– Vamos a quedarnos aquí sentadas efectuando la respiración de poder y mirando la luz detrás de los ojos -indicó-, hasta que ya no tengas miedo.
– En realidad no sentí tanto miedo -mentí.
– Es que no te viste -replicó Clara-. Desde acá estuve viendo a alguien a punto de desmayarse.
Tenía toda la razón. En mi vida había experimentado un susto tan fuerte como al ver estirarse la sombra de Clara. Recuerdos perdidos brotaron desde profundidades tan olvidadas que por un instante o dos en verdad me sentí niña otra vez.
Volteé la palma de la mano de lado y me miré la punta del dedo, tal como Clara lo había recomendado. Mantuve fijos los ojos y luego desplacé la atención al centro de la frente. No vi ninguna luz, pero gradualmente me tranquilicé.
Casi estaba oscuro. Distinguía la silueta de Clara perfilada a mi lado. Su voz era tranquilizadora; dijo:
– Quedémonos un rato más, para dejar que esa chispa de energía se asiente en tu cuerpo.
– ¿Aprendiste esta técnica en China, Clara? -pregunté.
Meneó la cabeza.
– Te dije que tuve a un maestro aquí en México -indicó, y luego agregó con reverencia- mi maestro fue un hombre extraordinario que dedicó su vida a aprender el arte de la libertad y luego a enseñárnoslo.
– Pero, ¿no es de origen oriental este método de respiración?
Parecía deliberar antes de responder. Pensé que su vacilación se debía al deseo de mantener su reserva.
– ¿Dónde lo aprendió tu maestro? -insistí-. ¿También fue a China?
– Todo lo que sabía se lo aprendió a su maestro -contestó Clara evasivamente.
Cuando le pedí que me contara más acerca de su maestro y lo que éste le había enseñado, Clara pidió disculpas por no encontrarse en posición de profundizar en el tema en ese momento.
– Para entenderlo -explicó-, tendrías que adquirir un tipo especial de energía que por el momento no posees.
Me dio unas palmaditas en la mano.
– No apresures las cosas -dijo compasivamente-. Pensamos enseñarte todo lo que sabemos. ¿Por qué las prisas?
– Siempre me intriga mucho cuando dices "nosotros", Clara, porque tengo la impresión de que hay otras personas en la casa y he empezado a ver y a escuchar cosas que mi razón me dice no pueden ser verdad.
Clara se rió hasta que parecía a punto de caerse de la roca en la que estaba sentada. Su repentino y exagerado estallido me irritó aún más que su negativa a hablar sobre su maestro.
– No sabes lo chistoso que me resulta tu dilema -indicó a manera de explicación-. Me demuestra, exactamente como cuando viste a las sombras moverse, que estás liberando tu energía. Has empezado a vaciar tu almacén. Entre más objetos de tu inventario deseches, más espacio habrá para otras cosas.
– ¿Como qué? -pregunté, aún molesta-. ¿Para ver a las sombras moverse y escuchar voces?
– Quizá -respondió vagamente-. O tal vez incluso veas a las personas a quienes pertenecen las sombras y las voces.
Quería saber a qué personas se refería, pero se negó a decir más al respecto. Se puso de pie en forma abrupta y anunció que quería volver a la casa para prender el dínamo antes de que oscureciera demasiado.
8
No vi a Clara en tres días; una misteriosa diligencia la mantuvo alejada. Se había transformado en su costumbre dejarme sola en la casa por días enteros, sin siquiera una palabra de advertencia y con Manfredo como única compañía; aunque contaba con toda la casa para mí sola, no osaba aventurarme más allá de la sala, mi recámara, el gimnasio de Clara, la cocina y por supuesto el baño. Había algo en la casa y el terreno de Clara, sobre todo cuando ella estaba ausente, que me llenaba de un temor irracional. Como resultado de ello, cuando estaba sola observaba una estricta rutina, que me resultaba reconfortante.
