Mi deleite se cortó en seco cuando Emilito meneó la cabeza, como si me tuviese lástima.
– ¿Qué hiciste, pobrecita? -preguntó, dándome unas palmaditas en el hombro.
– No hice nada -repliqué y retrocedí un paso. Estaba insinuando, obviamente, que yo había hecho algo malo, por lo cual fui subida al árbol a manera de castigo.
– Ya, ya, no quiero entrometerme -dijo con una sonrisa-. No tienes que pelear conmigo. No soy nadie importante. Sólo soy el cuidador, un empleado. No soy uno de ellos.
– No me importa quién sea usted -exclamé, irritada-. Ya le dije que no hice nada.
– Bueno, si no quieres hablar de ello, por mí está bien -dijo, dándome la espalda para volver a entrar a la cocina.
– No hay nada de qué hablar -grité, queriendo ser la de la última palabra.
No me costó trabajo gritarle, algo que no me hubiera atrevido a hacer de haber sido él joven y apuesto. Me sorprendí a mí misma al gritar otra vez:
– No me haga pasar un mal rato. Yo soy la que manda aquí. Nélida me pidió que cuidara la casa. Es lo que dice su recado.
Brincó como si le hubiera caído un rayo.
– Sí que eres rara -musitó. Luego se aclaró la garganta y me gritó: -Ni te atrevas a acercarte más. Tal vez sea viejo, pero también soy bastante fuerte. Mi trabajo aquí no incluye arriesgar mi vida ni dejarme insultar por idiotas. Renunciaré.
Ni yo misma entendía qué fue lo que pasó para que gritara.
– Espere -dije en tono de disculpa-. No quise levantar la voz, pero estoy extremadamente nerviosa. Clara y Nélida me dejaron aquí sin advertencia ni explicación.
– Bueno, yo tampoco quise gritarle -contestó, en el mismo tono de disculpa que yo había usado-. Sólo trataba de entender por qué te subieron ahí antes de irse. Es por eso que pregunté si habías hecho algo malo. No quería entrometerme.
– Pero le aseguro, señor, que no hice nada; créame.
– ¿Entonces por qué vives en el árbol? Esta gente es muy seria. No te harían algo así sin motivo. Además, es obvio que eres una de ellos. Si Nélida te deja recados indicándote que cuides la casa, tienes que ser muy amiga de ella. No hace migas con nadie.
– La verdad -dije- es que no sé por qué me dejaron en el árbol. Yo estaba con Nélida del lado izquierdo de la casa y de repente desperté con el cuello todo torcido y colgada de ese árbol. Estaba aterrada.
Al recordar la angustia que sentí al hallarme sola y que todo mundo había desaparecido, no pude evitar alterarme de nuevo. Empecé a temblar y sudar delante de ese hombre desconocido.
– ¿Entraste al lado izquierdo de la casa? Abrió los ojos mucho; parecía sincero el asombro que invadió su rostro.
– Por un instante estuve ahí, pero luego perdí el conocimiento -indiqué.
– ¿Y qué viste?
– Vi a gente en el pasillo. A mucha gente.
– ¿Como cuántos, dirías tú?
– El pasillo estaba lleno de gente. Serían unas veinte o treinta personas.
– ¿Tantas, eh? ¡Qué raro!
– ¿Por qué es raro, señor?
– Porque no había tanta gente en toda la casa. Sólo había diez personas aquí en ese momento. Yo lo sé, porque soy el cuidador.
– ¿Qué significa todo esto?
– ¡No tengo la menor idea! Pero me parece que algo anda muy mal contigo.
El estómago se me contrajo mientras una conocida sensación de condena descendió sobre mí. Era exactamente la misma sensación que de niña había experimentado en la oficina del doctor, cuando descubrieron que padecía de mononucleosis. No tenía la menor idea de lo que era eso, pero sabía que era mi fin; a juzgar por las expresiones sombrías en las caras de los miembros de mi familia, ellos también lo sabían. Cuando iba a ponerme una inyección de penicilina, grité tan fuerte que me desmayé.
