Escuchaba a Clara respirar a mi lado, efectuando los mismos pases. Con los ojos cerrados sentí su figura y posiciones. En un momento dado sucedió lo más insólito de todo. Percibí una luz que se encendía al interior de mi frente. No obstante, al levantar la vista cobré conciencia de que la luz en realidad no se encontraba en mi interior. Provenía de la cima de los árboles, como si se hubiese prendido un enorme tablero de luces eléctricas en la noche, para iluminar un estadio al aire libre. No tenía ningún problema para ver a Clara y todo lo que había en el patio y alrededor de éste.
La luz poseía un matiz sumamente extraño; no lograba determinar si estaba teñida de rosa azulado, rosa o durazno o si era un pálido color terracota. En algunos sitios parecía cambiar de intensidad, dependiendo del lugar que enfocaba con la vista.
– No muevas la cabeza -dijo Clara, mirándome de un modo extraño-. Y sigue con los ojos cerrados. Sólo concéntrate en tu respiración.
No comprendí por qué, si me veía que tenía los ojos muy abiertos, me pedía que los dejara cerrados. Traté de determinar la coloración de la luz, porque parecía cambiar con cada movimiento de mi cabeza. Su intensidad fluctuaba, de acuerdo con la concentración con que la miraba. El fulgor a mi alrededor me absorbió a tal grado que perdí el ritmo de la respiración. Luego, en forma tan repentina como se había prendido, la luz se apagó de nuevo y quedé sumida en la oscuridad total.
– Vayamos a la cocina a calentar un poco de caldo -dijo Clara, dándome un empujoncito.
Vacilé. Me sentía desorientada, fuera de lugar. Tenía el cuerpo tan pesado que debía estar sentada.
– Puedes abrir los ojos ya -indicó Clara.
No recordaba haber tenido nunca tantos problemas para abrir los ojos como en ese momento. Pareció tardar una eternidad. Justo cuando lograba abrirlos, otra vez se me caían los párpados hasta cerrarse. Este abrir y cerrar pareció prolongarse por mucho tiempo, hasta que sentí a Clara sacudiéndome los hombros.
– Taisha, ¡abre los ojos! -ordenó-. Ni te atrevas a desmayarte. ¿Me escuchas?
Sacudí la cabeza para despejarla y los ojos se me abrieron de golpe. Los había tenido cerrados todo el tiempo. Todo estaba oscuro alrededor, pero se filtraba suficiente luz de la luna a través del follaje para permitirme distinguir la silueta de Clara. Nos encontrábamos sentadas debajo del árbol, en las dos sillas de ratán del patio.
– ¿Cómo llegué aquí? -pregunté, ofuscada.
– Caminaste hasta aquí y te sentaste -respondió Clara en tono prosaico.
– ¿Pero qué pasó? Hace unos instantes había luz. Veía todo con claridad.
– Lo que pasó es que entraste al mundo de las sombras -dijo Clara en tono congratulatorio-. Supe por el ritmo de tu respiración que estabas allí. Pero no quise asustarte en ese momento pidiéndote que vieras tu sombra. De haberla mirado, hubieras sabido que…
En el acto comprendí lo que Clara estaba insinuando.
– No había sombras -exclamé-. Había luz, pero nada tenía sombra.
Clara asintió con la cabeza.
– Hoy has aprendido algo de auténtico valor, Taisha. ¡En los mundos fuera de éste no existen las sombras!
12
Después de más de ocho meses de practicar la recapitulación fielmente, ya lo podía hacer durante todo el día sin irritarme ni distraerme. Un día me estaba representando mentalmente los edificios, salones y maestros de mi último año de preparatoria. Me dejé llevar tanto por mi recorrido a lo largo de los pasillos y por ver dónde se sentaban mis compañeros que terminé hablando conmigo misma.
– Si hablas contigo misma, no podrás respirar correctamente -escuché decir a un hombre.
