– Ahora que me trajo aquí, ¿cuáles son sus intenciones? -pregunté.
El señor Abelar dio un paso hacia mí. Me examinó con mirada fría.
– Lo único que he deseado, desde el día en que te encontré, es repetir lo que hice por ti aquella noche -replicó solemnemente-, abrir la puerta y sacarte por la fuerza. Esta vez quiero abrir la puerta del mundo cotidiano y sacarte a la libertad.
Sus palabras y estado de ánimo desencadenaron un caudal de sentimientos dentro de mí. Desde que tenía uso de razón, recordaba haber andado siempre buscando, asomada a las ventanas, escudriñando las calles, como si algo o alguien estuviese esperándome a la vuelta de la esquina. Siempre tuve premoniciones, sueños con escapar, aunque no sabía de qué. Ese anhelo fue el que me obligó a seguir a Clara hacia un destino desconocido. Y también era eso lo que me había impedido irme, pese a la imposibilidad de mis tareas. Al sostener la mirada del señor Abelar, una ola indescriptible de bienestar me envolvió. Supe que por fin había encontrado lo que estaba buscando. Obedeciendo al impulso del más puro afecto, me incliné y le besé la mano. Desde profundidades insospechadas en mi interior, brotaron unas palabras que no tenían significado racional, sólo emocional.
– Usted es el nagual para mí también -murmuré.
Le brillaban los ojos con la felicidad de que por fin hubiéramos logrado un entendimiento. Me despeinó afectuosamente y todos mis temores y frustraciones contenidos se soltaron en un diluvio de lágrimas afligidas.
Clara se puso de pie y me dio un pañuelo.
– La única manera de sacarte de esta tristeza es haciéndote enojar o pensar -indicó-. Haré las dos cosas contándote lo siguiente. No sólo supe dónde encontrarte en el desierto, sino que ¿te acuerdas del departamentito caliente y sofocante del que me pediste que sacara tus cosas? Bueno, pues, mi primo es dueño del edificio.
Miré a Clara escandalizada, incapaz de pronunciar una sola palabra. La risa de Clara y del señor Abelar fue como una gigantesca explosión que reverberaba dentro de mi cabeza. Ninguna cosa que dijeran o me revelaran hubiera podido sorprenderme más. Al desvanecerse mi estupor inicial, en lugar de ofenderme por haber sido manejada de ese modo, me llené de admiración ante la increíble precisión de sus maniobras y la inmensidad de su control, que por fin comprendí no era control sobre mí sino sobre sí mismos.
15
Un día, varios meses después de que conocí al señor Abelar, Clara, en lugar de enviarme a la cueva para recapitular, me pidió que le hiciera compañía mientras trabajaba en el jardín. Cerca del huerto, más allá del patio trasero de su casa, observé cómo meticulosamente rastrillaba las hojas hasta formar un montón. Encima de éste acomodó cuidadosamente, en forma elíptica, varias hojas secas y quebradizas color café.
– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, acercándome para ver mejor.
Me sentía tensa y melancólica, porque había pasado toda la mañana en la cueva recapitulando los recuerdos de mi padre. Siempre lo había creído un ogro bombástico y arrogante. Darme cuenta de que en realidad era un hombre triste y derrotado, deshecho por la guerra y por sus ambiciones frustradas, me había agotado emocionalmente.
– Estoy preparando un nido para que te sientes en él -replicó Clara-. Debes empollar como una gallina que incuba sus huevos. Quiero que estés descansada, porque tal vez recibamos una visita esta tarde.
– ¿De quién? -pregunté indiferente.
Desde hacía meses, Clara me venía prometiendo que me presentaría a los otros miembros del grupo del nagual a sus misteriosos parientes que por fin habían regresado de la India, pero aún no lo hacía. Cada vez que expresaba mi deseo de conocerlos, afirmaba que debía purificarme primero mediante una recapitulación más minuciosa, porque en mi estado actual no me encontraba apta para conocer a nadie. Le creía. Entre más examinaba los recuerdos de mi pasado, más sentía la necesidad de purificarme.
– No has contestado mi pregunta, Clara -dije, irritada-. ¿Quién vendrá?
– No te preocupes por eso -contestó, pasándome un puñado de secas hojas cobrizas-. Póntelas sobre el ombligo y amárralas con tu faja de recapitulación.
