Agarré algo de ropa y salí para bañarme y cambiarme. Limpia de nuevo, me di cuenta de que aún no había buscado en la cocina. Me llenó la esperanza tenaz de que Clara estuviese comiendo ahí y no hubiera oído mis gritos. Abrí la puerta, pero la cocina estaba desierta. Busqué algo de comer. Encontré una cazuela con mi caldo favorito sobre la estufa y desesperadamente deseé creer que Clara me lo había dejado. Lo probé y solté un sollozo sin lágrimas. Las verduras estaban finamente rebanadas, no picadas, y casi no tenía carne. Supe entonces que Clara no lo había preparado y que se había ido. Al principio no quise probar el caldo, pero tenía muchísima hambre. Tomé mi tazón del estante y lo llené hasta el borde.
Sólo después de comer, al analizar mi situación, se me ocurrió que quedaba un sitio más que se me había olvidado revisar. Me apresuré para llegar a la cueva, con la vaga esperanza de encontrar ahí a Clara o al nagual. No encontré a nadie; ni siquiera a Manfredo. La soledad de la cueva y de los cerros me inspiró tal sentimiento de tristeza que hubiera dado cualquier cosa en el mundo por poder llorar. Me metí a la cueva, sintiendo la desesperación de un mudo que apenas un día antes podía hablar. Quise morir en el acto, pero en cambio me dormí.
Al despertar, regresé a la casa. Ahora que todo el mundo se había ido, pensé, daba lo mismo irme yo también. Me dirigí al lugar donde estaba estacionado mi coche. Clara lo había manejado constantemente y le había dado mantenimiento en un taller de la ciudad. Lo arranqué para cargar la batería y, aliviada, comprobé que funcionaba perfectamente. Después de guardar algunas de mis cosas en una pequeña maleta, llegué hasta la puerta trasera cuando una intensa punzada de culpabilidad me detuvo. Volví a leer el recado de Nélida. En él me pedía cuidara la casa. No podía abandonarla sin más. Decía que me esforzara. Me daba la impresión de que me habían confiado una tarea particular y que debía quedarme, aunque sólo fuese para averiguar cuál era esa tarea. Regresé mis cosas al ropero y me acosté en el sofá para evaluar mi situación.
Mis gritos definitivamente me habían irritado las cuerdas vocales. La garganta me dolía mucho; pero aparte de eso parecía encontrarme en buenas condiciones físicas. La impresión, el miedo y la lástima de mí misma habían pasado, y sólo quedaba la certeza de que algo monumental me había sucedido en el pasillo izquierdo. Sin embargo, por mucho que me esforcé no pude recordar lo que sucedió después de que crucé el umbral.
Aparte de estas preocupaciones fundamentales, también enfrentaba un problema inmediato y serio: no estaba segura de cómo encender la estufa, que calentaba con madera. Clara me había mostrado una y otra vez cómo hacerlo, pero simplemente no le encontré el modo, quizá porque creía que nunca tendría que encenderla yo misma. Una solución que se me ocurrió fue mantener el fuego alimentándolo durante toda la noche.
Me precipité a la cocina para agregar más madera al fuego antes de que se apagara. También herví más agua y lavé mi plato con ella. Vertí el resto del agua al filtro de piedra caliza, con forma de un ancho cono invertido. El enorme receptáculo descansaba sobre un pedestal sólido de hierro forjado y, gota por gota, filtraba el agua hervida. Del recipiente al que caía el agua debajo del filtro, con un cucharón me serví agua en mi tarro. Bebí agua fresca y deliciosa hasta saciarme y luego decidí volver a la casa. Quizá Clara o Nélida me habían dejado otros recados con indicaciones más específicas acerca de lo que debía hacer.
Busqué las llaves para las recámaras. En un armario del pasillo encontré un juego de llaves marcadas con diferentes nombres. Escogí una que traía el nombre de Nélida; me sorprendió descubrir que servía para abrir mi recámara. Luego tomé la llave de Clara y la ensayé en diferentes puertas hasta encontrar la cerradura en la cual encajaba. Di vuelta a la llave y la puerta se abrió, pero no pude entrar a su cuarto para curiosear. Sentí que, aunque se hubiera ido, tenía derecho a su privacía.
