Выбрать главу

Me levanté gritando. Clara estaba riéndose con tal fuerza que no podía hablar. Hubiera jurado que Manfredo se reía también. Se encontraba regocijadísimo, instalado detrás de Clara y mirándome de reojo mientras rascaba el piso con sus enormes patas delanteras.

Sentí tal furia que vociferé:

– ¡Carajo! ¡Sapo de mierda!

El perro saltó instantáneamente y me embistió con la cabeza. Caí de espaldas en el piso, con el animal encima de mí. Su mandíbula quedó a centímetros de mi cara. Percibí una expresión de rabia en sus ojos amarillos. El olor de su fétido aliento bastaba para hacer vomitar a cualquiera, y yo definitivamente estaba a punto de hacerlo. Entre más fuertes las voces de auxilio que dirigía a Clara, para que quitase al maldito perro de encima, más feroces se hicieron sus gruñidos. Estaba a punto de desmayarme del miedo cuando escuché a Clara gritar, por encima de los gruñidos del perro y mis voces:

– ¡Dile lo que te dije, díselo pronto!

Me encontraba demasiado aterrada para hablar. Exasperada, Clara trató de mover al perro jalándolo de las orejas, pero sólo logró enfurecer más a la bestia.

– ¡Díselo! ¡Dile lo que te dije! -gritó Clara.

Mi terror me impidió recordar lo que debía decirle. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando me escuché gritar:

– Mil perdones. Clara es la que parece un sapo.

En el acto el perro dejó de gruñir y se quitó de mi pecho. Clara me ayudó a levantarme y me llevó al sofá. El perro nos acompañó, como si quisiera ayudarla. Clara me hizo beber un poco de agua tibia, la cual me dio más náuseas todavía. Apenas conseguí llegar al baño, antes de volver el estómago en forma violenta.

Más tarde, mientras descansaba en la sala, Clara sugirió que viéramos el libro sobre sapos con Manfredo, para darme la oportunidad de repetir que Clara era la que parecía un sapo blanco. Advirtió que debía borrar todo vestigio de confusión de la mente de Manfredo.

– El ser perro lo hace muy mezquino -explicó-. ¡Pobrecito! No quiere ser así, pero no puede evitarlo. Se le inflama el ánimo cada vez que cree percibir una burla en su contra.

Le dije que en mi estado no sería capaz de realizar más experimentos en psicología canina. No obstante, Clara insistió en llevar el juego hasta el final. En cuanto hubo abierto el libro, Manfredo se acercó para ver las ilustraciones. Clara bromeó y se burló del extraño aspecto de los sapos; algunos de ellos eran definitivamente feos. Reaccioné y le seguí la corriente. Pronuncié la palabra sapo y "toad", en inglés, las más veces y lo más fuerte que pude en el contexto de nuestra absurda conversación. Sin embargo, no hubo ninguna reacción por parte de Manfredo. Parecía tan aburrido como cuando primero entró en la sala.

Cuando con voz fuerte dije, según habíamos acordado, que Clara decididamente parecía un sapo blanco, Manfredo de inmediato se puso a mover la cola y dio indicios de auténtica animación. Repetí la frase clave varias veces; entre más la repetía, más se excitaba el perro. Entonces me llegó una repentina inspiración y afirmé que yo era un sapo flaco empeñado en ser algún día un sapo gordo igual que Clara. Al escucharme, el perro saltó como si le hubieran asestado una descarga eléctrica. Clara indicó:

– Estás llevando esto demasiado lejos, Taisha.

Manfredo en verdad no pareció capaz de aguantar más su exaltación y salió corriendo del cuarto.

Aturdida, me recosté en el sofá. En lo más profundo de mi ser, a pesar de toda la evidencia circunstancial que apoyaba el hecho, aún no me convencía de que un perro pudiese reaccionar a un apodo despectivo en la forma en que Manfredo lo había hecho.

– Dime, Clara -pedí-, ¿cuál es el truco? ¿Cómo entrenaste a tu perro para reaccionar en esa forma?