– Dejé la faja en la cueva -indiqué.
– Espero que la estés usando correctamente -comentó-. La faja nos apoya al recapitular. Debes envolverte el estómago con ella y amarrar uno de sus extremos a la estaca que enterré en el suelo dentro de la cueva. De esta manera, no te caerás ni te golpearás la cabeza si te duermes o en caso de que tu doble decida despertar.
– ¿Voy por ella?
Chascó la lengua, exasperada.
– No, no hay tiempo. Nuestra visita puede llegar en cualquier momento y quiero que estés descansada y en tus mejores condiciones. Puedes usar mi faja.
De prisa, Clara entró a la casa y regresó casi enseguida con una tira de tela color azafrán. Era verdaderamente hermosa. Estaba entretejida con un diseño casi imperceptible. La tira de seda brillaba tenuemente a la luz del sol, cambiando su matiz de un dorado oscuro a un suave ámbar.
– Si alguna parte de tu cuerpo está herida o adolorida, envuélvela con esta faja -explicó Clara-. Te ayudará a recuperarte. Tiene un poco de poder, porque hace años que he recapitulado con ella puesta. Algún día podrás decir lo mismo de la tuya.
– ¿Por qué no puedes decirme quién va a venir? -insistí-. Sabes que odio las sorpresas. ¿Es el nagual?
– No, es otra persona -indicó-, pero igualmente poderosa, si no es que más. Cuando la conozcas, debes estar calmada y vacía de todo pensamiento, o no sacarás provecho de su presencia.
Con exagerada solemnidad, Clara dijo que ese día, como cuestión de principios, debía usar todos los pases brujos que me había enseñado, no porque alguien fuera a examinarme para asegurarse de que los dominaba sino porque había llegado a una encrucijada y tenía que empezar a avanzar en una nueva dirección.
– Espera, Clara, no me asustes hablando de cambios -supliqué-. Me aterrorizan las nuevas direcciones.
– Asustarte es lo que menos quiero -aseveró-. Lo que pasa es que yo también estoy un poco preocupada. ¿Traes tus cristales?
Desabroché mi chaleco y le enseñé la doble funda de hombro que había fabricado de cuero, con su ayuda, para guardar los dos cristales de cuarzo. Los traía uno debajo de cada brazo, como dos cuchillos en sus respectivas vainas, que tenían hasta una solapa sujeta con un broche de presión.
– Sácalos y manténlos listos -dijo-. Y úsalos para reunir tu energía. No esperes a que ella te indique que lo hagas. Hazlo con base a tu propio criterio, cada vez que creas necesitar un refuerzo adicional de energía.
Fue fácil deducir dos cosas de lo que dijo Clara: sería un encuentro serio y nuestra misteriosa visita era una mujer.
– ¿Es una de tus parientes? -pregunté.
– Sí, así es -replicó Clara con una sonrisa fría-. Esta persona es mi pariente, un miembro de nuestro grupo. Ahora ponte tranquila y no hagas más preguntas.
Quería saber dónde se quedaban sus parientes. Era imposible que estuviesen alojados en la casa, porque me los hubiera encontrado o al menos hubiera descubierto alguna señal de su presencia. No ver a nadie había hecho de mi curiosidad una obsesión. Empecé a creer que los parientes de Clara se escondían deliberadamente o incluso me espiaban. Esto me enfurecía y al mismo tiempo acrecentaba mi resolución de sorprenderlos. El motivo de mi agitación era la inconfundible sensación de que alguien me observaba constantemente.
De manera deliberada traté de atrapar a quienquiera que fuese; dejaba por ahí uno de mis lápices para dibujar, para ver si alguien lo recogía, o abría una revista en cierta página y la revisaba después para ver si le habían cambiado la página. En la cocina examinaba los trastes cuidadosamente, en busca de señales de uso. Incluso llegué al extremo de alisar la tierra apisonada delante de la puerta trasera y regresar después para revisar el suelo en busca de pisadas o huellas desconocidas. Pese a todos mis esfuerzos detectivescos, las únicas huellas que encontraba eran las de Clara, Manfredo y las mías. Si alguien se hubiera ocultado de mí, estaba convencida de que lo habría notado. Sin embargo, tal como estaban las cosas, no parecía haber nadie más en la casa, pese a que la presencia de otras personas era un hecho seguro para mí.