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– Eso es idiota, Clara.

– ¿Entonces por qué no puedo hacerte entender qué somos y qué es lo que tenemos en mente para ti?

Respiré profundamente varias veces para calmar mi estómago nervioso.

– ¿Qué tienen en mente para mí, Clara? -pregunté, nuevamente presa del pánico.

– Es muy difícil hablar de eso -contestó-. Tú y yo definitivamente pertenecemos a la misma tradición. Eres una parte integral de lo que nosotros somos. Por eso estamos obligados a instruirte.

– ¿A quiénes te refieres con "nosotros"? ¿A ti y al señor Abelar? Clara se tomó un momento, como para darse tiempo de contestar correctamente.

– Como ya te lo he dicho, somos más de dos -indicó-. De hecho, ni soy tu maestra. Tampoco lo es el nagual Juan Miguel. Otra persona lo es.

– Espera, espera, Clara. Me estás confundiendo otra vez. ¿Quién es esa otra persona a la que te refieres?

– Otra mujer como tú, pero mayor en edad e infinitamente más poderosa. Yo sólo soy una auxiliar. Estoy a cargo de prepararte, de lograr que ahorres suficiente energía por medio de tu recapitulación para que puedas conocer a esta otra persona. Y créeme, su presencia es mucho más devastadora que la del nagual.

– No entiendo qué tratas de decirme, Clara. ¿Quieres decir que es peligrosa y me hará daño?

– Ese es el problema cuando trato de responder a tus preguntas -dijo Clara-. Te confundes, porque la conexión que existe entre tú y yo sólo es superficial. Me haces una pregunta, esperando una respuesta inequívoca que te satisfaga, y yo te doy una respuesta que a mí me satisface y a ti te confunde. Te recomiendo que no me hagas preguntas o aceptes mis respuestas sin ponerte nerviosa.

Deseaba averiguar más acerca del señor Abelar y sobre los planes que la otra mujer tenía conmigo, así que prometí, con la esperanza de sacarle todo a Clara, que desde ese momento mediría todas sus respuestas con la debida consideración, pero sin pánico ni agitación por mi parte.

– Muy bien. Veamos cómo tomas esto -dijo Clara de manera tentativa-. Te diré lo que te contó el nagual anoche, antes de que te desmayaras. Pero como no soy hombre, sin duda reaccionarás de modo diferente de lo que hiciste cuando el nagual te lo dijo. Tal vez hasta me hagas caso.

– Pero no recuerdo que me haya dicho nada después de que me dormí en el petate -protesté.

Clara vaciló y me escudriñó la cara, supongo que en busca de alguna chispa de reconocimiento. Meneó la cabeza para indicar que no encontraba ninguna, aunque traté de parecer lo más calmada y atenta posible e incluso sonreí para darle mayor seguridad.

– Te habló de todos los seres que vivimos en esta casa -empezó Clara-. Te dijo que todos somos brujos, incluyendo a Manfredo.

Al escuchar el nombre de Manfredo, algo encajó en mis pensamientos.

– Lo sabía -exclamé sin pensar. Me pareció perfectamente verosímil la idea de que Manfredo fuera brujo, pero no tenía la menor idea del por qué era así. Le dije a Clara que en algún momento ya debí haber pensado eso, aunque todavía no supiese exactamente qué era un brujo.

– Claro que lo sabes -me aseguró Clara con una ancha sonrisa.

– Te digo que no lo sé.

Clara me miró, perpleja.

– ¿Estás segura que no recuerdas cómo el nagual te lo explicó?

– No, realmente no me acuerdo.

– Para nosotros, un brujo es alguien capaz de romper, por medio de la disciplina y la perseverancia, los límites de la percepción natural -declaró Clara con un aire de formalidad.

– Bueno, eso no aclara nada -dije-. ¿Cómo le hace Manfredo para lograr todo eso?

Pareció darse cuenta de mi confusión.

– Creo que tenemos un malentendido otra vez, Taisha. No me refiero sólo a Manfredo. Aún no has comprendido que todos los que vivimos en esta casa somos brujos. No sólo el nagual, Manfredo y yo, sino también los otros catorce a los que aún no conoces. Todos somos brujos, pero brujos abstractos. Si quieres imaginarte la brujería como algo concreto que implica rituales y pociones mágicas, sólo puedo decirte que sí existen brujos concretos de ese tipo, pero no los encontrarás en esta casa.

