– En mi cuarto -contesté, soltando a Manfredo para secarme los ojos con la manga de mi chamarra.
Manfredo percibió la mirada desaprobatoria de Clara y de inmediato se quitó de mis piernas y cruzó el camino para sentarse debajo de un árbol cercano.
– Debes traerlos contigo todo el tiempo -indicó Clara bruscamente-. Ya sabes que unas armas, como lo son esos cristales, no tienen nada que ver con la guerra o la paz. Puedes amar la paz todo lo que quieras y no obstante necesitar armas. De hecho, las necesitas para luchar contra tus enemigos en este preciso momento.
– No tengo enemigos, Clara -dije lloriqueando-. Nadie sabe que vivo siquiera.
Clara se inclinó hacia mí.
– El nagual te dio esos cristales para ayudarte a destruir a tus enemigos -indicó con voz suave-. Si los trajeras contigo en este momento, podrías realizar tus pases brujos con ellos y te ayudarían a disipar esa insistente lástima que sientes por ti misma.
– No sentí lástima por mí misma, Clara -dije, a la defensiva-. Me causó lástima el pobre Manfredo.
Clara se rió y meneó la cabeza.
– No hay razón alguna para sentir lástima por el pobre Manfredo. Sea cual fuera su forma actual, es un guerrero. La lástima por ti misma, por el contrario, está presente en tu interior y se expresa de distintas formas. Ahora la estás llamando "sentir lástima por Manfredo".
Sentí que los ojos se me empezaban a llenar de lágrimas otra vez porque, además de mi inseguridad, en efecto había un pozo de autocompasión sin fin dentro de mí. Había avanzado lo suficiente en la recapitulación para comprender que se trataba de una reacción que me la pasó mi madre, la cual se tuvo lástima a sí misma todos los días de su vida, o al menos todos los días de mi vida con ella. Puesto que nunca conocí otra expresión personal en ella, eso fue lo que yo también aprendí a sentir.
– Tienes que sostener las armas de cristal entre tus dedos y apuntar tus pases brujos al corazón de tus escurridizos enemigos, como lo son la importancia personal, que se te aparece disfrazada de autocompasión, indignación moral, o tristeza virtuosa -continuó Clara.
No pude más que mirarla, desalentada. Me acusó de ser débil y de desmoronarme por completo a la menor presión ejercida sobre mí. Sin embargo, lo que más me dolió fue cuando me dijo que mis meses de recapitulación carecían de todo significado; que no eran más que fantasías superficiales, puesto que lo único que había hecho era sumirme en nostálgicos recuerdos acerca de mi maravilloso yo o revolcarme en la lástima de mí misma, al recordar mis momentos no tan maravillosos.
No entendí por qué me atacaba de manera tan cruel. Me zumbaban los oídos con la ola de furia que me arrebató. Rompí a llorar irrefrenablemente, odiándome a mí misma por haberle dado a Clara la oportunidad de devastarme emocionalmente. Escuché sus palabras como si vinieran desde muy lejos; estaba diciendo "…importancia personal, falta de decisión, ambición indomable, sensualidad no asimilada, cobardía; la lista de enemigos empeñados en impedir tu vuelo hacia la libertad no tiene fin y debes ser implacable en tu lucha contra ellos".
Me dijo que me calmara. Afirmó que sólo estaba tratando de ilustrar la forma en que nuestras actitudes y sentimientos son nuestros verdaderos enemigos, tan perjudiciales y peligrosos como cualquier bandido armado hasta los dientes que nos encontremos en la carretera.
– El nagual te dio esos cristales para que reunieras tu energía -indicó-. Son extraordinarios para atraer nuestra atención y fijarla. Se trata de una cualidad de los cristales de cuarzo en general y del intento específico de estos cristales en particular. A fin de lograrlo, sólo tienes que realizar tus pases brujos con ellos.
