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Recorrimos el resto del camino en silencio. Al llegar al sitio donde estaban estacionados los coches, guardé mis cosas en la cajuela y esperé a que Clara dijera algo.

– Bien, vámonos -dijo-. Yo iré adelante. ¿Manejas rápido o lento, Taisha?

– Como una tortuga.

– Yo también. La vida en China me curó de las prisas.

– ¿Puedo hacerte una pregunta sobre China, Clara?

– Por supuesto. Ya te dije que puedes preguntar lo que quieras sin necesidad de pedir permiso.

– Debes haber viajado a China antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿verdad?

– Oh, sí. Estuve ahí hace una eternidad. Me imagino que tú no habrás viajado nunca a la China continental.

– No. Sólo estuve en Taiwan y en Japón.

– Las cosas eran distintas antes de la guerra, por supuesto -dijo Clara, pensativa-. El lazo con el pasado aún estaba intacto. Ahora todo se ha roto.

No sé por qué me dio miedo preguntarle a qué se refería. En cambio, pregunté cuánto tardaríamos en llegar a su casa. Clara se mostró inquietantemente vaga al respecto; sólo me advirtió que me preparase para un viaje arduo. Enseguida su tono se suavizó, y agregó que mi valor la complacía sobremanera.

– Acompañar con esta facilidad a una desconocida es una imprudencia total -indicó- o bien, una muestra de gran audacia.

– Por lo común soy muy cautelosa -expliqué-, pero ahora ni me reconozco.

Era la verdad, y entre más pensaba en mi inexplicable comportamiento, más se intensificaba mi desazón.

– Cuéntame un poco más acerca de ti -pidió amablemente. Como para tranquilizarme, se acercó hasta la portezuela de mi coche.

De nueva cuenta comencé a revelar información verídica sobre mí.

– Mi madre es húngara, pero proviene de una vieja familia austríaca -indiqué-. Conoció a mi padre en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los dos trabajaban en un hospital de campaña. Después de la guerra se mudaron a los Estados Unidos y luego fueron a Sudáfrica.

– ¿Por qué a Sudáfrica?

– Mi madre quería ver a unos parientes que vivían ahí.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– Tengo dos hermanos que se llevan un año. El mayor tiene veintiséis ahora.

Tenía los ojos fijos en mí. Con una facilidad sin precedentes me desahogué de sentimientos dolorosos que había reprimido siempre. Le conté que mi infancia fue muy solitaria. Mis hermanos no me hicieron caso nunca, porque era niña. De chica solían atarme con una cuerda y engancharme a un poste, como un perro, mientras ellos corrían y jugaban fútbol en todo el patio. A mí sólo me quedaba jalar de la cuerda y ver cómo se divertían. Después, cuando ya era más grande, me ponía a correr tras ellos. No obstante, para entonces ambos tenían bicicleta y siempre me quedaba atrás. Cuando me quejaba con mi madre, su respuesta habitual era que así son los niños y que yo debía jugar con muñecas y ayudar en la casa.

– Tu madre te educó a la tradicional manera europea -señaló Clara.

– Ya lo sé, pero eso no me sirve de consuelo.

Una vez empezando, no parecía haber manera de dejar de hablar acerca de mi vida. Le conté que yo tenía que quedarme en casa, mientras mis hermanos se iban de viaje y después a la escuela. Deseaba vivir las mismas aventuras que ellos, pero según mi madre las niñas debíamos aprender a tender camas y a planchar la ropa. "Es aventura suficiente cuidar a una familia -solía decir-. Las mujeres nacemos para obedecer." Estaba al borde de las lágrimas cuando le conté a Clara que, desde que tenía uso de razón, debía servir a tres amos: mi padre y mis dos hermanos.

– Suena bastante pesado -comentó.

– Era horrible. Me fui de casa para alejarme lo más posible de ellos -expliqué-. Y también para vivir aventuras. Sin embargo, hasta ahora no he conocido mucha diversión ni grandes emociones. Supongo que simplemente no fui criada para vivir una vida feliz y despreocupada.