Obviamente estábamos pensando en cosas diferentes. Yo hablaba de Manfredo y ella hablaba de unas personas que yo ni siquiera había visto aún. Pero sí entendí por fin que Clara, el señor Abelar y los otros esquivos a los que ambos aludían constantemente eran todos brujos. En lugar de hacer más preguntas, recordé su consejo y preferí guardar silencio.

A continuación se explayó en el hecho de que los brujos abstractos buscan la libertad por medio del acrecentamiento de su capacidad para percibir; mientras que los brujos concretos, como los tradicionales que vivieron en el antiguo México, buscan el poder y la gratificación personales por medio del acrecentamiento de su importancia personal.

– ¿Qué tiene de malo buscar la gratificación personal? -pregunté, tomando un sorbo de agua del vaso que había en la mesita de noche.

– Tenías que ser tú la que se pone del lado de los brujos concretos -dijo Clara, con mirada preocupada-. Con razón el nagual te dio esos dardos de cristal.

A pesar de mi promesa de mantener la calma, al oír mencionar los cristales me recorrieron unas olas de nerviosismo. El estómago se me acalambró con tal intensidad que estuve segura de haber contraído una gripa intestinal.

– Me resulta prácticamente imposible explicarte lo que hacemos; y aún más que imposible hacerte entender por qué hacemos lo que hacemos -afirmó Clara-. Tendrás que hacerle esas preguntas a tu maestra.

– ¿A mi maestra?

– No me estás haciendo caso, Taisha. Ya te dije que tienes una maestra. Aún no la conoces, porque no posees la energía suficiente. Conocerla requiere diez veces más energía que conocer al nagual, y todavía no te recuperas del encuentro con él. Tienes la cara verdosa y pálida.

– Creo que me dio gripa -dije, sintiéndome otra vez mareada.

Clara meneó la cabeza.

– Lo que tienes es que estar fija en ti misma -interpoló antes de continuar-. El nagual también podría contestar cualquier pregunta que le hicieras. El problema es que lo tratarías como a un hombre y si te hablara por más de unos cuantos minutos con toda certeza volverías a caer en tu patrón de mujer. Por eso te tiene que instruir una mujer.

– ¿No estás exagerando este asunto de los hombres y las mujeres? -pregunté, tratando de levantarme de la cama.

Me sentía débil y me temblaban las piernas. El cuarto empezó a dar vueltas y casi me desmayé. Clara me sujetó del brazo justo a tiempo.

– Pronto sabremos si lo estoy exagerando -dijo-. Vayamos afuera a sentarnos a la sombra de un árbol. Quizá el aire fresco te ayude a revivir.

Me hizo ponerme una chamarra larga y unos pantalones y me guió, como a una enferma, de la habitación al patio trasero.

Nos sentamos sobre unos petates debajo del enorme zapote cuya sombra abarcaba casi todo el patio. En cierta ocasión le había preguntado a Clara si podía comer de su fruta. Ella me calló e indicó: "Sólo come, pero no hables de ello." Obedecí, pero desde entonces me sentía culpable, como si hubiera ofendido al árbol.

Permanecimos en silencio, escuchando el murmullo del viento entre las hojas. Estaba fresco y apacible ahí y me sentí tranquila otra vez. Después de un rato, Manfredo apareció dando la vuelta lentamente a la esquina de la casa, donde tenía un pequeño cuarto con una gran puerta oscilante recortada en la pared, para poder entrar y salir a discreción. Se me acercó y me empezó a lamer la mano. Le miré los ojos llenos de sentimiento y supe que éramos los mejores amigos. Como en respuesta a una invitación tácita, se tendió sobre mi regazo, instalándose cómodamente. Le acaricié el pelo suave y sedoso y me llenó un profundo afecto por él. Asida por un arranque inexplicable de compasión, me incliné al frente y lo abracé. De súbito comencé a llorar, sentía tanta lástima por él.

– ¿Dónde están tus cristales? -preguntó Clara en tono autoritario. Su voz dura me hizo volver a la realidad.