Solía despertarme como a las nueve, preparar mi desayuno en la cocina con una parrilla eléctrica, porque aún no aprendía a encender la estufa de madera, guardar un ligero almuerzo y luego salir a la cueva para recapitular o hacer una larga caminata con Manfredo. Volvía avanzada la tarde para practicar formas de kung fu en el gimnasio de Clara. Era una gran sala de techo abovedado, el piso de madera barnizada y un estante no fijo laqueado en negro, donde se exhibían diversas armas para artes marciales. Una elevada plataforma cubierta de petates bordeaba la pared enfrente de la puerta. Una vez le pregunté a Clara para qué servía la plataforma. Dijo que ahí era donde meditaba.
Nunca había visto meditar a Clara, porque cuando entraba sola al edificio siempre cerraba la puerta con llave. Todas las veces que le pregunté qué tipo de meditación practicaba, se negaba a profundizar en la cuestión. Lo único que averigüé fue que ella lo llamaba "ensoñar".
Clara me daba libre acceso a su gimnasio cuando ella misma no lo estuviera usando. Al estar sola en la casa tendía hacia ese cuarto; ahí hallaba consuelo emocional, porque estaba imbuido de la presencia y el poder de Clara. Fue ahí donde me enseñó un estilo muy intrigante de kung fu. Nunca tuve interés en las artes marciales chinas, porque mis maestros japoneses de karate siempre habían insistido en que sus movimientos eran demasiado complicados y difíciles de aplicar como para tener un valor práctico. Sistemáticamente vilipendiaban los estilos chinos y alababan los propios; según ellos, si bien las raíces del kárate se encontraban en los estilos chinos, sus formas y aplicaciones fueron alteradas y perfeccionadas a conciencia en Japón. Ignorante de las artes marciales, yo les creí a mis maestros y descarté totalmente los demás estilos. Por consiguiente, no sabía qué pensar del kung fu de Clara. Pese a mi ignorancia, una cosa resultaba obvia: indisputablemente era una maestra en el estilo.
Después de trabajar por más o menos una hora en el gimnasio de Clara, me cambiaba de ropa e iba a la cocina a comer. Invariablemente mi comida me esperaba ahí, puesta en la mesa, pero siempre estaba tan muerta de hambre después de los ejercicios que devoraba todo lo preparado sin especular acerca de cómo llegó ahí.
Cuando la interrogué al respecto, Clara me dijo que en su ausencia el cuidador iba a la casa para preparar mi comida. También lavaba mi ropa, puesto que la encontraba bien doblada en una pila en la puerta de mi recámara; yo sólo tenía que plancharla.
Una noche después de una vigorosa sesión de ejercicios, acompañada de vez en cuando por un gruñido criticón de Manfredo, sentí tal exceso de energía que decidí romper con mi rutina y volver a la cueva en la oscuridad para seguir recapitulando. Tenía tanta prisa por llegar que se me olvidó llevar mi linterna eléctrica. Era una noche nublada, pero pese a la oscuridad total no tropecé con nada en el camino. Llegué a la cueva y recapitulé, representándome mentalmente e inhalando los recuerdos de todos mis profesores de karate y todas las exhibiciones y los torneos en los que había participado. Ocupó la mayor parte de la noche, pero al terminar me sentí completamente depurada de los prejuicios que había heredado de mis maestros como parte de mi entrenamiento.
Al día siguiente Clara aún no volvía, de modo que salí para la cueva un poco más tarde que de costumbre. Camino de regreso a casa, como ejercicio deliberado, traté de caminar por el mismo sendero que recorría todos los días, sólo que esta vez mantuve los ojos cerrados para simular la oscuridad. Quería ver si podía caminar sin tropezar, porque sólo hasta después se me ocurrió que fue muy curioso haber recorrido el camino hasta la cueva la noche anterior sin tropezar. Al caminar a la luz del día pero con los ojos cerrados, caí varias veces en tocones y piedras y me golpeé la pantorrilla severamente.
Me encontraba en el piso de la sala, vendando mis raspaduras, cuando Clara entró inesperadamente.