– ¿Qué te pasó? -preguntó, sorprendida-. ¿Te peleaste con el perro?
Justo en ese instante Manfredo entró al cuarto. Estaba convencida de que entendió las palabras de Clara. Profirió un ladrido ronco, como si estuviese ofendido. Clara se colocó delante de él, hizo una ligera reverencia desde la cintura, como un estudiante oriental que se inclina ante su maestro, y expresó una sumamente rebuscada disculpa.
– Lamento en extremo, mi querido señor, haber hablado con tal ligereza acerca de su irreprochable conducta, sus exquisitos modales y sobre todo su sublime consideración, que lo convierte en un señor entre señores, el más ilustre entre todos ellos.
Estaba totalmente perpleja. Pensé que Clara había perdido el juicio durante sus tres días de ausencia. Nunca la oí hablar así antes. Quise reír, pero su gesto de seriedad me atoró la risa en la garganta.
Clara estaba a punto de lanzar otra descarga de disculpas cuando Manfredo bostezó, la miró aburrido, se volvió y salió del cuarto.
Clara se sentó en el sofá; todo su cuerpo temblaba de risa contenida.
– Cuando está ofendido, la única forma de deshacerse de él es aburrirlo mortalmente con las disculpas -me confió.
Tenía la esperanza de que Clara me dijera dónde había estado los últimos tres días. Aguardé un momento, por si mencionaba el tema de su ausencia, pero no lo hizo. Le conté que, mientras estuvo fuera, Manfredo había ido todos los días a visitarme a la cueva. Era como si pasara de vez en cuando para ver si me encontraba bien.
Otra vez deseé que Clara hiciera algún comentario acerca de la naturaleza de su viaje, pero en cambio respondió, sin mostrar sorpresa alguna:
– Sí, es muy solícito y en extremo considerado hacia los demás. Por eso espera recibir el mismo trato, y si sospecha siquiera que no se lo están dando se pone furioso. En ese estado de ánimo representa un peligro mortal. ¿Recuerdas la noche en que casi te arrancó la cabeza cuando lo llamaste sapo?
Quise cambiar el tema. No me agradaba pensar en Manfredo como un perro rabioso. A lo largo de los meses se había tornado más un amigo mío que una bestia. Era tan buen amigo que se había apoderado de mí la inquietante certeza de que era el único quien me comprendía realmente.
– No me has dicho qué te pasó en las piernas -me recordó Clara.
Le conté de mi intento fracasado en caminar con los ojos cerrados. Expliqué que no había tenido ningún problema para caminar en la oscuridad la noche anterior.
Miró los rasguños y los chipotes en mis piernas y me acarició la cabeza como si fuera Manfredo.
– Anoche no hiciste un proyecto de caminar -afirmó-. Estabas decidida para llegar a la cueva, de modo que tus pies te llevaron ahí automáticamente. Hoy por la tarde trataste de manera consciente de reproducir la caminata de anoche, pero fallaste desastrosamente porque tu mente te estorbó. Reflexionó por un momento antes de agregar: O quizá no estabas escuchando la voz del espíritu, que hubiera podido guiarte con seguridad.
Frunció los labios con un gesto infantil de impaciencia cuando le dije que no había escuchado voces, pero que en ocasiones, en la casa, creía oír extraños susurros, aunque estaba convencida de que sólo era el viento al soplar por el pasillo vacío.
– Quedamos en que no interpretarías literalmente nada de lo que yo te dijera, a menos que yo misma te indicase antes que lo hicieras -me reprendió Clara-. Al vaciar tu almacén estás cambiando tu inventario. Ahora hay espacio para algo nuevo, como caminar en la oscuridad. Por eso pensé que tal vez hubiera lugar también para la voz del espíritu.
Me esforcé tanto por entender lo que Clara estaba diciendo que mi frente debió estar arrugada. Clara se sentó en su silla favorita y pacientemente se puso a explicar lo que quería decir.
