– ¿Qué me van a hacer? -pregunté, con la voz entrecortada por el miedo.
Clara me miró, perpleja, y luego se echó a reír, como si hubiera entendido todo lo que pasó por mi mente. El señor Abelar imitó mi voz entrecortada haciéndole la misma pregunta a Clara:
– ¿Qué me van a hacer? -su carcajada resonante se unió a la de Clara, reverberando por toda la casa. Escuché los aullidos de Manfredo desde su cuarto; parecía estarse riendo también. Me sentí más que desdichada; estaba desolada. Me puse de pie para irme, pero el señor Abelar me empujó, obligándome a tomar asiento de nuevo.
– La vergüenza y la importancia personal son unos compañeros terribles -indicó en tono serio-. No has recapitulado el incidente o no te encontrarías en este estado ahora. -A continuación suavizó su mirada fija y feroz, adoptando una expresión que casi era amabilidad, y agregó-, Clara y yo no queremos hacerte nada. Te has hecho más que suficiente tú misma. Aquella noche buscaba el baño y abrí una puerta reservada para empleados. Puesto que un nagual siempre está consciente de lo que hace, y nunca comete errores por simple descuido, supuse que estaba predestinado a encontrarte y que tú tenías un significado especial para mí. Al verte ahí, medio desnuda y a punto de entregarte a un hombre débil que tal vez hubiera destruido tu vida, actué en forma muy específica y te pegué con la escoba.
– Lo que hizo fue convertirme en el hazmerreír de mi familia y amigos -grité.
– Quizá. Pero también me apoderé de tu cuerpo etéreo y le até una línea de energía -indicó-. Desde ese día, siempre he sabido dónde andas, pero tardé cinco años en crear una situación en la que estarías dispuesta a escuchar lo que tengo que decirte.
Por primera vez, comprendí lo que estaba diciendo. Fijé la mirada en él con incredulidad.
– ¿Quiere usted decir que durante todo este tiempo ha sabido dónde andaba yo? -pregunté.
– He estado siguiendo cada uno de tus movimientos -dijo en tono concluyente.
– Quiere usted decir que anduvo espiándome -las implicaciones de lo que me estaba diciendo cobraban forma lentamente.
– Sí, en cierto modo -admitió.
– ¿Clara también sabía que yo vivía en Arizona?
– Naturalmente. Todos sabíamos dónde estabas.
– Entonces no fue por casualidad que Clara me encontró en el desierto ese día -exclamé. Me volví hacia Clara, furiosa-. Sabías que estaría ahí, ¿verdad?
Clara asintió con la cabeza.
– Lo admito. Ibas con tanta regularidad que no fue difícil seguirte.
– Pero me dijiste que estabas ahí por casualidad -grité-. Me mentiste; me engañaste para que viniera a México contigo. Y me has estado mintiendo desde entonces, riéndote a mis espaldas por sólo Dios sabe qué razones -todas las dudas y sospechas que no había expresado en meses por fin salieron a la superficie y explotaron-. Esto no ha sido más que un juego para ustedes -grité-, para ver qué tan estúpida y crédula soy.
El señor Abelar me dirigió una mirada feroz, pero eso no me impidió devolvérsela igual. Me dio unos golpecitos en la cabeza para tranquilizarme.
– Estás completamente equivocada, jovencita -dijo con severidad-. Esto no ha sido un juego para nosotros. Es cierto que nos hemos reído bastante de tus idioteces, pero ninguna de nuestras acciones son mentiras o trucos. Son totalmente serias; de hecho, se trata de un asunto de vida o muerte para nosotros.
Sonaba tan sincero y se veía tan autoritario que la mayor parte de mi ira se disipó, dejando en su lugar un inevitable aturdimiento.
– ¿Qué quería Clara conmigo? -pregunté, mirando al señor Abelar.
