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Una vez empezando, no parecía haber manera de dejar de hablar acerca de mi vida. Le conté que yo tenía que quedarme en casa, mientras mis hermanos se iban de viaje y después a la escuela. Deseaba vivir las mismas aventuras que ellos, pero según mi madre las niñas debíamos aprender a tender camas y a planchar la ropa. "Es aventura suficiente cuidar a una familia -solía decir-. Las mujeres nacemos para obedecer." Estaba al borde de las lágrimas cuando le conté a Clara que, desde que tenía uso de razón, debía servir a tres amos: mi padre y mis dos hermanos.

– Suena bastante pesado -comentó.

– Era horrible. Me fui de casa para alejarme lo más posible de ellos -expliqué-. Y también para vivir aventuras. Sin embargo, hasta ahora no he conocido mucha diversión ni grandes emociones. Supongo que simplemente no fui criada para vivir una vida feliz y despreocupada.

Describir mi vida a una completa desconocida me provocó un estado de extrema ansiedad. Me callé y miré a Clara, en espera de una reacción que aliviara mi ansiedad o bien la incrementara al punto de hacerme cambiar de opinión y no acompañarla después de todo.

– Bueno, al parecer sólo hay una cosa que sabes hacer muy bien y no veo por qué no habrías de aprovecharla al máximo -declaró.

Pensé que se refería a mi talento para dibujar o pintar, pero agregó, para mi total mortificación:

– Lo único que sabes hacer bien es sentir lástima por ti misma.

Apreté los dedos en el tirador de la portezuela.

– No es cierto -protesté-. ¿Quién te crees para decirme eso?

Rompió a reír y meneó la cabeza.

– Tú y yo somos muy parecidas -indicó-. Nos enseñaron a ser pasivas, serviles y a adaptarnos a las circunstancias, pero por dentro estamos hirviendo. Somos como un volcán a punto de hacer erupción, y lo que aumenta nuestra frustración aún más es el hecho de no tener sueños o expectativas, excepto el de conocer algún día al hombre perfecto que nos rescatará de nuestra infelicidad.

Me dejó sin habla.

– ¿Y bien? ¿Tengo razón? ¿Tengo razón? -preguntó una y otra vez-. Sé sincera. ¿Tengo razón o no?

Apreté los puños, dispuesta a insultarla. Clara esbozó una sonrisa cálida. Emanaba tal vigor y bienestar que no sentí necesidad de mentir o de ocultar mis sentimientos.

– Sí, diste justo en el clavo -admití.

Tuve que aceptar que sólo otorgaba sentido a mi monótona existencia, además de mi trabajo artístico, la vaga esperanza de algún día conocer a un hombre que me comprendiera y supiera apreciar que era una persona especial.

– A lo mejor tu vida va a cambiar y engrandecer -afirmó en tono promisorio.

Se subió a su coche y con la mano me señaló que la siguiera. En ese momento me di cuenta de que Clara no me había preguntado si llevaba pasaporte, ropa o dinero suficientes, o si tenía otras obligaciones. El hecho no me asustó ni me desalentó. No sé por qué, pero al soltar el freno de mano y ponerme en movimiento, estaba segura de haber tomado la decisión correcta. Quizá mi vida iba a cambiar después de todo.

2

Después de manejar continuamente por más de tres horas, nos detuvimos a comer en la ciudad de Guaymas. Mientras esperaba que llegara la comida, eché un vistazo a la estrecha calle que bordeaba la bahía. Un grupo de muchachos sin camisas pateaba una pelota; más allá, unos obreros colocaban ladrillos en una obra; otros más tomaban su descanso de mediodía bebiendo refrescos de botella, apoyados en unos montones de sacos de cemento sin abrir. No pude menos que pensar que en México todo parecía más ruidoso y polvoriento.

– En este restaurante sirven un caldo de tortuga exquisito -dijo Clara, recuperando mi atención.

Justo en ese momento una sonriente mesera, dueña de un diente incisivo de color plateado, colocó dos tazones del caldo en la mesa. Clara intercambió unas palabras cordiales con ella en español, antes de que la mesera se apurara a atender a otros clientes.

– No he probado nunca el caldo de tortuga -comenté al tomar una cuchara y examinarla para ver si estaba limpia.

– Te espera un verdadero agasajo -replicó Clara, observando cómo limpiaba la cuchara con una servilleta de papel.

Con renuencia probé una cucharada de caldo. Los trocitos de carne blanca que flotaban en una cremosa base de jitomate en efecto eran deliciosos.

Tomé varias cucharadas de caldo antes de preguntar:

– ¿De dónde sacan las tortugas?

Clara señaló por la ventana.

– De esta bahía.

