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– ¿Qué pasó? -murmuré-. ¿Dormí toda la noche?

– Así es -replicó Clara-. Estaba preocupada por ti. Perdiste el control y pasaste a un limbo perceptual. Nadie pudo establecer contacto contigo. Así que decidimos dejarte dormir hasta que salieras de ello.

Me incliné al frente y me froté las piernas hasta que desapareció la sensación hormigueante. Aún me sentía mareada y extrañamente enervada.

– Tienes que hablar conmigo hasta que vuelvas a ser tú misma -dijo Clara en su tono más autoritario-. Esta es una de las ocasiones en que te servirá hablar.

– No tengo ganas de hablar -constesté, dejándome caer otra vez sobre las almohadas. Había empezado a sudar frío y mis miembros se sentían lacios, como de hule-. ¿Me hizo algo el señor Abelar?

– No en mi presencia -replicó Clara, riéndose jovialmente de su propio chiste. Me agarró las manos y les frotó el dorso, tratando de revivirme.

No estaba de humor para la frivolidad.

– ¿Qué pasó en realidad, Clara? -pregunté-. No recuerdo nada.

Se instaló cómodamente en la orilla de la cama.

– Tu primer encuentro con el nagual fue demasiado para ti -dijo Clara-. Estás demasiado débil; eso fue lo que pasó. Pero no quiero que pienses en eso, porque te desanimas con demasiada facilidad. Además, no quiero que leas entre líneas, como eres dada a hacerlo, y que vayas a sacar las conclusiones equivocadas.

– Puesto que ni sé lo que está pasando, ¿cómo voy a leer entre líneas? -pregunté, mientras me castañeaban los dientes.

– Estoy segura de que encontrarías el modo -suspiró Clara-. Eres particularmente experta en sacar conclusiones precipitadas y por desgracia sueles equivocarte. Y no importa que no sepas qué está pasando. Siempre supones que sí lo sabes.

Debí admitir que aborrecía las situaciones ambiguas. Siempre me ponían en desventaja. Quería saber lo que estaba pasando para hacer frente a todas las contingencias.

– Tu madre te enseñó a ser una mujer perfecta -dijo Clara-. Las mujeres perfectas infieren de la simple observación de lo que las rodea todo lo que necesitan saber, especialmente si hay un macho en la escena. Son capaces de anticiparse a los deseos más sutiles de éste. Siempre están conscientes de los cambios en su estado de ánimo, porque creen que estos cambios se deben a algo que ellas mismas dijeron o hicieron. Por consiguiente, creen que les corresponde apaciguar a su hombre.

Después de haberme visto, por medio de la recapitulación, actuar en esa forma una y otra vez, debí admitir, mortificada, que Clara tenía razón. Estaba bien entrenada. Una mirada, un suspiro o un tono de voz de mi padre bastaban para revelarme exactamente lo que estaba pensando o sintiendo. Lo mismo era cierto con respecto a mis hermanos. Yo reaccionaba a las señales más sutiles de su parte. Lo peor era que sólo tenía que imaginarme que yo no le agradaba a un hombre para ser capaz de hacer cualquier cosa a fin de complacerlo.

Clara me tocó el costado suavemente, como para llamar mi atención.

– Si tú y yo hubiéramos estado solas anoche, no te hubieras desmayado en forma tan dramática -dijo, esbozando una sonrisa sumamente irritante.

– ¿Qué estás insinuando, Clara? ¿Que encuentro atractivo al señor Abelar?

– Precisamente. Cuando un hombre está cerca de ti, experimentas una transformación instantánea. Te conviertes en la mujer que haría cualquier cosa con tal de llamar la atención de ese hombre, incluso desmayarse.

– Permíteme decirte que no estoy de acuerdo contigo -contesté-. Realmente no traté de adular al señor Abelar.

– ¡Piénsalo! No te pongas a la defensiva -pidió Clara-. No te estoy atacando. Tan sólo te señalo algo que yo también sentía y hacía antes.

En lo más recóndito sabía a qué se refería Clara. El señor Abelar poseía un encanto tan carismático que a pesar de su edad me parecía sumamente atractivo. Sin embargo, preferí no admitirlo, ni para mí misma ni delante de Clara. Para mi alivio, Clara no insistió en el tema.

