Antes de irnos, Emilito me sirvió un plato de deliciosa sopa y unas tortillas de harina. Comimos en completo silencio. Traté de hablar con él, pero dijo que conversar a la hora de la comida era malo para la digestión. Le dije que Clara y yo siempre platicábamos interminablemente durante nuestras comidas.
– Su cuerpo y el mío no se parecen en nada -musitó-. Ella está hecha de acero, de modo que puede hacerle lo que quiere a su cuerpo. Yo, por otra parte, no puedo correr riesgos con mi frágil cuerpecito. Ni tú tampoco.
Me agradaba que me incluyera entre los cuerpos pequeños, y que en realidad me considerase frágil, no débil.
Después de cenar, me acompañó muy solícitamente a lo largo de la casa principal hasta la puerta delantera. Nunca había pisado esa parte de la casa y deliberadamente caminé más lento, tratando de ver lo más posible. Vi un enorme comedor con una larga mesa para banquetes y una vitrina llena de copas de cristal, copas para champán y vajillas. Al lado del comedor había un estudio. Al pasar, alcancé a ver un escritorio macizo de caoba y libreros repletos en la pared. Las luces eléctricas estaban prendidas en otra habitación, pero no pude asomarme, porque la puerta se encontraba sólo un poco entreabierta. Voces amortiguadas salían del interior.
– ¿Quién está ahí adentro, Emilito? -pregunté, emocionada.
– Nadie -contestó-. Los susurros que oyes son el viento. Les hace jugarretas extrañas a los oídos al soplar a través de las contraventanas.
Lo miré con cara de que no me podía engañar y galantemente abrió la puerta para que me asomara. Tenía razón; el cuarto estaba vacío. Era otra sala más, semejante a la del lado derecho de la casa. No obstante, al fijarme con más detenimiento, observé algo raro en las sombras proyectadas sobre el piso. Me estremecí, porque sabía que las sombras estaban mal. Hubiera jurado que estaban agitadas, que rielaban y danzaban, pero no había aire ni movimiento en el cuarto.
En un susurro le comuniqué a Emilito lo que había visto. Se rió y me dio unas palmaditas en la espalda.
– Suenas igual que Clara -indicó-. Pero eso está bien. Me preocuparía si sonaras como Nélida. ¿Sabías que tiene poder en el coño?
Su forma de decirlo, el tono de su voz y la curiosa admiración, como de pájaro, que le llenaba los ojos, me causaron tal gracia que rompí a reír, casi hasta las lágrimas. La risa se me cortó en forma tan repentina como había empezado, como si alguien hubiera accionado un apagador dentro de mí. El hecho me preocupó. Y también preocupó a Emilito, porque me dirigió una mirada recelosa, como si dudara de mi estabilidad mental.
Abrió la puerta principal y me hizo pasar al frente de la casa, donde estaba el árbol. Me ayudó a abrochar los arneses y me enseñó a usar las poleas para adoptar una posición sentada. Me dio una pequeña linterna eléctrica y jalé de las cuerdas para subir. Entre las ramas más altas vagamente distinguía una casa de madera. Estaba cerca del lugar donde primero desperté en los arneses, pero no la había visto antes, debido a mi alarma extrema y a causa de todo el follaje que la rodeaba.
Desde el suelo, el cuidador apuntó la luz de su linterna directamente a la construcción y me gritó:
– Adentro hay una linterna marítima, Taisha, pero no la uses por demasiado tiempo. Y por la mañana, antes de bajar, asegúrate de desconectar la batería.
Sostuvo la luz de su linterna hasta que a gatas me subí en un pequeño rellano delante de la casa del árbol y terminé de desenganchar los arneses.
– Buenas noches. Ya me voy -gritó-. Que tengas sueños bonitos.
Creí escuchar una risita ahogada cuando apartó el haz de luz y se encaminó a la casa principal. Entré a la casa del árbol con la ayuda de mi propia débil linterna y busqué lo que había llamado la linterna marítima. Se trataba de una enorme lámpara sujeta a un estante; en el piso había una gran batería cuadrada metida en una caja clavada a las tablas. La conecté a la linterna y la prendí.