Un apuesto hombre de edad madura que estaba sentado a la mesa al lado de la nuestra volvió hacia mí y me guiñó el ojo. Su gesto me pareció más un intento por hacerse el gracioso que una insinuación sexual. Se inclinó hacia mí, como si le hubiéramos dirigido la palabra.

– La tortuga que está comiendo ahora era muy grande -dijo en inglés, con un marcado acento.

Clara me miró y alzó las cejas, como si no pudiera creer tanta audacia por parte de un desconocido.

– Esta tortuga era tan grande que alimentaría a una docena de personas hambrientas -prosiguió el hombre-. Las atrapan en el mar. Se requiere varios hombres para agarrar a una sola.

– Supongo que las arponean como a las ballenas -comenté.

El hombre hábilmente acercó su silla a nuestra mesa.

– No, creo que usan grandes redes -afirmó-. Luego las aporrean hasta dejarlas inconscientes, antes de abrirles los vientres. Así la carne no se pone demasiado dura.

Mi apetito se esfumó. Lo último que deseaba era que un agresivo e insensible desconocido se pasara a nuestra mesa, pero no sabía cómo manejar la situación.

– A propósito de comida, Guaymas tiene fama por sus camarones gigantes -continuó el hombre con una sonrisa cautivadora-. Permítanme pedirles unos.

– Ya lo hice -replicó Clara bruscamente.

En ese momento regresó nuestra mesera, cargando un plato rebosante de los camarones más grandes que había visto en mi vida. Hubieran bastado para un banquete y definitivamente era mucho más de lo que Clara y yo podríamos comer, por mucha hambre que tuviésemos.

Nuestro indeseable compañero me miró, a la espera de una invitación para compartir nuestra comida. De haber estado sola, hubiera logrado pegarse aun contra mi voluntad. Sin embargo, Clara tenía otros planes y reaccionó de manera decisiva. Se puso de pie con agilidad felina, enfrentó al hombre adoptando una actitud amenazadora y lo miró directamente a los ojos.

– ¡Vete a la chingada, pendejo! -vociferó en español-. ¡Cómo te atreves a sentarte en nuestra mesa! ¡Mi sobrina no es ninguna pinche puta!

Su actitud emanaba tal fuerza y el tono de su voz era tan ofensivo que se paralizó toda actividad en el lugar. Todos los ojos se clavaron en nuestra mesa. El hombre se encogió de manera tan lastimosa que sentí pena por él. Se escurrió de la silla y salió del restaurante casi reptando.

– Sé que has sido entrenada para dejar que los hombres te saquen ventaja por el simple hecho de ser hombres -comentó Clara una vez que se había vuelto a sentar-. Siempre has tratado con amabilidad a los hombres y te han chupado todo lo que tienes. ¡¿No sabías que los hombres se alimentan de la energía de las mujeres?!

Sentía demasiada vergüenza para discutir con ella. Percibía todas las miradas en el lugar fijas sobre mí.

– Dejas que te mangoneen porque les tienes lástima -prosiguió Clara-. En lo más recóndito de tu corazón ansías cuidar a un hombre, a cualquier hombre. Si ese idiota hubiera sido mujer, tú misma no hubieras permitido nunca que se sentara a nuestra mesa.

Había perdido el apetito por completo. Me enfurruñé, pensativa.

– Veo que toqué una llaga -indicó Clara, con una sonrisa vana.

– Armaste un escándalo; fuiste grosera -declaré con tono de reproche.

– Es cierto -replicó, riéndose-. Pero casi lo maté del susto.

Su expresión era tan franca y parecía tan feliz que por fin pude reír, al recordar el sobresalto del hombre.

– Soy igual que mi madre -rezongué-. Consiguió hacer de mí un ratón en lo que se refiere a los hombres.

En el instante en que di expresión a este pensamiento, desapareció mi depresión y volví a sentir hambre. Me acabé casi todo el plato de camarones.

– No hay nada que se compare a principiar una nueva etapa en la vida con la barriga llena y el corazón contento -declaró Clara.

Una punzada de temor me confirió una sensación de pesadez en el estómago. A causa de toda la emoción se me había pasado por completo interrogar a Clara acerca de su casa. Tal vez era una choza, como las que había visto al lado del camino durante todo el viaje. ¿Qué clase de comida me serviría? Quizá ésa sería mi última comida buena. ¿Podría tomar el agua? Me imaginé enferma de agudos problemas intestinales. No sabía cómo preguntar a Clara acerca del alojamiento, sin parecer ofensiva o malagradecida. Clara me miró con ojos críticos. Pareció percibir mi agitación.

– México es un lugar duro -afirmó-. No es posible bajar la guardia ni por un instante. Pero ya te acostumbrarás.