– Confié a Clara una misión sumamente delicada: traerte a casa -explicó-. Y lo logró. La seguiste, obedeciendo a tu propio impulso interior. Es sumamente difícil lograr que aceptes invitaciones, y una de alguien completamente desconocido es prácticamente imposible. Sin embargo, lo logró. ¡Fue una jugada maestra! Para un trabajo tan bien hecho, sólo caben elogios y admiración.
Clara se incorporó de un salto e hizo una reverencia llena de gracia.
– Fuera ya de toda broma -indicó, adoptando una expresión solemne al sentarse de nuevo-, el nagual tiene razón; fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Hubo momentos en que pensé que te ganaría tu naturaleza recelosa, que me mandarías a la goma. Incluso tuve que mentir y decirte que tengo un nombre budista secreto.
– ¿No lo tienes?
– No, no lo tengo. Mi deseo de libertad ha consumido todos mis secretos.
– Pero aún no entiendo cómo Clara supo dónde encontrarme -dije, mirando al señor Abelar-. ¿Cómo supo que estaba en Arizona en ese momento en particular?
– Por tu doble -replicó el señor Abelar, como si fuera lo más obvio.
En el instante en que lo dijo, se me despejó la mente y entendí exactamente a qué se refería. De hecho, supe que era la única forma posible en que hubieran podido mantenerse al tanto de mis pasos.
– Amarré una línea de energía a tu cuerpo etéreo la noche que te sorprendí -explicó-. Puesto que el doble está hecho de pura energía, es fácil marcarlo. Sentí que, dadas las circunstancias de nuestro encuentro, era lo menos que podía hacer por ti. Como una especie de protección.
El señor Abelar me miró, a la espera de que hiciese una pregunta. Pero mi mente se encontraba muy ocupada tratando de recordar más detalles acerca de lo sucedido esa noche, cuando irrumpió en el cuarto.
– ¿No vas a preguntarme cómo te marqué? -preguntó, fijando en mí una mirada intensa.
Se me destaparon los oídos, la habitación se llenó de energía y todo encajó. No tuve que preguntar al señor Abelar cómo lo había hecho; ya lo sabía.
– ¡Me marcó cuando me pegó con la escoba! -exclamé. Resultaba perfectamente claro, pero cuando lo pensé no tuvo ningún sentido, porque no explicaba nada.
El señor Abelar asintió con la cabeza, complacido de que hubiera llegado a esa conclusión yo sola.
– Así es. Te marqué al pegarte en la parte superior de la espalda con la escoba, cuando te saqué por la puerta. Deposité una energía especial dentro de ti. Y esta energía ha estado alojada dentro de ti desde aquella noche.
Clara se acercó y me escudriñó.
– ¿No te has fijado, Taisha, en que tienes el hombro izquierdo más alto que el derecho?
Había notado que uno de mis omóplatos sobresalía más que el otro, provocando tensión en mi cuello y hombros.
– Pensé que había nacido así -indiqué.
– Nadie nace con la marca del nagual -dijo Clara, riéndose-. Tienes la energía del nagual alojada debajo del omóplato izquierdo. Piénsalo; tus hombros se desalinearon después de que el nagual te pegó con la escoba.
Tuve que admitir que, más o menos por la época de ese trabajo de verano en el autocinema, mi madre se dio cuenta por primera vez de que algo andaba mal con la parte superior de mi espalda. Al medirme un vestido ligero que me estaba cosiendo, observó que no ajustaba correctamente. Se espantó al notar que el defecto no era cosa del vestido sino de mis omóplatos; uno de ellos definitivamente estaba más arriba que el otro. Al día siguiente hizo que el médico de la familia me examinara la espalda; concluyó que tenía la espina ligeramente desviada hacia un lado. Diagnosticó mi condición como escoliosis congénita, pero le aseguró a mi madre que la curvatura era tan ligera que no debíamos preocuparnos.
– Qué bueno que el nagual no depositó demasiada energía dentro de ti -bromeó Clara- o estarías jorobada.
Me volví hacia el señor Abelar. Sentí que se tensaban los músculos de mi espalda, como solía pasar cuando estaba nerviosa.