La casa del árbol consistía en una minúscula habitación provista de una pequeña plataforma elevada que servía de cama y de mesa baja al mismo tiempo. Encima de ella había una bolsa de dormir enrollada. La construcción tenía ventanas alrededor, con contraventanas engoznadas que podían apuntalarse con unos gruesos palos que había en el piso. En un rincón había una bacinica que encajaba en una canasta provista de una tapa lateral. Después de este examen superficial de la habitación, desconecté la lámpara grande y me metí a la bolsa de dormir.
La oscuridad era total. Escuché los grillos y el murmullo del arroyo a la distancia. Cerca, el viento susurraba entre las hojas y mecía toda la casa suavemente. Al escuchar los ruidos, unos temores insospechados empezaron a penetrar en mi conciencia y caí presa de sensaciones físicas que nunca antes había experimentado. La completa oscuridad distorsionaba y disfrazaba los ruidos y movimientos en forma tan total que tenía la impresión de que provenían del interior de mi cuerpo. Cada vez que temblaba la casa, me hormigueaban las plantas de los pies. Al crujir la casa, se me crispaban las rodillas; y la nuca me tronaba con cada crepitación de una rama.
El miedo invadió mi cuerpo, en forma de un temblor en los dedos de los pies. La vibración me subió a los pies y de ahí a las piernas, hasta que todo mi cuerpo de la cintura para abajo se sacudía, fuera de control. Empecé a sentirme amodorrada y desorientada. No sabía dónde quedaban la puerta ni la lámpara sorda. Comencé a percatarme de que la casa se ladeaba. Fue un movimiento casi imperceptible al principio, pero se hizo más considerable, hasta que el piso parecía estar inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Lancé un grito al sentir que la plataforma se ladeaba más aún. La idea de tener que descender por medio de las poleas me paralizaba. Estaba segura de que moriría cayéndome del árbol. La sensación de estar de lado era tan intensa que cobré la certeza de que me caería de la plataforma y me resbalaría por la puerta. En cierto momento la inclinación era tan aguda que de hecho tenía la impresión de estar de pie y no acostada.
Grité a cada movimiento repentino, sujetándome de una de las vigas laterales para no resbalarme. Toda la casa del árbol parecía estarse deshaciendo. Sentí náuseas con el movimiento. La oscilación y los crujidos se tornaron tan intensos que supe que sería la última noche de mi vida. Justo en el instante en que abandoné por completo toda esperanza de sobrevivir, algo inconcebible acudió a salvarme. Una luz emanó de mi interior. Brotó por todas las aberturas de mi cuerpo. La luz era un pesado líquido luminoso que me clavó sobre la plataforma, cubriéndome como una armadura resplandeciente. Me apretó la laringe y calmó mis gritos, pero también me despejó el pecho, me permitió respirar mejor. Me calmó el estómago nervioso y cortó el temblor de mis piernas. La luz iluminó todo el cuarto, de modo que pude distinguir la puerta a poca distancia de mí. Asoleándome en su brillo, me tranquilicé. Se desvanecieron todos mis temores y preocupaciones, ya no importaba nada. Permanecí tendida, totalmente quieta y serena, hasta que rompió el alba. Completamente restablecida bajé por medio de las poleas y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno.
18
Encontré un plato de tamales en la mesa de la cocina. Sabía que Emilito los había preparado, pero no lo veía por ninguna parte. Me serví agua en mi taza y me acabé los tamales, esperando que el cuidador ya hubiera desayunado.
Después de lavar el plato me puse a trabajar en el huerto, pero me cansé pronto. Preparé un nido con hojas debajo de un árbol, como Clara me lo había enseñado, y me senté en él para descansar. Por un rato observé las ramas oscilantes del árbol delante de mí. El movimiento de las ramas me hizo regresar a mi infancia. Debí tener unos cuatro o cinco años de edad; sujetaba un puñado de ramas de sauce. No lo estaba recordando solamente; de hecho me encontraba ahí. Los pies me colgaban, rozando apenas el suelo. Me estaba columpiando. Lanzaba gritos de placer mientras mis hermanos se turnaban para empujarme. Luego ellos saltaron para agarrar unas ramas más altas; subieron las rodillas para columpiarse, bajando los pies sólo a fin de empujarse en el suelo y cobrar impulso para columpiarse de nuevo.