Describir mi vida a una completa desconocida me provocó un estado de extrema ansiedad. Me callé y miré a Clara, en espera de una reacción que aliviara mi ansiedad o bien la incrementara al punto de hacerme cambiar de opinión y no acompañarla después de todo.

– Bueno, al parecer sólo hay una cosa que sabes hacer muy bien y no veo por qué no habrías de aprovecharla al máximo -declaró.

Pensé que se refería a mi talento para dibujar o pintar, pero agregó, para mi total mortificación:

– Lo único que sabes hacer bien es sentir lástima por ti misma.

Apreté los dedos en el tirador de la portezuela.

– No es cierto -protesté-. ¿Quién te crees para decirme eso?

Rompió a reír y meneó la cabeza.

– Tú y yo somos muy parecidas -indicó-. Nos enseñaron a ser pasivas, serviles y a adaptarnos a las circunstancias, pero por dentro estamos hirviendo. Somos como un volcán a punto de hacer erupción, y lo que aumenta nuestra frustración aún más es el hecho de no tener sueños o expectativas, excepto el de conocer algún día al hombre perfecto que nos rescatará de nuestra infelicidad.

Me dejó sin habla.

– ¿Y bien? ¿Tengo razón? ¿Tengo razón? -preguntó una y otra vez-. Sé sincera. ¿Tengo razón o no?

Apreté los puños, dispuesta a insultarla. Clara esbozó una sonrisa cálida. Emanaba tal vigor y bienestar que no sentí necesidad de mentir o de ocultar mis sentimientos.

– Sí, diste justo en el clavo -admití.

Tuve que aceptar que sólo otorgaba sentido a mi monótona existencia, además de mi trabajo artístico, la vaga esperanza de algún día conocer a un hombre que me comprendiera y supiera apreciar que era una persona especial.

– A lo mejor tu vida va a cambiar y engrandecer -afirmó en tono promisorio.

Se subió a su coche y con la mano me señaló que la siguiera. En ese momento me di cuenta de que Clara no me había preguntado si llevaba pasaporte, ropa o dinero suficientes, o si tenía otras obligaciones. El hecho no me asustó ni me desalentó. No sé por qué, pero al soltar el freno de mano y ponerme en movimiento, estaba segura de haber tomado la decisión correcta. Quizá mi vida iba a cambiar después de todo.

2

Después de manejar continuamente por más de tres horas, nos detuvimos a comer en la ciudad de Guaymas. Mientras esperaba que llegara la comida, eché un vistazo a la estrecha calle que bordeaba la bahía. Un grupo de muchachos sin camisas pateaba una pelota; más allá, unos obreros colocaban ladrillos en una obra; otros más tomaban su descanso de mediodía bebiendo refrescos de botella, apoyados en unos montones de sacos de cemento sin abrir. No pude menos que pensar que en México todo parecía más ruidoso y polvoriento.

– En este restaurante sirven un caldo de tortuga exquisito -dijo Clara, recuperando mi atención.

Justo en ese momento una sonriente mesera, dueña de un diente incisivo de color plateado, colocó dos tazones del caldo en la mesa. Clara intercambió unas palabras cordiales con ella en español, antes de que la mesera se apurara a atender a otros clientes.

– No he probado nunca el caldo de tortuga -comenté al tomar una cuchara y examinarla para ver si estaba limpia.

– Te espera un verdadero agasajo -replicó Clara, observando cómo limpiaba la cuchara con una servilleta de papel.

Con renuencia probé una cucharada de caldo. Los trocitos de carne blanca que flotaban en una cremosa base de jitomate en efecto eran deliciosos.

Tomé varias cucharadas de caldo antes de preguntar:

– ¿De dónde sacan las tortugas?

Clara señaló por la ventana.

– De esta bahía.

Un apuesto hombre de edad madura que estaba sentado a la mesa al lado de la nuestra volvió hacia mí y me guiñó el ojo. Su gesto me pareció más un intento por hacerse el gracioso que una insinuación sexual. Se inclinó hacia mí, como si le hubiéramos dirigido la palabra.

– La tortuga que está comiendo ahora era muy grande -dijo en inglés, con un marcado acento.