– Antes de que llegaras a esta casa, tu inventario no indicaba que los perros pudiesen ser más que perros. Pero entonces conociste a Manfredo y conocerlo te obligó a modificar esa parte de tu inventario. -Sacudió la mano como una italiana y preguntó- ¿Capisce?
– ¿Quieres decir que Manfredo es la voz del espíritu? -pregunté, atónita.
Clara se rió tan fuerte que apenas pudo hablar.
– No, no es eso exactamente lo que quiero decir. Es algo más abstracto -balbuceó.
Sugirió que sacara mi petate del armario.
– Vamos al patio a sentarnos debajo del zapote -sugirió, al mismo tiempo que sacaba un poco de salvia de un aparador-. El crepúsculo es la mejor hora para tratar de escuchar la voz del espíritu.
Desenrollé mi petate debajo del enorme árbol cubierto de frutos verdes parecidos a duraznos. Clara me masajeó la piel magullada con un poco de salvia. Me dolió terriblemente, pero traté de no quejarme. Cuando hubo terminado, observé que el chipote más grande casi desaparecía. Se recostó, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol.
– Todo tiene una forma -empezó-, pero además de la forma exterior existe una conciencia interior que rige las cosas. Esta conciencia silenciosa es el espíritu. Es una fuerza que abarca todo y que se manifiesta de diferente manera en diferentes cosas. Esta energía se comunica con nosotros.
Me dijo que me quedara calma y serena y que respirara profundamente, porque iba a enseñarme cómo usar mi oído interno.
– Porque es con el oído interno -agregó- que se puede percibir los mandatos del espíritu.
"Cuando respires, deja que la energía escape por tus orejas -prosiguió.
– ¿Cómo hago eso? -pregunté.
– Al exhalar, fija tu atención en los agujeros de tus orejas y usa tu intento y tu concentración para dirigir el flujo.
Observó mis movimientos por un momento, corrigiéndome en el proceso.
– Exhala por la nariz, con la boca cerrada y la punta de la lengua en el paladar -indicó-. Exhala silenciosamente.
Después de tratar de hacerlo varias veces sentí que se me destapaban los oídos y se me despejaban los sinus. Luego me dijo que frotara las palmas de las manos una contra otra hasta ponerlas calientes y que me las colocara encima de las orejas, con las puntas de los dedos casi tocándose en la parte de atrás de la cabeza.
Seguí sus instrucciones. Clara sugirió que me masajeara las orejas ejerciendo una suave presión circular; luego, con las orejas aún cubiertas y los dedos índice cruzados sobre los medios, debía darme repetidos golpecitos detrás de cada oreja chasqueando el índice al unísono. Al chasquear los dedos escuché un sonido como el de una campana amortiguada, que reverberaba dentro de mi cabeza. Repetí los golpecitos dieciocho veces, según me instruyó Clara. Al retirar las manos observé que percibía con claridad incluso los ruidos más tenues en la vegetación circundante, en tanto que antes todo había sido uniforme y amortiguado.
– Ahora, con los oídos despejados, tal vez puedas escuchar la voz del espíritu -indicó Clara-. Pero no esperes un grito desde lo alto de los árboles. Lo que llamamos la voz del espíritu es más bien una sensación. También puede ser una idea que de repente irrumpe en tu cabeza. A veces es como un anhelo por ir a algún sitio vagamente familiar, o por hacer algo también vagamente familiar.
Quizá fue su poder de sugestión lo que me hizo percibir un suave murmullo a mi alrededor. Al empezar a prestarle más atención, el murmullo se convirtió en unas voces humanas que hablaban a lo lejos. Distinguí la risa cristalina de mujeres y una voz de hombre, un rico barítono que cantaba. Escuché los sonidos como si el viento me los llevara por ráfagas. Me esforcé por entender qué decían las voces, y entre más escuché al viento, más me exalté. Una energía exuberante en mi interior me hizo levantarme de un salto. Me sentía tan feliz que quise jugar, bailar, correr como una niña. Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a cantar, saltar y girar por el patio como una bailarina, hasta quedar completamente exhausta.