Cerré la puerta de nuevo, le eché la llave y guardé el llavero donde lo había encontrado. Regresé a la sala y me senté en el piso, apoyando la espalda en el sofá tal como Nélida me lo había recomendado. Definitivamente ayudó a calmar mis nervios. Otra vez pensé en subirme a mi coche e irme. Pero en realidad no tenía deseos de hacerlo. Decidí aceptar el reto y cuidar la casa mientras estuvieran ausentes, aunque fuese para siempre.
Puesto que no tenía nada más qué hacer, se me ocurrió que podía tratar de leer. Había recapitulado acerca de mis tempranas experiencias negativas con los libros y pensé que podría ponerme a prueba, para ver si había cambiado mi actitud hacia ellos. Fui a revisar los libreros. Encontré que la mayoría de los libros estaban en alemán, algunos en inglés y otros cuantos en español. Realicé una inspección rápida y observé que la mayoría de los libros en alemán trataban de botánica; también había algunos sobre zoología, geología, geografía y oceanografía. En otro estante un poco escondido había una colección de libros de astronomía, en inglés. Los libros en español, que ocupaban un librero separado, eran de literatura, novelas y poesía.
Decidí empezar con los libros de astronomía, puesto que era un tema que siempre me había fascinado. Escogí un libro delgado con muchas ilustraciones y empecé a hojearlo. Sin embargo, no tardé en dormirme.
Cuando desperté, la casa estaba completamente a oscuras y tuve que buscar a tientas, en la oscuridad total, el camino hasta la puerta trasera. En el camino al cobertizo que alojaba el generador, descubrí una luz que provenía de la cocina. Me di cuenta de que alguien ya había prendido el generador. Regocijada ante el posible regreso de Clara, me precipité a la cocina. Al acercarme, escuché que alguien cantaba suavemente en español. No era Clara. Era una voz de hombre, pero no la del nagual. Avancé con mucha cautela. Antes de que llegara hasta la puerta, un hombre sacó la cabeza y, al verme, profirió un fuerte grito. Grité al mismo tiempo que él. Al parecer lo había asustado tanto como él a mí. Salió y por un momento nos quedamos viendo.
Era delgado, pero no flaco; nervudo, pero también musculoso. Tenía mi estatura o unos dos centímetros más que yo, midiendo aproximadamente un metro con setenta y dos centímetros. Vestía overoles azules de mecánico, como los que usan los despachadores de gasolina. Su cutis era ligeramente sonrosado; y su cabello, gris. Tenía puntiagudas la nariz y la barbilla, pómulos salientes y una boca pequeña. Sus ojos parecían de pájaro, oscuros y redondos y al mismo tiempo brillantes y animados. Apenas se distinguía el blanco de sus ojos. Al mirarlo fijamente, me produjo la impresión de no estar viendo a un viejo sino a un niño arrugado a causa de una enfermedad exótica. Tenía un aire que era al mismo tiempo viejo y joven, simpático y perturbador. Conseguí pedirle, con mi mejor español aprendido en la preparatoria, que por favor me dijera quién era y que explicara su presencia en la casa.
Me examinó en forma curiosa.
– Hablo inglés -contestó, prácticamente sin acento-. Pasé años viviendo en Arizona con los parientes de Clara. Me llamo Emilito; soy el cuidador. Y tú has de ser la que vive en el árbol.
– ¿Disculpe?
– Eres Taisha, ¿no? -preguntó, dando unos pasos hacia mí. Sus movimientos eran desenvueltos y ágiles.
– Sí, así es. ¿Pero qué es lo que dijo acerca de que vivo en un árbol?
– Nélida me dijo que vives en el gran árbol junto a la puerta delantera de la casa. ¿Es cierto?
Asentí automáticamente, y sólo entonces me di cuenta de algo tan obvio que sólo un simio duro de la cabeza lo pudo haber pasado por alto: el árbol se encontraba en la prohibida parte delantera de la casa, la del Este; la parte del terreno que sólo había visto desde mi punto de observación en los cerros. La revelación desató una ola de emoción en mi interior, porque también comprendí que ahora podría explorar libremente terrenos que siempre me habían sido vedados.