– Te entiendo perfectamente, porque yo también tuve a mi Juan Miguel Abelar -indicó-. Era el nagual Julián Grau, el ser más apuesto y alegre que ha existido jamás. Era encantador, pícaro y gracioso; realmente inolvidable. Todo el mundo lo adoraba, incluyendo a Juan Miguel y el resto de mi familia. Todos besábamos el suelo que él pisaba.

Se me ocurrió, al escuchar a Clara deshacerse en elogios a su maestro, que había pasado demasiado tiempo en el Lejano Oriente. Siempre me molestó la adoración repugnante que los estudiantes en el mundo del karate profesaban por su profesor o sensei. Ellos también besaban el suelo pisado por su profesor, literalmente, bajando las cabezas al piso como muestra de deferencia cada vez que el maestro entraba a la habitación. No se lo dije a Clara, pero me pareció que estaba rebajándose al reverenciar a tal grado a su maestro.

– El nagual Julián nos enseñó todo lo que sabemos -prosiguió, ignorante de mis juicios-. Dedicó su vida a guiarnos hacia la libertad. Dio instrucciones especiales al nagual Juan Miguel Abelar, instrucciones que lo calificaban para ser el nuevo nagual.

– ¿Quieres decir, Clara, que los naguales son como reyes? -pregunté, queriendo señalarle el peligro y la falacia de una veneración exagerada.

– No. De ningún modo. Los naguales no tienen ninguna importancia personal -afirmó-. Y es precisamente por esta razón que podemos adorarlos.

– A lo que me refería, Clara, era si heredan su puesto -me corregí rápidamente.

– ¡Claro que sí! Definitivamente heredan su puesto, pero no como los reyes. Los reyes son hijos de reyes. Un nagual, en cambio, tiene que ser elegido por el espíritu. A menos que el espíritu lo elija, no puede erigirse en líder. Un nagual, para empezar, es dueño de una energía extraordinaria. Pero no es nagual hasta que es instruido en la regla de los naguales.

Entendí la explicación de Clara, pero me hizo sentir curiosamente incómoda. Al deliberar, comprendí que la parte que me molestaba era que el espíritu tuviese que realizar la selección.

– ¿Cómo decide el espíritu a quién elegir? -pregunté.

Clara meneó la cabeza.

– Eso, mi querida Taisha, es un misterio insondable -dijo con voz queda-. Lo único que un nagual puede hacer es cumplir con los mandatos del espíritu o fracasar lastimosamente.

Pensé en el señor Abelar y me pregunté cuáles serían los mandatos para él. Recordé el comentario de Clara de que algún día pudiese yo también considerarlo como el nagual.

– Por cierto, ¿dónde está el señor Abelar? -pregunté, tratando de simular indiferencia.

– Se fue anoche, cuando se dio cuenta de que estabas fuera de combate.

– ¿Regresará?

– Claro que sí. Vive aquí.

– ¿Dónde, Clara? ¿En el lado izquierdo de la casa?

– Sí. Por el momento está ahí. No en este preciso momento -se corrigió-, pero en estos días. Y a veces vive conmigo del lado derecho de la casa. Yo lo cuido.

Sentí una punzada de celos tan intensa que fue como una ola de energía.

– Dijiste que no es tu esposo, ¿verdad, Clara? -pregunté, con un crispamiento sumamente inquietante en la comisura de la boca.

Clara se rió tan fuerte que rodó hacia atrás sobre la cama, sin aliento.

– El nagual Juan Miguel Abelar ha trascendido todos los aspectos del sexo masculino -me aseguró al incorporarse de nuevo.

– ¿A qué te refieres, Clara?

– Quiero decir que ya no es un ser humano. No puedo explicártelo todo, porque carezco de la sutileza necesaria y tú no tienes la capacidad de entenderme. Según yo veo el asunto, fue debido a mi incapacidad para explicar que el nagual te dio esos cristales.

– ¿Qué incapacidad, Clara? Te expresas perfectamente bien.

– Entonces eres tú la que no entiendes perfectamente bien.