– No te entregues a un estado de ánimo tan morboso -dijo Clara, definitivamente entrometiéndose en mis pensamientos-. Al traerte aquí sólo quise ayudar a prepararte para encarar la vida con un poco más de gracia. Pero lo único que he logrado, al parecer, es poner en movimiento una avalancha de sospechas y temores mezquinos.
Me sentí auténticamente avergonzada por haber tenido pensamientos tan morbosos. Resultaba desconcertante cómo pudo acertar con tal precisión acerca de mis sospechas y temores y cómo calmó mi agitación interna con un solo golpe directo de palabras. Deseé que me fuese posible pedir disculpas y revelarle lo que estaba pasando por mi mente, pero no estaba dispuesta a hacerlo; hubiera aumentado más aún mi desventaja.
– Tienes un curioso poder para tranquilizar la mente, Clara -dije en cambio-. ¿Aprendiste a hacer esto en el Oriente?
– No es una gran hazaña -admitió-, no porque tu mente sea fácil de tranquilizar, sino porque todos somos iguales. Para conocerte en detalle sólo tengo que conocerme a mí misma. Y te prometo que me conozco.
"Ahora sigamos caminando. Quiero llegar a la cueva antes de que te derrumbes por completo.
– Dime otra vez, Clara, ¿qué vamos a hacer en esa cueva? -pregunté, sin deseos de echar a caminar nuevamente.
– Voy a enseñarte cosas inimaginables.
– ¿Qué cosas inimaginables?
– Lo sabrás pronto -dijo, mirándome con los ojos muy abiertos.
Ansiaba contar con más información, pero antes de que pudiera entablar conversación con ella ya había subido la mitad, de la ladera siguiente. Arrastrando los pies, la seguí otros 400 metros, más o menos, hasta que por fin nos sentamos junto a un arroyo. Ahí el follaje de los árboles era tan denso que ya no alcanzaba a ver el cielo. Me quité los botines. Tenía una ampolla en el talón.
Clara recogió un palo duro y puntiagudo y me picó los pies en el espacio entre el dedo gordo y el segundo. Algo parecido a una suave corriente de electricidad se precipitó por mis pantorrillas y la parte interna de mis muslos. Luego hizo que me pusiera a gatas; tomando cada pie a su vez, los volteó plantas arriba y me picó en el punto ubicado justo debajo de la protuberancia del dedo gordo. Proferí un grito de dolor.
– No fue tan doloroso -afirmó, en el tono de alguien acostumbrado a tratar con personas enfermas-. Los médicos chinos de la época clásica solían aplicar esa técnica para dar una sacudida o revivir a los débiles, o bien para lograr un estado único de atención. Pero hoy en día ese conocimiento clásico está desapareciendo.
– ¿A qué se debe eso, Clara?
– A que el énfasis en el materialismo ha hecho que el hombre se aleje de las exploraciones esotéricas.
– ¿A eso te referías cuando en el desierto me dijiste que se había roto el lazo con el pasado?
– Sí. Un gran trastorno siempre provoca cambios profundos en la formación de energía de las cosas. Cambios que no siempre son beneficiosos.
Me ordenó meter los pies al arroyo y sentir las piedras pulidas en el fondo. El agua estaba helada e hizo que me estremeciera involuntariamente.
– Mueve los pies desde los tobillos en un círculo con el sentido del reloj -sugirió-. Deja que el agua corriente se lleve tu fatiga.
Después de hacer girar los tobillos por varios minutos, me sentí más fresca, pero tenía los pies casi congelados.
– Ahora trata de sentir cómo toda tu tensión fluye hasta tus pies, y luego sácala con un rápido movimiento lateral de los tobillos -indicó Clara-. Así también se te quitará el frío.
Me puse a mover los pies de lado en el agua hasta que los sentí completamente entumidos.
– No creo que esto esté funcionando, Clara -dije al sacar los pies.
– Eso es porque no estás dirigiendo la tensión hacia afuera de ti -explicó-. El agua corriente se lleva la fatiga, el frío, la enfermedad y cualquier otra cosa indeseable, pero a fin de que esto suceda debes enfocar tu intento en ello. De otro modo podrás mover los pies de lado hasta que el arroyo se seque, sin resultado alguno.
