No pretendo afirmar que mi compromiso con el mundo de la brujería haya bastado, por sí solo, para asegurar mi éxito en este sentido. La atracción del mundo diario es tan fuerte y constante que todos los brujos, pese a la más asidua disciplina, una y otra vez se hallan sumidos en lo más vil del terror, la estupidez y la preocupación por sí mismos, como si su disciplina no sirviese para nada. Mis maestros me advirtieron que yo no era la excepción y que sólo una lucha implacable librada de minuto a minuto consigue contrarrestar la estupidizante, pero natural insistencia a resistir cualquier cambio.
Tras examinar cuidadosamente mis objetivos finales he llegado -junto con mis compañeros- a la conclusión de que he de describir mi preparación, a fin de recalcar para quienes van en pos de lo desconocido la importancia de desarrollar la capacidad de percibir más de lo que nos es posible con la percepción normal. Tal aumento de la percepción debe constituir una nueva forma, mesurada y pragmática, de percibir. De ningún modo puede constituir, simplemente, la continuación de la percepción del mundo cotidiano.
Los sucesos narrados por mí en este texto tratan sobre las etapas iniciales del entrenamiento de un brujo acechador. Esta fase entraña depurar las maneras habituales de pensar, actuar y sentir por medio de una empresa tradicional de la brujería llamada la "recapitulación", que todos los neófitos deben llevar a cabo. Como complemento de la recapitulación se me enseñó una serie de prácticas llamadas "pases brujos", combinación de movimiento y respiración. A fin de dar a dichas prácticas la coherencia adecuada, mi instrucción incluyó las explicaciones de las premisas filosóficas correspondientes.
El objetivo de todo lo que aprendí fue redistribuir y aumentar mi energía normal con el fin de realizar con ella la percepción fuera de lo ordinario que es parte del entrenamiento en la brujería. Este entrenamiento se basa en la idea de que, una vez roto, por medio de la recapitulación, el patrón compulsivo de los hábitos, pensamientos, expectativas y sentimientos, uno se encuentra, de manera indisputable, en situación de acumular energía suficiente para vivir de acuerdo con las premisas brindadas por la tradición de la brujería, así como para probar dichas premisas mediante la percepción directa de una realidad diferente.
1
Caminé hasta un lugar solitario, alejado de la carretera y el paso de la gente, para dibujar las sombras que las primeras horas de la mañana proyectaban sobre los extraordinarios cerros de lava que bordean el Gran Desierto en el sur de Arizona. Las rocas dentadas de color café oscuro centelleaban al estallar sobre sus picos los rayos del sol. El suelo a mi alrededor estaba salpicado de enormes trozos de piedra porosa, vestigios de la lava derramada por una gigantesca erupción volcánica. Poniéndome cómoda sobre una gran peña, me olvidé de todo dejándome absorber por el trabajo, como a menudo me ocurría en ese lugar austero y hermoso. Había terminado de esbozar los promontorios y las depresiones de los cerros distantes cuando reparé en una mujer que me estaba observando. Me irritó sobremanera que alguien se atreviese a invadir mi soledad y me esforcé al máximo por hacer caso omiso de ella. Sin embargo, cuando se acercó para observar mi trabajo me volví enfadada para encararla.
Los altos pómulos y el cabello negro que le llegaba a los hombros le daban un aspecto eurasiático. Su cutis era terso y cremoso, lo cual dificultaba calcular su edad; podía tener cualquier cosa entre treinta y cincuenta años. Medía tal vez unos cinco centímetros más que yo, es decir, aproximadamente un metro con setenta y cinco centímetros, pero debido a su complexión robusta daba la impresión de ser mucho más alta. Sus pantalones de seda negros y la chaqueta estilo oriental que llevaba parecían cubrir un cuerpo en excelentes condiciones físicas.