– Ya, ya -dijo el cuidador con voz benévola-. No tiene caso agitarse tanto. No quise ofenderte. Déjame decirte lo que sé acerca de esos arneses. Quizá sirva para aclarar las cosas un poco. Los usan cuando la persona a la que están tratando está… bueno… un poco desequilibrada. Si sabes a qué me refiero.
– ¿A qué se refiere, señor?
– Dime Emilito -indicó con una sonrisa-. Por lo que más quieras, no me digas señor. O puedes referirte a mí como el cuidador, de la misma manera en que todos aquí nos referimos a Juan Miguel Abelar como el nagual. Ahora entremos a la cocina y sentémonos a la mesa, para hablar más cómodamente.
Lo seguí a la cocina y me senté. Sirvió en mi taza un poco del agua que había calentado en la estufa y me la llevó.
– Ahora, con respecto a los arneses -prosiguió, instalándose en la banca enfrente de mí-, se supone que sirven para curar trastornos mentales. Y normalmente se los ponen a las personas que han perdido los estribos.
– Pero no estoy loca -protesté-. Si usted o cualquier otra persona insinúa que lo estoy, me iré de aquí.
– Pero debes estar loca -razonó.
– Es el colmo. Regresaré a la casa -me levanté para irme.
El cuidador me detuvo.
– Espera, Taisha. No quería decir que estás loca. Es posible que exista otra explicación -afirmó, en tono conciliador-. Esta gente tiene muy buenas intenciones. Probablemente pensaban que debes reforzar tu poder mental en su ausencia, no curarte de una enfermedad mental. Por eso te metieron a los arneses. Yo tengo la culpa, por haberme precipitado a sacar conclusiones erróneas. Por favor acepta mis disculpas.
Estaba más que dispuesta a olvidar el asunto y volví a sentarme a la mesa. Además, necesitaba estar en buenos términos con el cuidador, porque obviamente sabía cómo prender la estufa. Y no tenía la energía suficiente para seguir sintiéndome ofendida. Por otra parte, a esas alturas me había convencido de que él tenía razón. Sí estaba loca, sólo que no quería que el cuidador lo supiese.
– ¿Vive usted cerca de aquí, Emilito? -pregunté, tratando de aparentar tranquilidad.
– No. Vivo aquí en la casa. Mi habitación está enfrente de tu ropero.
– ¿Quiere decir que vive en ese cuarto para trebejos, lleno de esculturas y cosas? -exclamé-. ¿Y cómo es que sabe dónde está mi ropero?
– Clara me lo dijo -replicó con una sonrisa.
– Pero, si vive aquí, ¿por qué no lo he visto nunca?
– Ah, eso se debe a que tú y yo obviamente tenemos horarios distintos. A decir verdad, yo tampoco te he visto nunca.
– ¿Cómo es posible, Emilito? Llevo aquí más de un año.
– Y yo llevo aquí cuarenta años, a intervalos.
Ambos nos reímos en voz alta de las absurdeces que estábamos diciendo. Lo que me inquietaba era saber, en lo más recóndito de mi interior, que la presencia de esta persona era la que tantas veces había percibido en la casa.
– Yo sé, Emilito, que usted me ha estado observando -declaré en tono contundente-. No lo niegue ni me pregunte cómo lo sé. Lo que es más, también sé que usted sabía quién era yo cuando me vio delante de la puerta de la cocina. ¿No es cierto?
Emilito suspiró y asintió con la cabeza.
– Tienes razón, Taisha. Sí te reconocí. Pero de todas maneras me diste un auténtico susto.
– ¿Pero cómo pudo reconocerme?
– Te he estado observando desde mi habitación. Pero no te enojes. Nunca pensé que fueras a darte cuenta de que te observaba. Te pido humildemente que me disculpes si te hice sentir incómoda.
Quería preguntar por qué me había observado. Tenía la esperanza de que contestara que me creía hermosa o al menos interesante, pero interrumpió nuestra conversación para indicar que, puesto que había oscurecido, se sentía obligado a ayudarme a subir al árbol.
– Déjame hacerte una sugerencia -indicó-. Duerme en la casa del árbol en lugar de los arneses. Es una experiencia emocionante. Yo también ocupé esa casa del árbol durante un tiempo prolongado, aunque de eso ya hace mucho tiempo.