– ¿Ya llegaron al tema de las compuertas? -preguntó al señor Abelar con curiosidad-. ¿Es por eso que Taisha está apretando los muslos tan fuertemente?
El señor Abelar asintió con la cabeza, totalmente serio.
– Estaba a punto de decirle que una enorme compuerta se encuentra en los órganos sexuales. Pero no creo que entienda a qué me refiero. Todavía tiene un montón de ideas erróneas al respecto.
– Eso es muy cierto -asintió Clara, guiñándome el ojo.
De manera simultánea soltaron tales risotadas que me sentí completamente desairada. Tomé a mal que se rieran y hablaran de mi como si no estuviese presente. Estaba a punto de decirles que no me entendían en absoluto, cuando Clara volvió a hablar, dirigiéndose ahora a mí.
– ¿Entiendes por qué te estamos recomendando el celibato? -preguntó.
– Para viajar hacia la libertad -contesté, repitiendo las palabras del señor Abelar.
Con audacia pregunté a Clara si ella y el señor Abelar eran célibes o si sólo recomendaban una conducta que no estaban dispuestos a observar ellos mismos.
– Ya te dije que no somos marido y mujer -replicó Clara, sin turbarse en lo más mínimo-. Somos unos brujos interesados en el poder, en reunir energía, no en perderla.
Me volví hacia el señor Abelar y le pregunté si en verdad era brujo y qué implicaba tal condición. No contestó sino miró a Clara, como si estuviera pidiéndole permiso para revelar algo. Clara inclinó la cabeza en una señal casi imperceptible de asentimiento.
– No me agrada la palabra "brujo" -indicó él-, porque connota creencias y acciones que no forman parte de lo que hacemos.
– ¿Qué hacen exactamente? -pregunté-. Clara dijo que sólo usted podía explicármelo.
El señor Abelar enderezó la espalda y me dirigió una mirada aterradora que me obligó a ponerme muy atenta.
– Formamos un grupo de dieciséis personas, incluyéndome a mí, y un ser, que es Manfredo -empezó, con gran formalidad-. Diez de estas personas son mujeres. Todos hacemos lo mismo: dedicamos nuestras vidas al desarrollo de nuestro doble. Usamos nuestros cuerpos etéreos para desafiar muchas de las leyes naturales del mundo físico. Si eso significa ser brujo, entonces todos somos brujos. Si no es así, entonces no lo somos. ¿Ayuda eso a aclararte las cosas?
– Puesto que me están instruyendo en el manejo del doble, ¿seré yo bruja también? -pregunté.
– No lo sé -replicó, examinándome en forma curiosa-. Todo depende de ti. Siempre depende, individualmente, de cada uno de nosotros si cumplimos con nuestro destino o lo estropeamos.
– Pero Clara dijo que todos los que vivimos en esta casa nos encontramos aquí por algún motivo especial. ¿Por qué fui elegida? -pregunté-. ¿Por qué yo en particular?
– Es una pregunta muy difícil de contestar -indicó el señor Abelar con una sonrisa-. Digamos que nos vimos obligados a incluirte. ¿Recuerdas la noche, hace unos cinco años, cuando te sorprendieron en una situación comprometedora con un joven?
De inmediato empecé a estornudar, mi reacción usual al sentirme amenazada. Durante mi recapitulación había recordado, una y otra vez, situaciones comprometedoras. Desde los catorce años me obsesionaban los muchachos y los perseguía en forma agresiva, de la misma manera en que de niña había perseguido a mis hermanos. Sentía el desesperado deseo de ser amada por cualquiera, porque sabía que ninguno de los miembros de mi familia me querían. Sin embargo, siempre terminaba por espantar a mis supuestos pretendientes, antes de que lograran acercarse mucho. Mi agresividad convenció a todos de que era una mujer fácil, capaz de cualquier cosa. Por consiguiente, tenía la peor reputación imaginable, pese a no haber hecho ni la mitad de las cosas que me atribuían mis amigos y familia.
– Te encontraron subida en la mesa donde se preparaba la comida, en el autocinema de California, donde trabajabas. ¿Lo recuerdas? -escuché decir al señor Abelar.
