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A continuación Clara me indicó que me pusiera de pie y caminara.

– Ahora que está oscuro, trata de caminar sin mirar el piso -señaló-. No como un ejercicio consciente sino como el no hacer de la brujería.

Quise pedirle una explicación de qué significaba el no hacer de la brujería, pero sabía que, si me la diera, me pondría a cavilar de manera consciente en su explicación y mediría mi desempeño de acuerdo con el nuevo concepto, aunque no estuviese segura de lo que significaba. No obstante, sí recordé que Clara había usado antes el término "no hacer", y pese a mi renuencia traté de recordar lo que había dicho al respecto. Para mí, saber algo, aunque fuese mínimo e imperfecto, era mejor que no saber nada, puesto que me infundía un sentido del control, mientras que no saber del todo me dejaba con un sentimiento de completa vulnerabilidad.

– El no hacer es un término trasmitido por nuestra propia tradición de brujería -continuó Clara, evidentemente al tanto de mi necesidad de explicaciones-. Se refiere a todo lo que no está incluido en el inventario impuesto a nosotros. Al ocupar cualquier artículo de nuestro inventario impuesto, nos dedicamos al hacer; todo lo que no forma parte de ese inventario es no hacer.

Cualquier grado de calma logrado por mí fue trastornado de manera abrupta por la declaración que acababa de hacer.

– ¿Qué querías decir, Clara, cuando calificaste tu tradición de brujería? -pregunté.

– Cuando quieres captas cada detalle, Taisha. Con razón tienes las orejas tan grandes -dijo, riéndose, pero no me contestó de inmediato.

La miré fijamente en espera de una respuesta. Por fin dijo:

– No iba a hablarte de esto todavía, pero ya que se me salió déjame decirte solamente que el arte de la libertad es un producto del intento de los brujos.

– ¿De qué brujos estás hablando?

– Ha habido gente aquí en México, y aún la hay, que se preocupa por las preguntas finales. Mi familia mágica y yo las llamamos brujos. De ellas heredamos todas las ideas con las que te estoy familiarizando. Ya estás enterada de la recapitulación. El no hacer es otra de esas ideas.

– Pero ¿quiénes son esas personas, Clara?

– Pronto sabrás todo lo que puede saberse acerca de ellos -me aseguró-. Por ahora sólo vamos a practicar uno de sus no haceres.

Indicó que en ese momento el no hacer sería, por ejemplo, obligarme a contener mi mente calculadora y confiar de manera implícita en el espíritu.

– No finjas confiar, mientras que en secreto albergas dudas -advirtió Clara-. Sólo cuando tus fuerzas positivas y negativas se encuentren en perfecta armonía serás capaz de sentir o ver la abertura en la energía a tu alrededor, o de caminar con los ojos cerrados y tener el éxito asegurado.

Respiré hondo varias veces y empecé a caminar, sin mirar el piso pero con las manos estiradas delante de mí, por si chocaba con algo. Por un rato seguí dando traspiés y en cierto momento tropecé con una maceta y me hubiera caído, de no sujetarme Clara del brazo. Poco a poco empecé a tropezar menos, hasta que ya no me causó ningún trabajo caminar en forma ininterrumpida. Era como si mis pies pudiesen distinguir claramente todo lo que había en el patio y supiesen con exactitud dónde pisar y dónde no pisar.

9

Una tarde, mientras recapitulaba en la cueva, me dormí. Al despertar encontré en el suelo a mi lado un par de cristales de cuarzo bellamente pulidos. Por un rato deliberé si tocarlos o no, porque se veían bastante ominosos. Medían como diez centímetros de largo y eran perfectamente traslúcidos. Sus extremos fueron labrados en forma de aguda punta y parecían resplandecer con luz propia. Al ver a Clara acercarse a la cueva, cuidadosamente deslicé los cristales sobre la palma de la mano y salí gateando de la cueva para enseñárselos.

– Sí, son exquisitos -asintió con la cabeza como si los reconociera.

– ¿De dónde salieron? -pregunté.

