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Entre ellos, en el extremo más alejado del pasillo, vi a Clara. Esbozaba una sonrisa radiante y abrió los brazos, invitándome a abrazarla. Luego vi a Manfredo, que rascaba el piso. Estaba tan feliz de verme como Clara. Eché a correr hacia ellos, pero en lugar de sentir mis pasos sobre el piso de madera fui lanzada al aire. Desesperada, observé que pasaba por encima de Clara y Manfredo y todas las demás personas en el pasillo. No pude controlar mis movimientos; sólo pude gritar angustiada los nombres de Clara y de Manfredo, al pasar volando por encima de ellos hasta más allá del pasillo y de la casa, más allá de los árboles y los cerros, hacia un fulgor deslumbrante y, finalmente, una quietud totalmente negra.

17

Estaba soñando que removía la tierra en el jardín, cuando me despertó un agudo dolor en el cuello. Sin abrir los ojos, busqué las almohadas a tientas para apoyar el cuello en sus suaves y cómodos pliegues. Sin embargo, mis manos buscaron en vano. No encontré las almohadas; ni siquiera percibía el colchón. Sentí que empezaba a mecerme, como si hubiera comido o bebido demasiado la noche anterior y estuviese resintiendo los perturbadores efectos de la indigestión. Poco a poco abrí los ojos. En lugar de ver el techo o las paredes, vi ramas y hojas verdes. Cuando traté de incorporarme, todo se movió a mi alrededor. Me di cuenta de que no estaba en mi cama; me encontraba suspendida en el aire, en una especie de arneses, y era yo la que se columpiaba, no el mundo a mi alrededor. Supe con toda certeza que no se trataba de un sueño. Cuando mis sentidos intentaron poner en orden el caos, observé que estaba elevada, por medio de poleas, hasta la rama más alta de un árbol.

La inesperada sensación de despertar atada, aunada al descubrimiento de que no había nada debajo de mí, instantáneamente me provocaron un terror físico a las alturas. En mi vida me había subido a un árbol. Empecé a pedir ayuda a gritos. Nadie acudió a rescatarme, de modo que seguí gritando hasta perder la voz. Exhausta, quedé colgada como un cadáver lacio. El terror físico me había hecho perder el control sobre mis funciones excretorias. Estaba toda sucia. Por otra parte, mis gritos acabaron con mis temores. Miré a mi alrededor y poco a poco empecé a analizar la situación.

Observé que tenía libres los brazos y las manos y, al voltear la cabeza hacia abajo, vi qué era lo que me tenía suspendida. Unas gruesas cintas de cuero color café estaban sujetas con hebillas a mi cintura, pecho y piernas. Alrededor del tronco del árbol había otra cinta, la cual podía alcanzar con sólo estirar los brazos. A esta última cinta estaban sujetos el extremo de una cuerda y una polea. Comprendí al instante que todo lo que debía hacer a fin de liberarme era soltar la cuerda y bajarme por medio de la polea. Tuve que hacer un esfuerzo máximo para alcanzar la cuerda y bajar, porque me temblaban los brazos y las manos. Sin embargo, una vez tendida en el suelo pude desabrochar laboriosamente las correas que me ceñían el cuerpo y extraerme de los arneses.

Entré corriendo a la casa, llamando a Clara a gritos. Vagamente recordaba saber que no la podría encontrar, pero era más una sensación que una certidumbre consciente. Automáticamente me puse a buscarla, pero no apareció por ninguna parte, ni tampoco Manfredo. No fue difícil comprender que todo había cambiado, de algún modo, pero no sabía qué ni cuándo, ni siquiera por qué las cosas eran ahora distintas de antes. Sólo sabía que algo se había roto irremediablemente.