Me sobresalté tanto que pegué con la cabeza en la pared de la cueva. Abrí los ojos. La imagen del salón se desvaneció al voltearme para mirar hacia la desembocadura de la cueva. Había un hombre en cuclillas perfilado delante de ella. De inmediato supe que se trataba del maestro brujo, del hombre al que una vez había visto en los cerros. Llevaba el mismo rompevientos verde y los mismos pantalones, pero ahora pude distinguir su perfil; tenía la nariz protuberante y la frente ligeramente inclinada.
– No me mires fijamente -lo escuché decir. Su voz era baja y murmuraba como un arroyo al pasar sobre la grava-. Si quieres aprender más acerca de la respiración, permanece muy tranquila y recobra el equilibrio.
Seguí respirando profundamente hasta que su presencia dejó de asustarme y sentí alivio, en cambio, por llegar a conocerlo al fin. Se sentó con las piernas cruzadas a la entrada de la cueva y se inclinó del mismo modo en que Clara siempre lo hacía.
– Tus movimientos son demasiado erráticos -indicó con un bajo murmullo-. Respira así.
Inhaló profundamente al voltear la cabeza de manera suave a la izquierda. Luego exhaló el aire por completo mientras en forma continua volteaba la cabeza a la derecha. Finalmente movió la cabeza del hombro derecho al izquierdo y otra vez al derecho sin respirar, y luego al centro. Imité sus movimientos, inhalando y exhalando de la manera más completa posible.
– Así está mejor -dijo-. Al exhalar, arroja fuera de ti todos los pensamientos y sentimientos que estés repasando. Y no muevas la cabeza sólo con los músculos del cuello. Guíala con las líneas invisibles de energía que emanan de tu abdomen. Hacer que broten esas líneas es uno de los logros de la recapitulación.
Explicó que justo debajo del ombligo se encuentra un centro clave de poder y que todos los movimientos del cuerpo, la respiración inclusive, debían recurrir a ese punto de energía. Sugirió que sincronizara el ritmo de mi respiración con el giro de la cabeza, para en conjunto lograr que las líneas invisibles de energía de mi abdomen se extendiesen hacia el exterior, hasta el infinito.
– ¿Forman esas líneas parte de mi cuerpo o he de imaginarlas? -pregunté.
Cambió de posición antes de responder.
– Esas líneas invisibles forman parte de tu cuerpo blando, de tu doble -explicó-. Entre más energía hagas salir mediante la manipulación de esas líneas, más fuerza adquirirá tu doble.
– Lo que quiero saber es si son reales o sólo imaginarias.
– Al expandirse la percepción, ya nada es real y nada es imaginario -contestó-. Sólo existe la percepción. Cierra los ojos y entérate por ti misma.
No quería cerrar los ojos; quería ver qué estaba haciendo él, por si hacía algo repentino. Pero mi cuerpo se puso lacio y pesado y mis ojos empezaron a cerrarse, pese a mis esfuerzos por mantenerlos abiertos.
– ¿Qué es el doble? -logré preguntar antes de perderme en un estupor soñoliento.
– Es una buena pregunta -replicó-. Significa que una parte de ti aún está alerta y escuchando.
Lo sentí inhalar profundamente, inflando el pecho.
– El cuerpo físico es una envoltura, un envase, si tú quieres -dijo después de exhalar lentamente-. Al concentrarte en tu respiración, puedes lograr que el cuerpo sólido se disuelva, de manera que sólo quede la parte blanda y etérea.
Se corrigió, diciendo que el cuerpo físico no se disuelve sino que, al cambiar la fijación de nuestra conciencia, empezamos a entender que nunca fue sólido. Este entendimiento es la inversión exacta de lo que tuvo lugar conforme madurábamos. De bebés estábamos totalmente conscientes de nuestro doble; al crecer, aprendimos a poner un énfasis cada vez mayor en el lado físico, y menos en nuestro ser etéreo. De adultos ignoramos por completo que existe en nosotros un lado blando.