Agregó que al hacer el ejercicio en la cama, uno debía usar la imaginación para representarse mentalmente una corriente de agua en movimiento.
– ¿A qué te refieres exactamente con eso de "enfocar el intento en ello"? -pregunté mientras me secaba los pies con las mangas de la chamarra. Tras frotarlos vigorosamente, por fin se calentaron.
– El intento es la fuerza que sostiene el universo -indicó-. Es la fuerza que otorga foco a todo. Hace posible el mundo mismo.
No pude creer que estuviera escuchando cada una de sus palabras. Definitivamente hubo un gran cambio en mí, mi indiferencia aburrida de costumbre se había transformado en un estado sumamente insólito de alerta. No era que entendiese lo que Clara estaba diciendo, porque no lo entendía. Lo que me sorprendió fue el hecho de poder escucharla sin molestarme o distraerme.
– ¿Puedes describir esa fuerza con mayor claridad? -pregunté.
– En realidad no hay forma de hablar de ella, salvo en sentido metafórico -indicó. Barrió el suelo con la suela del zapato, apartando las hojas secas-. Debajo de las hojas secas está el suelo, la enorme Tierra. El intento es el principio que está debajo de todo.
Clara metió las manos ahuecadas en el agua y se salpicó la cara. De nuevo me maravillé ante la ausencia de arrugas en su piel. Esta vez hice un comentario acerca de su apariencia juvenil.
– Mi aspecto es cuestión de mantener mi ser interno en equilibrio con el entorno -explicó, sacudiéndose el agua de las manos-. Todo lo que hacemos estriba en ese equilibrio. Podemos ser jóvenes y vibrantes, como este arroyo, o viejos y ominosos, como los montes de lava en Arizona. Depende de nosotros.
Me sorprendí al preguntarle, como si yo creyera lo que ella estaba diciendo, si existía una forma en la que yo pudiese adquirir ese equilibrio.
Asintió con la cabeza.
– Claro que puedes -replicó-. Y lo harás, al practicar el ejercicio único que te enseñaré: la recapitulación.
– No puedo esperar -afirmé, emocionada, poniéndome los botines. Luego, por ninguna razón explicable, me puse tan agitada que me levanté de un salto y pregunté-: ¿no deberíamos ponernos en camino otra vez?
– Ya llegamos -anunció Clara y señaló una pequeña cueva en la ladera de un cerro.
Al contemplarla, mi emoción se disipó. El agujero abierto tenía el aire de un presagio siniestro y al mismo tiempo incitante. Sentí el impulso claro de explorarlo, pero me daba miedo lo que pudiese hallar en el interior.
Sospeché que nos encontrábamos en algún lugar cerca de su casa, una idea que me resultó reconfortante. Clara me informó que ése era un lugar de poder, un sitio que los antiguos geománticos de China, los practicantes del feng-shui, indudablemente hubiesen elegido para construir un templo.
– Aquí, los elementos del agua, la madera y el aire se encuentran en perfecta armonía -dijo-. Aquí, la energía circula con abundancia. Verás a qué me refiero cuando estés adentro de la cueva. Debes usar la energía de este lugar único para purificarte.
– ¿Estás diciendo que debo quedarme aquí?
– ¿No sabías que en el antiguo Oriente los monjes y los sabios solían retirarse a las cuevas? -preguntó-. El estar rodeados por la tierra les ayudaba a meditar.
Me instó a meterme a la cueva. Armándome de valor, entré despacio, alejando de mi mente toda preocupación de murciélagos y arañas. La cueva estaba oscura y fresca y sólo había espacio para una persona. Clara me indicó que me sentara con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en la pared. Titubeé, porque no quería ensuciar la chamarra, pero una vez recostada ahí me dio gusto poder descansar. Aunque tenía el techo cerca de la cabeza y el suelo duro contra el coxis, no sentí claustrofobia. Una corriente de aire, suave y casi imperceptible, circulaba en la cueva. Me sentí fortalecida, exactamente como Clara había dicho. Estaba a punto de quitarme la chamarra para sentarme en ella cuando Clara habló, agachada a la boca de la cueva.