Caí en un largo monólogo interior. Me dije a mí misma cómo deseaba que Clara no hubiese salido en uno de sus misteriosos viajes justo cuando más la necesitaba. Entonces razoné que tal vez hubiera otras explicaciones de su ausencia. Quizá me estaba evitando deliberadamente o se encontraba de visita con sus parientes del lado izquierdo de la casa. De pronto recordé a Nélida y me precipité a la puerta del lado izquierdo del pasillo y traté de abrirla, haciendo caso omiso de la advertencia de Clara de nunca tocar esa puerta. Estaba cerrada con llave. Llamé a Clara varias veces a través de la puerta, luego le di un puntapié, enojada, y me dirigí a mi recámara. Consternada descubrí que esa puerta también estaba cerrada con llave. Frenéticamente, traté de abrir las puertas de las otras recámaras a lo largo del pasillo. Todas estaban cerradas con llave excepto una, la cual daba a una especie de cuarto para trebejos. No había entrado nunca allí, en obediencia a las instrucciones expresas de Clara. Sin embargo, la puerta siempre estuvo entreabierta y cada vez que pasaba solía asomarme.

En esta ocasión entré, pidiendo en voz alta a Clara y a Nélida que salieran de sus escondites. El cuarto estaba a oscuras, pero lleno hasta el tope de la colección más extraña de objetos que había visto en mi vida. De hecho, estaba tan atestado de grotescas esculturas, cajas y baúles que casi no quedaba lugar para caminar. Un poco de luz entraba por la hermosa vidriera sobresaliente que había en la pared del fondo. Su suave brillo proyectaba sombras espectrales sobre todos los objetos en la habitación. Se me ocurrió que así deben verse las bodegas de los trasatlánticos elegantes, pero fuera de servicio, que han viajado por todo el mundo. De súbito el piso debajo de mí empezó a oscilar y crujir y los objetos a mi alrededor también parecieron cambiar de lugar. Proferí un grito involuntario y salí corriendo del cuarto. El corazón me latía tan rápido y fuerte que requerí varios minutos y bastantes respiraciones profundas para aquietarlo.

Una vez en el pasillo, me di cuenta de que estaba abierto el gran ropero enfrente del cuarto para trebejos y que toda mi ropa se encontraba ahí, colgada ordenadamente de los ganchos o doblada sobre los estantes. Un alfiler sujetaba un recado dirigido a mí en la manga de la chamarra que Clara me había dado el día de mi llegada a la casa. Decía: "Taisha, el hecho de que estás leyendo este recado me indica que has bajado del árbol. Por favor sigue mis instrucciones al pie de la letra. No regreses a tu cuarto, porque está cerrado con llave. A partir de ahora dormirás en tus arneses o en la casa del árbol. Todos hemos salido en un extenso viaje. Estás a cargo de toda la casa. ¡Esfuérzate!" Lo firmaba "Nélida".

Pasmada, me quedé viendo el recado por mucho tiempo y lo leí una y otra vez. ¿Qué quería decir Nélida con que estaba a cargo de la casa? ¿Qué debía yo hacer ahí, completamente sola? La idea de dormir en esos terribles arneses, suspendida como una res en canal, me causó la sensación más rara de todas.

Deseé que las lágrimas me inundaran los ojos. Quise sentir lástima de mí misma, por haber sido abandonada, y enfadarme con ellas por haberse ido sin avisar, pero no pude hacer ninguna de las dos cosas. Me paseé violentamente por toda la casa, tratando de cobrar impulso para una rabieta. De nueva cuenta fracasé miserablemente. Era como si algo se hubiera apagado dentro de mí, tornándome indiferente e incapaz de expresar mis emociones familiares. No obstante, sí me sentía abandonada. El cuerpo me empezó a temblar, como siempre me pasaba justo antes de romper a llorar. Sin embargo, lo que brotó no fue un diluvio de lágrimas sino un torrente de recuerdos y visiones parecidas a sueños.

Me encontraba suspendida en los arneses, mirando hacia abajo. Había unas personas paradas al pie del árbol que se reían y aplaudían. Me gritaron, tratando de llamar mi atención. Luego todos profirieron un ruido al unísono, como el rugido de un león, y se fueron. Sabía que era un sueño. Sin embargo, también sabía que conocer a Nélida definitivamente no había sido un sueño. Su recado en mi mano lo probaba. De lo que no estaba segura era de por qué y por cuánto tiempo estuve suspendida en el árbol. A juzgar por el estado de mi ropa y por mi hambre feroz, pude pasar días ahí. ¿Pero cómo llegué allá arriba?