Me fijé en sus ojos, que eran verdes y resplandecientes. Bajo su destello amistoso se esfumó mi enojo y de improviso me hallé haciéndole una pregunta tonta:
– ¿Usted vive por aquí?
– No -replicó, avanzando hacia mí-. Voy camino al puesto fronterizo de Sonoyta. Me detuve a estirar las piernas y llegué hasta este sitio desolado. El encontrar a una persona aquí, tan lejos de todo, me sorprendió tanto que no pude más que entrometerme de esta manera. Permita que me presente. Me llamo Clara Grau.
Alargó la mano. Se la estreché y sin la menor vacilación empecé a contarle que al nacer yo había recibido el nombre de Taisha, pero que posteriormente no les pareció a mis padres lo bastante típico de los Estados Unidos. Comenzaron a decirme Martha, por mi madre. Por mi parte, ya que detestaba este nombre, decidí adoptar el de Mary.
– ¡Qué interesante! -dijo la mujer, pensativa-. Tiene tres nombres muy diferentes. La llamaré Taisha, puesto que es su nombre original.
Me dio gusto que hubiera seleccionado ese nombre. Era el que yo misma había terminado por elegir. Aunque al principio estuve de acuerdo con mis padres en que sonaba demasiado extranjero, sentí tal aversión por el nombre de Martha que acabé por hacer de Taisha mi nombre secreto.
Con tono severo, que de inmediato ocultó tras una sonrisa benigna, la mujer me bombardeó con una serie de afirmaciones disfrazadas de preguntas.
– Usted no es de Arizona -empezó.
Respondí con la verdad, lo cual resultaba insólito en vista de mi costumbre de tratar con cautela a las personas, sobre todo a los desconocidos.
– Vine a Arizona hace un año para trabajar.
– No ha de tener más de veinte años.
– Cumpliré veintiuno en un par de meses.
– Tiene un ligero acento. No parece ser de los Estados Unidos, pero no consigo identificar su nacionalidad exacta.
– Soy estadounidense, pero de niña viví en Alemania -indiqué-. Mi padre es de aquí y mi madre de Hungría. Dejé mi casa al ir a la universidad y no he vuelto. Es extraño, pero no quiero tener nada que ver con mi familia.
– Me imagino que no se llevaba bien con ellos.
– No. Me sentía muy infeliz. No veía la hora de irme de casa.
Sonrió y asintió con la cabeza, como si también conociera ese deseo de escapar.
– ¿Es casada? -preguntó.
– No. No tengo a nadie en el mundo.
Pronuncié la frase con el dejo de autocompasión que siempre me invadía al hablar sobre mí misma.
No hizo ningún comentario al respecto. Sólo siguió hablando con calma y precisión, como para darme confianza y al mismo tiempo comunicar toda la información posible acerca de sí misma con cada una de sus frases.
Mientras hablaba guardé los lápices para dibujar en su estuche, aunque sin apartar los ojos de su rostro. No quería darle la impresión de no estarle haciendo caso.
– Fui hija única y mis padres han muerto -señaló-. La familia de mi padre es mexicana, de Oaxaca. La de mi madre es estadounidense de ascendencia alemana. Son del este del país, pero ahora viven en Phoenix. Acabo de asistir a la boda de uno de mis primos.
– ¿Usted también vive en Phoenix? -pregunté.
– Pasé la mitad de mi vida en Arizona y la otra en México -replicó-. Desde hace algunos años tengo mi casa en el estado mexicano de Sonora.
Me puse a cerrar mi portafolio. Conocer y hablar con esa mujer me había impresionado a tal grado que definitivamente no podría trabajar más ese día.
– También he viajado al Lejano Oriente -afirmó, con lo que reconquistó mi atención-. Ahí aprendí el arte de la acupuntura, además de las marciales y curativas. Incluso estuve varios años en un templo budista.
– ¿De veras?
Eché una mirada a sus ojos. Su expresión era propia de una persona que meditaba mucho. Eran ardientes y al mismo tiempo serenos.