¿Cómo iba a olvidarlo? Esa fue una de las peores experiencias de mi vida. Puesto que se trataba de un asunto tan delicado, había pospuesto recapitularlo a fondo, limitándome a rozarlo apenas. En aquel entonces, estaba estudiando la preparatoria y tenía un trabajo de verano vendiendo comida y refrescos en un autocinema. Hacia el final de la temporada Kenny, el joven que administraba el negocio, me dijo que me amaba. Hasta ese momento me había sido indiferente, porque tenía las miras puestas en el dueño, un hombre apuesto y rico. Por desgracia a él le interesaba Rita, mi enemiga de diecinueve años, pelirroja y bellísima. Todas las noches, unos minutos después de empezar la película, se metía a la oficina del jefe y cerraba la puerta con llave. Al salir justo antes del intermedio, tenía arrugado el uniforme a cuadros rosas y blancos y traía el pelo aplastado y enredado. Yo envidiaba intensamente a Rita. Lo peor fue su promoción a cajera, mientras que yo debí seguir repartiendo palomitas y sirviendo refrescos en el mostrador.
Cuando Kenny me dijo que me creía hermosa y deseable, empecé a mirarlo con otros ojos. Pasé por alto el hecho de que tenía un severo caso de acné, tomaba litros de cerveza, escuchaba música ranchera, calzaba botas y hablaba con un fuerte acento tejano. De repente me pareció varonil y cariñoso, y lo único que me importó saber de él fue que sus padres eran católicos y no estaban enterados de que fumaba mariguana. Empecé a enamorarme y no quería que los detalles personales fueran un obstáculo.
Cuando le dije que yo iba a dejar de trabajar al finalizar la semana, porque mis padres se irían de vacaciones a Alemania y tenía que acompañarlos, Kenny se puso furioso. Acusó a mis padres de querer separarnos deliberadamente. Me tomó de la mano y juró que no podía vivir sin mí. Me propuso matrimonio, pero yo estaba apenas entrando a los dieciséis años. Le dije que debíamos esperar. Me abrazó con pasión y dijo que por lo menos teníamos que hacer el amor. No entendí si se refería a algún momento antes de mi salida para Alemania o a ese mismo instante. Yo estaba completamente de acuerdo con él y opté por ese mismo instante. Contábamos con unos veinte minutos antes de que terminara la función. Retiré los panes de la mesa de trabajo y procedí a quitarme la ropa.
Kenny tuvo miedo. Temblaba como un niñito, a pesar de sus veintidós años. Nos abrazamos y nos besamos, pero antes de que pudiera suceder otra cosa nos detuvo un viejo que irrumpió en el cuarto. Al descubrirnos en esa situación tan comprometedora, agarró una escoba, me pegó en la espalda con la parte de la paja y me sacó media desnuda al vestíbulo, a la vista de toda la gente formada delante del merendero. Todos se rieron y se burlaron de mí. Lo peor fue que reconocí a dos maestros de mi escuela. Se escandalizaron tanto al verme como yo me espanté al verlos a ellos. Uno de mis maestros le reportó el incidente al director, quien a su vez informó a mis padres. Para cuando todos terminaron de chismear, yo era el hazmerreír de la escuela. Durante años recordé con odio al horrible viejo que se erigió en mi juez moral. Estaba convencida de que de hecho arruinó mi vida, porque me fue prohibido volver a ver a Kenny nunca más.
– Yo fui ese hombre -dijo el señor Abelar, como si hubiera estado siguiendo el hilo de mis pensamientos.
En ese momento me golpeó todo el impacto de haber recordado mi humillación pública. Y tener delante de mí a la persona responsable de ésta fue más de lo que pude soportar. Me puse a llorar de la frustración. Lo peor fue que el señor Abelar no parecía en absoluto arrepentido de lo que había hecho.
– Te he buscado desde aquella noche -dijo el señor Abelar con una sonrisa maliciosa.
Creí descubrir todo tipo de perversos matices sexuales en su mirada y sus palabras. Mi corazón estuvo a punto de explotar del coraje y el miedo. En ese momento supe que Clara me había llevado a México por razones siniestras relacionadas con un plan secreto que ambos concibieron desde el principio, el cual incluía, sin duda alguna, sexo aberrante. Ahí supe por qué no creí sus declaraciones de celibato ni por un momento.