– Lo que presenciaste no es ningún truco -replicó-. Manfredo es un misterio, un ser desconocido. Sólo hay un hombre en el mundo quien puede decirle sapo o sapito en la cara sin incitar su ira. Lo conocerás un día de estos. Es el responsable del misterio de Manfredo. Por lo tanto, sólo él puede explicártelo.

Clara se puso de pie abruptamente.

– Has tenido un día pesado -afirmó, entregándome el quinqué-. Creo que es hora de que te acuestes.

Me acompañó al cuarto que me había asignado.

– Adentro encontrarás todo lo que puedas necesitar -indicó-. La bacinica está debajo de la cama, por si te da miedo salir al baño. Espero que estés cómoda.

Tras darme una palmadita en el brazo desapareció en la oscuridad del pasillo. Yo no tenía la menor idea de dónde se encontraba su recámara. Me pregunté si estaría en el ala de la casa que tenía prohibido pisar. Se había despedido de una manera tan extraña que por un momento me quedé sosteniendo el tirador de la puerta, infiriendo toda clase de cosas.

Entré a mi cuarto. El quinqué de gasolina lo salpicó todo de sombras. En el piso había un dibujo de remolinos proyectado por el florero que había visto en la sala y que Clara debió colocar sobre la mesa. El baúl tallado en madera formaba una masa de tenues matices de gris; los postes de la cama eran líneas serpenteantes que subían por la pared como culebras. En el acto entendí la presencia del juguetero de caoba lleno de figurillas y objetos de esmalte tabicado. La luz del quinqué los había transformado por completo, creando un mundo fantástico. Se me ocurrió que el esmalte tabicado y la porcelana no van con la luz eléctrica.

Quería explorar el cuarto, pero estaba agotadísima. Puse el quinqué sobre la pequeña mesa junto a la cama y me desvestí. Sobre el respaldo de una silla estaba tendido un camisón blanco de muselina que me puse. Pareció quedarme; al menos no colgaba en el piso.

Me metí a la cama blanda y me acosté con la espalda apoyada en las almohadas. No apagué la luz de inmediato; me quedé intrigada, observando las sombras surrealistas. Recordé el juego al que de niña solía entregarme a la hora de ir a la cama: contaba el número de sombras que podía identificar en las paredes de mi cuarto.

La brisa que entraba por la ventana medio abierta hizo revolotear las sombras sobre las paredes. Agotada como estaba, me imaginé ver figuras de animales, árboles y pájaros volando. Enmedio de un haz de luz grisácea, distinguí el tenue perfil de la cara de un perro. Tenía las orejas redondas y un hocico chato y arrugado. Pareció guiñarme el ojo. Sabía que era Manfredo.

Extrañas sensaciones y preguntas inundaron mi mente. ¿Cómo debía clasificar los acontecimientos del día? No lograba explicar ninguno de ellos de manera satisfactoria. Lo más extraordinario era la certeza de saber que mi último comentario -el que yo era un sapo flaco en proceso de ser igual que Clara- había establecido un lazo de empatía entre Manfredo y yo. También sabía de cierto que era imposible pensar en él como un perro ordinario y que ya no le tenía miedo. Aunque se me hiciera difícil creer, Manfredo parecía poseer una inteligencia especial que le permitía comprender lo que Clara y yo estábamos diciendo.

El viento de súbito separó las cortinas y disolvió las sombras en medio de una trémula ráfaga de tela centelleante. La cara del perro empezó a fundirse con las otras marcas sobre la pared, las cuales me imaginé como unos hechizos que me otorgarían fuerza para enfrentar la noche.

Pensé que era extraordinario que la mente pudiera ser capaz de proyectar sus experiencias sobre una pared vacía, como si fuera una cámara que ha almacenado un metraje interminable de película.

Las sombras oscilaron cuando bajé la mecha de la lámpara, al desvanecerse el último rastro de luz en la habitación, hundiéndome en la oscuridad total. No me dio miedo la oscuridad ni me angustiaba el hecho de encontrarme en una cama y una casa extrañas. Clara había dicho que era mi cuarto; después del corto rato que llevaba en él, ya me sentía por completo en mi elemento. Tenía la intensa sensación de estar protegida.