– Te los dejó alguien que te está observando muy atentamente -indicó y bajó un bulto que estaba cargando.

– No vi que nadie los dejara.

– La persona vino mientras dormías. Te advertí que no te durmieras durante tu recapitulación.

– ¿Quién vino mientras estaba durmiendo? ¿Uno de tus parientes? -pregunté, excitada. Coloqué los frágiles cristales sobre un montón de hojas y me puse los zapatos. Clara me había recomendado quitarme los zapatos para recapitular, porque al apretar los pies impiden que circule la energía.

– Si te dijera quien dejó los cristales, no tendría ningún sentido para ti o tal vez incluso te asustaría -replicó.

– Haz la prueba. Después de ver a tu sombra moverse, no creo que ya nada me asuste.

– Muy bien, si insistes -accedió al desatar su bulto-. La persona que te está observando es un maestro brujo, como los hay muy pocos en este mundo.

– ¿Quieres decir que un verdadero brujo? ¿Uno que hace cosas malas?

– Quiero decir un verdadero brujo, pero no uno que haga cosas malas. Ese brujo es un ser que moldea y da forma a la percepción como tú pintarías un cuadro con tus pinceles. Pero eso no significa que sea arbitrario. Al manejar la percepción con su intento, su comportamiento es impecable.

Clara lo comparó con los maestros pintores chinos, quienes supuestamente pintaban dragones de apariencia tan fiel que al agregar las pupilas, como toque final, los dragones salían volando de la pared o la pantalla sobre la que estaban pintados. Con voz baja, como si estuviera haciendo una revelación significativa, Clara afirmó que cuando un brujo consumado está listo para abandonar el mundo, sólo tiene que manejar la percepción, crear una puerta con su intento, pasar por ella y desaparecer.

La profunda pasión expresada por su voz me inquietó. Me senté en una gran piedra plana y, sujetando los cristales, traté de comprender quién podía ser ese maestro brujo. Desde el día de mi llegada no había hablado con nadie excepto con Clara y Manfredo, por el simple hecho de no haber nadie más. Tampoco hubo señales del cuidador mencionado por Clara. Estuve a punto de recordarle que ella y Manfredo eran los únicos seres que había visto desde mi llegada, cuando me acordé de haber observado a una persona más: a un hombre que pareció salir de la nada una mañana en que estaba dibujando unos árboles cerca de la cueva. El hombre estaba en cuclillas en un claro, a unos treinta metros de donde yo me encontraba. El frío me hacía temblar y asimismo me hizo enfocar mi atención en su rompevientos verde. Vestía pantalones color beige y el típico sombrero de paja de ala ancha del norte de México. No distinguía los rasgos de su cara, porque llevaba el sombrero ladeado sobre ella; parecía musculoso y flexible.

Estaba vuelto hacia un lado; lo vi cruzar los brazos sobre el pecho. Entonces me dio la espalda y, para mi total asombro, dio la vuelta a su espalda con las manos hasta que se tocaron las puntas de sus dedos. Luego se puso de pie y se fue, desapareciendo entre los arbustos.

Rápidamente dibujé su postura agachada. Luego bajé mi cuaderno de dibujar y traté de imitar lo que había hecho; sin lograr juntar los dedos en la espalda por mucho que estirara los brazos y retorciera los hombros. Seguí agachada, abrazándome. Al cabo de un momento dejé de temblar y me sentí con calor y a gusto, a pesar del frío.

– Así que ya lo has visto -comentó Clara cuando le conté del hombre.

– ¿Él es el maestro brujo?

Clara asintió con la cabeza e introdujo la mano en su bulto para pasarme un tamal que me llevaba para comer.

– Es muy flexible -indicó-. No es nada para él soltar las articulaciones de los hombros para luego regresarlas a su lugar. Si continúas tu recapitulación y ahorras energía suficiente, tal vez te enseñe su arte. La vez que lo viste simplemente te enseñó a combatir el frío mediante una postura específica: agacharse con los brazos cruzados sobre el pecho.