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– No es que acepte ni por un momento lo que estás diciendo, Clara -afirmé-, pero por simple curiosidad dime cómo fue que llegaste a una noción tan absurda. Alguien te aleccionó sobre todo esto, ¿verdad?

– Sí, mi maestro me explicó todo ello. Al principio tampoco le creí -admitió-, pero también me enseñó el arte de la libertad, y eso significa que aprendí a ver el flujo de energía. Ahora sé que sus apreciaciones eran ciertas, porque yo misma puedo distinguir los filamentos parecidos a gusanos en los cuerpos de las mujeres. Tú, por ejemplo, tienes varios, y todos siguen activos.

– Supongamos que sea verdad, Clara -dije, desasosegada-. Aunque sólo sea para continuar la discusión, déjame preguntarte por qué habría de ser posible una cosa así. ¿No es este flujo unilateral de la energía injusto con las mujeres?

– ¡El mundo entero es injusto con las mujeres! -exclamó-. Pero no se trata de eso.

– ¿De qué se trata, Clara? Sé que no lo he entendido.

– En nuestro caso, el imperativo de la naturaleza es perpetuar la especie humana -explicó-. A fin de asegurar esto, las mujeres deben soportar una carga excesiva en el nivel básico de su energía. Y eso significa un flujo de energía que las agota.

– Pero aún no explicas por qué tiene que ser así -protesté, aunque la fuerza de sus convicciones ya comenzaba a hacerme vacilar.

– Las mujeres constituyen el fundamento para la perpetuación de la especie humana -replicó Clara-. La mayor parte de la energía proviene de ellas, no sólo al gestar, parir y alimentar a su prole, sino también para asegurar que el hombre juegue el papel que le corresponde en todo este proceso.

Clara explicó que dicho proceso, en el caso ideal, asegura que la mujer alimenta energéticamente a su hombre, a través de los filamentos depositados por él en su cuerpo, de modo que el hombre desarrolla una misteriosa dependencia hacia ella en un nivel etéreo. Esto se manifiesta en la conducta patente del hombre, al regresar una y otra vez con la misma mujer, a fin de conservar su fuente de subsistencia. De esta manera, afirmó Clara, la naturaleza asegura que los hombres, además del impulso inmediato de la gratificación sexual, establezcan lazos más permanentes con las mujeres.

– Las fibras de energía depositadas en las matrices de las mujeres también se funden con la composición energética de la prole, en caso de que ocurra la concepción -profundizó Clara-. Posiblemente se trate de los rudimentos de los lazos familiares, porque la energía del padre se funde con la del feto y permite al hombre sentir que el hijo es suyo. Estos son algunos de los hechos de la vida que una madre nunca cuenta a su hija, simplemente porque no los sabe. A las mujeres se les educa para ser fácilmente seducidas por los hombres, sin tener la menor idea de las consecuencias del coito, en términos de la pérdida de energía que produce en ellas. De eso se trata y eso es lo que es injusto.

Al escuchar hablar a Clara, tuve que admitir que una parte de lo que decía tenía sentido para mí en un recóndito nivel corporal. Me instó a no aceptar o rechazar su argumento simplemente, sino a meditarlo a fondo y a evaluar lo dicho por ella de manera valiente, sin prejuicios e inteligentemente.

– Es ya bastante malo que un hombre deje líneas de energía en el cuerpo de una mujer -prosiguió Clara-, aunque es necesario para tener prole y para asegurar la supervivencia de ésta. Pero llevar dentro las líneas de energía de diez o veinte hombres, alimentándose de su luminosidad, es más de lo que cualquiera puede soportar. Con razón las mujeres no consiguen nunca levantar la cabeza.

– ¿Puede una mujer deshacerse de esas líneas? -pregunté, cada vez más convencida de que había algo de verdad en lo que Clara decía.

– Una mujer carga esos gusanos luminosos por siete años -indicó Clara-; después de este tiempo, desaparecen o se desvanecen. Pero lo más funesto es que, cuando los siete años están a punto de cumplirse, todo el ejército de gusanos, desde el primer hombre que tuvo una mujer hasta el último, empieza a agitarse al mismo tiempo, de modo que la mujer se siente impulsada a tener relaciones sexuales de nuevo. Entonces todos los gusanos vuelven a la vida con más fuerza que nunca, a fin de alimentarse con la energía luminosa de la mujer durante otros siete años. En verdad es un ciclo sin fin.