Desee tener los cristales conmigo; en cambio, miré los ojos brillantes y llenos de compasión de Manfredo. Se me ocurrió que reflejaban la luz de la misma manera que los cristales de cuarzo. Por un momento, sus ojos sostuvieron mi mirada y, al observarlos, una certeza irracional de súbito apareció en mi mente. Supe que Manfredo era un brujo perteneciente a la tradición antigua, el espíritu de un brujo que de algún modo había sido atrapado en el cuerpo de un perro. En cuanto lo hube pensado Manfredo soltó un ladrido corto y agudo, como de confirmación.
También me pregunté si no sería Manfredo quien encontró los cristales para mí en una cueva o, más bien, que condujo al nagual hasta ellos, en la misma forma en que me guió hasta mi mirador favorito en los cerros desde los cuales se dominaba la casa y el terreno.
– Una vez me preguntaste cómo era posible que supiese tanto acerca de los cristales -dijo Clara, interrumpiendo mis especulaciones-. No te lo pude decir entonces, porque aún no conocías al nagual. Pero ahora que lo has conocido, puedo decirte que… -respiró profundamente y se inclinó hacia mí-. Somos brujos pertenecientes a la misma tradición que los de la antigüedad. Hemos heredado todos sus rituales y conjuros esotéricos, pero no nos interesa ponerlos en práctica, aunque sepamos usarlos.
– ¡Manfredo es un brujo de la antigüedad! -exclamé con verdadero asombro, olvidándome de que no la había hecho partícipe de mis especulaciones mentales.
Clara me miró, como dudando de mi cordura, y luego se echó a reír con tal fuerza que se acabó toda posibilidad de conversación. Escuché ladrar a Manfredo, como si también estuviera riéndose. Lo más extraño fue que hubiera jurado, o bien que la risa de Clara tenía eco, o que alguien escondido a la vuelta de la casa también se estaba riendo.
Me sentía como una verdadera imbécil. Clara no quiso oír los detalles acerca de la luz reflejada en los ojos de Manfredo.
– Te dije que eras lenta y no muy inteligente, pero no me creíste -me reprendió-. Pero no te preocupes, ninguno de nosotros es muy inteligente. Toda la raza humana somos unos monos arrogantes y de muy lenta comprensión.
Me dio un coscorrón para subrayar su afirmación. No me gustó que me llamara una mona estúpida y arrogante, pero aún estaba tan emocionada con mi descubrimiento que dejé pasar su comentario.
– El nagual tiene muchas otras razones para darte esos cristales -continuó Clara-, pero tendrá que explicártelas él mismo. Lo único que sé con certeza es que tendrás que hacerles un estuche.
– ¿Qué clase de estuche?
– Una funda hecha del material que creas conveniente. Puedes usar gamuza, fieltro o un pedazo de colcha, o incluso madera, si eso quieres usar.
– ¿Qué clase de estuche hiciste para los tuyos, Clara?
– Yo no recibí cristales -dijo-, pero los llegué a manejar en mi juventud.
– Hablas de ti misma como si fueras vieja. Entre más te trato, más joven te ves.
– Eso se debe a que hago muchos pases brujos a fin de crear esa ilusión -replicó, riéndose con abandono infantil-. Los brujos creamos ilusiones. Mira a Manfredo.
Al escuchar su nombre, Manfredo sacó la cabeza de detrás del árbol y nos miró fijamente. Tuve la extraña impresión de que sabía que estábamos hablando de él y no quería perderse ni una palabra.
– ¿Qué tiene Manfredo? -pregunté, bajando la voz automáticamente.
– Uno juraría que es perro -susurró Clara-. Pero eso se debe a su poder para crear esa ilusión -me dio un empujoncito y me guiñó el ojo con aire conspirador-. Sabes, tienes toda la razón, Taisha. Manfredo no es de ningún modo un perro.
No entendí si quería que asintiera por causa de Manfredo, quien se había incorporado y definitivamente estaba escuchando cada palabra que decíamos, o si realmente creía lo que estaba diciendo, o sea, que Manfredo no era un perro. Antes de que pudiese determinar de qué se trataba, un agudo sonido desde el interior de la casa impulsó a Clara y a Manfredo a saltar de sus lugares y salir corriendo en esa dirección. Empecé a seguirlos, pero Clara se volvió hacia mí e indicó bruscamente: