilidad adoptaba la posición del combate con lanza larga.

– En el Oriente estudié todos los estilos y ninguno en particular -replicó, insinuando apenas una sonrisa-. Con mucho gusto te los mostraré cuando estemos en mi casa.

Recorrimos el resto del camino en silencio. Al llegar al sitio donde estaban estacionados los coches, guardé mis cosas en la cajuela y esperé a que Clara dijera algo.

– Bien, vámonos -dijo-. Yo iré adelante. ¿Manejas rápido o lento, Taisha?

– Como una tortuga.

– Yo también. La vida en China me curó de las prisas.

– ¿Puedo hacerte una pregunta sobre China, Clara?

– Por supuesto. Ya te dije que puedes preguntar lo que quieras sin necesidad de pedir permiso.

– Debes haber viajado a China antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿verdad?

– Oh, sí. Estuve ahí hace una eternidad. Me imagino que tú no habrás viajado nunca a la China continental.

– No. Sólo estuve en Taiwan y en Japón.

– Las cosas eran distintas antes de la guerra, por supuesto -dijo Clara, pensativa-. El lazo con el pasado aún estaba intacto. Ahora todo se ha roto.

No sé por qué me dio miedo preguntarle a qué se refería. En cambio, pregunté cuánto tardaríamos en llegar a su casa. Clara se mostró inquietantemente vaga al respecto; sólo me advirtió que me preparase para un viaje arduo. Enseguida su tono se suavizó, y agregó que mi valor la complacía sobremanera.

– Acompañar con esta facilidad a una desconocida es una imprudencia total -indicó- o bien, una muestra de gran audacia.

– Por lo común soy muy cautelosa -expliqué-, pero ahora ni me reconozco.

Era la verdad, y entre más pensaba en mi inexplicable comportamiento, más se intensificaba mi desazón.

– Cuéntame un poco más acerca de ti -pidió amablemente. Como para tranquilizarme, se acercó hasta la portezuela de mi coche.

De nueva cuenta comencé a revelar información verídica sobre mí.

– Mi madre es húngara, pero proviene de una vieja familia austríaca -indiqué-. Conoció a mi padre en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los dos trabajaban en un hospital de campaña. Después de la guerra se mudaron a los Estados Unidos y luego fueron a Sudáfrica.

– ¿Por qué a Sudáfrica?

– Mi madre quería ver a unos parientes que vivían ahí.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– Tengo dos hermanos que se llevan un año. El mayor tiene veintiséis ahora.

Tenía los ojos fijos en mí. Con una facilidad sin precedentes me desahogué de sentimientos dolorosos que había reprimido siempre. Le conté que mi infancia fue muy solitaria. Mis hermanos no me hicieron caso nunca, porque era niña. De chica solían atarme con una cuerda y engancharme a un poste, como un perro, mientras ellos corrían y jugaban fútbol en todo el patio. A mí sólo me quedaba jalar de la cuerda y ver cómo se divertían. Después, cuando ya era más grande, me ponía a correr tras ellos. No obstante, para entonces ambos tenían bicicleta y siempre me quedaba atrás. Cuando me quejaba con mi madre, su respuesta habitual era que así son los niños y que yo debía jugar con muñecas y ayudar en la casa.

– Tu madre te educó a la tradicional manera europea -señaló Clara.

– Ya lo sé, pero eso no me sirve de consuelo.