– ¿Y si la mujer es célibe? -pregunté-. ¿Los gusanos se extinguen sin más?

– Sí, si logra resistirse al sexo por siete años. Pero es casi imposible para una mujer guardar este tipo de celibato en nuestra época, a menos que se haga monja o tenga el dinero suficiente para mantenerse. E incluso en estos casos requiere una forma de pensar totalmente distinta.

– ¿Por qué es eso, Clara?

– Porque no sólo constituye un imperativo biológico que las mujeres tengan relaciones sexuales, sino también un mandato social.

Entonces Clara me dio un ejemplo sumamente desconcertante y perturbador. Según afirmó, puesto que somos incapaces de ver el flujo de energía, es posible que sin necesidad estemos perpetuando patrones de comportamiento o interpretaciones emocionales relacionados con dicho flujo invisible de energía. Por ejemplo, es equivocada la exigencia social de que las mujeres se casen o al menos se ofrezcan a los hombres, así como también es equivocado que las mujeres no se sientan realizadas a menos de tener el semen de un hombre dentro de ellas. Es cierto que las líneas de energía de un hombre les otorgan un propósito y las obligan a cumplir con sus destinos biológicos: alimentar a los hombres y a su prole. Pero los seres humanos son lo bastante inteligentes como para exigirse algo más que sólo cumplir con el imperativo de la reproducción. Afirmó que evolucionar, por ejemplo, representa un imperativo igual en importancia, si no es que mayor, que reproducirse; y que, en este caso, evolucionar implica despertar a las mujeres a que vean su verdadero papel en el esquema energético de la reproducción.

Entonces pasó a un nivel personal y señaló que yo, al igual que todas las mujeres, fui educada por una madre que consideraba como su función principal educarme para que hallara a un marido conveniente y no sufriera el estigma de ser una solterona. En realidad fui criada, como un animal, para tener relaciones sexuales, sea cual fuera el nombre que mi madre eligió darle.

– Tú, al igual que todas las mujeres, has sido engañada y obligada a someterte -declaró Clara-. Y lo más triste es que te encuentras atrapada dentro de este patrón, aunque no pienses procrear.

Sus aseveraciones eran tan inquietantes que me reí de los puros nervios. Clara no se perturbó en absoluto.

– Quizá todo esto sea verdad, Clara -dije, esforzándome por no sonar condescendiente-. Pero en mi caso, ¿qué cambiará con ponerme a recordar el pasado? ¿No está todo ya hecho y punto?

– Sólo puedo decirte que para despertar debes romper un círculo vicioso -replicó, mientras sus ojos verdes me escudriñaban en forma curiosa.

Reiteré que no creía sus teorías acerca de diabólicos imperativos biológicos ni hombres vampirescos que sangraban la energía de las mujeres, y argumenté que el simple sentarme en una cueva a recordar no cambiaría nada.

– Hay ciertas cosas en las que sencillamente no quiero volver a pensar nunca -dije bruscamente y di un puñetazo a la mesa de la cocina. Me puse de pie, dispuesta a irme, y le informé que no quería saber nada más sobre la recapitulación, la lista de nombres ni ningún imperativo biológico.

– Hagamos un trato -sugirió Clara, con el aire de un comerciante disponiéndose a defraudar a un cliente-. Eres una persona justa; te gusta ser honorable. Propongo que lleguemos a un acuerdo.

– ¿Qué clase de acuerdo? -pregunté con creciente inquietud.

Arrancó una hoja del cuaderno y me la entregó.

– Quiero que redactes y firmes una garantía promisoria declarando que intentarás el ejercicio de recapitulación durante un mes solamente. Si al cabo de un mes no percibes ningún incremento en tu energía ni mejoría alguna en tus sentimientos hacia ti misma o hacia la vida en general, estarás en libertad para regresar a tu hogar, dondequiera que eso esté. Si tal resulta ser tu caso, simplemente podrás descartar toda la experiencia como la petición extravagante de una mujer excéntrica.