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– Entonces no regresarán por meses -dije con rencor.

– Cierto. Tú y yo estamos solos. Ni siquiera el perro está aquí. Cuentas, por lo tanto, con dos opciones. Puedes empacar tus mugres e irte o puedes quedarte aquí conmigo y ponerte a trabajar. No te recomiendo lo primero, porque no tienes adónde ir.

– No tengo la intención de irme -le informé-. Nélida me dejó a cargo del cuidado de la casa y eso es lo que voy a hacer.

– Bien. Me da gusto que hayas decidido seguir el intento de los brujos -dijo.

Debió ser obvio que no lo entendía, y explicó que el intento de los brujos se distingue del de las personas comunes y corrientes en el sentido de que los brujos han aprendido a enfocar su atención con una fuerza y precisión infinitamente mayores que aquéllas.

– Si usted es mi maestro, ¿puede darme un ejemplo concreto para ilustrar a qué se refiere? -pregunté, mirándolo fijamente.

Reflexionó por un momento, mirando a su alrededor. Entonces se le iluminó el rostro y señaló la casa.

– Esta casa es un buen ejemplo -afirmó-. Es el resultado del intento de un sinnúmero de brujos, quienes acumularon energía y la amalgamaron a lo largo de muchas generaciones. A estas alturas, la casa ya no es sólo una estructura física sino un fabuloso campo de energía. El edificio mismo podría ser destruido diez veces seguidas, lo cual ha sucedido, pero la esencia del intento de los brujos sigue intacta, porque es indestructible.

– ¿Qué pasa si los brujos quieren irse? -pregunté-. ¿Queda su poder atrapado aquí para siempre?

– Si el espíritu les indica que se vayan -contestó Emilito-, son capaces de retirar el intento del sitio donde la casa se encuentra ahora y colocarlo en otro lugar.

– Debo admitir que la casa da miedo -afirmé, y le conté cómo se había resistido a dejarse fijar por mis medidas y cálculos detallados.

– Lo que hace que la casa dé miedo no es la disposición de los cuartos, las paredes o los patios -comentó el cuidador-, sino el intento que las generaciones de brujos han vertido en ella. Dicho de otra manera, el misterio de esta casa es la historia de los innumerables brujos cuyo intento colaboró en su construcción. Verás, no sólo enfocaron su intento en ella sino que la construyeron ellos mismos, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra. Incluso tú has aportado tu intento y trabajo.

– ¿Qué aportación pude hacer yo? -pregunté, sinceramente desconcertada por la afirmación de Emilito-. No es posible que se refiera al camino chueco que tracé en el jardín.

– Nadie en su sano juicio calificaría eso de aportación -contestó, riéndose-. No, has tenido otras.

Comentó que, en el nivel mundano de los ladrillos y las estructuras, consideraba como contribución mía la meticulosa instalación eléctrica, la tubería y la cubierta de cemento para la bomba que había instalado para subir el agua desde el arroyo al huerto.

– En el nivel más etéreo del flujo de energía -continuó-, puedo decirte con toda sinceridad que una de tus contribuciones ha sido la fusión de tu intento con Manfredo, como nunca antes lo presenciamos en esta casa.

En ese instante se me ocurrió algo.

– ¿Es usted el que puede decirle sapo en la cara? -pregunté-. Una vez Clara me dijo que alguien podía hacerlo.

El rostro del cuidador rebosaba de alegría al asentir con la cabeza.

– Sí, yo soy. Encontré a Manfredo cuando era un cachorro. Fue abandonado o se escapó, quizá de una casa móvil cerca de ahí. Cuando lo encontré estaba casi muerto.

– ¿Dónde lo encontró? -pregunté.

– Sobre la carretera 8, a casi cien kilómetros de Gila Bend, Arizona. Me detuve a la orilla del camino para meterme entre los arbustos y de hecho me oriné en él. Estaba tirado ahí, casi muerto de deshidratación. Lo que más me impresionó fue que no saliera corriendo a la carretera, como fácilmente hubiera podido hacerlo. Y, por supuesto, que estuviera echado justo donde fui a orinar.

– ¿Luego qué sucedió? -pregunté. Sentía tal compasión por la situación del pobre Manfredo que olvidé mi ira contra el cuidador.

– Llevé a Manfredo a mi casa y lo metí en agua, pero sin dejarlo beber -contestó el cuidador-. Y luego lo ofrecí al intento de los brujos.

Emilito explicó que al intento de los brujos correspondía decidir no sólo si Manfredo debía vivir o morir, sino también si sería un perro u otra cosa. Vivió y fue algo más que un perro.

– Lo mismo te pasó a ti -continuó-. Quizá se debió a eso que los dos se llevaran tan bien. El nagual te encontró espiritualmente deshidratada, dispuesta a echar a perder tu vida. Puesto que él se encontraba en el autocinema con Nélida, les correspondía a ellos ofrecerte al intento de los brujos, lo cual hicieron.

– ¿Cómo me ofrecieron al intento de los brujos? -pregunté.

– ¿No te lo contaron? -preguntó, sorprendido.

Reflexioné por un momento antes de replicar:

– No lo creo.

– El nagual y Nélida pronunciaron la palabra intento en voz alta, ahí mismo junto a la concesión, y anunciaron que estaban ofreciendo sus vidas por ti, sin titubeos ni arrepentimiento, sin reservas. Los dos sabían que no podían llevarte con ellos en ese momento, sino que deberían seguirte a dondequiera que fueras.

"De modo que puedes decir que el intento de los brujos te tomó bajo su custodia. La invocación del nagual y de Nélida funcionó. ¡Mira dónde estás ahora! Hablando con un servidor.

Me miró para ver si entendía su exposición. Devolví su mirada con la silenciosa súplica de una elucidación más precisa del intento de los brujos. Pasó a un nivel más personal y dijo que, de interpretar como ejemplo de la fuerza del intento todas las cosas que yo le había dicho a Clara acerca de mí misma, él sacaría en conclusión que mi intento era el de la derrota total. De manera invariable, siempre había dirigido mi intento a perder la partida de una manera loca y desesperada.

– Clara me contó todo lo que le dijiste acerca de ti -indicó, chascando la lengua-. Yo diría, por ejemplo, que saliste a esa arena en el Japón no para demostrar tus habilidades en el campo de las artes marciales sino para demostrar al mundo que tu intento es el de perder.

Arremetió contra mí, diciendo que todo lo que hacía estaba contaminado por la derrota. Por lo tanto, la tarea más importante para mí era fijar un nuevo intento. Explicó que este nuevo intento se llamaba el intento de los brujos, porque no sólo se trataba del intento de hacer algo nuevo sino del intento de integrarse en algo ya establecido: en un intento que se ha prolongado hasta nosotros a través de miles de años de esfuerzos titánicos.

Dijo que el intento de los brujos no da cabida a la derrota, puesto que los brujos sólo disponen de un camino: tener éxito en todo lo que hacen. A fin de lograr tal visión de poder y claridad, los brujos deben redefinir su ser total, lo cual requiere comprensión y poder. La comprensión se deriva de la recapitulación de sus vidas y el poder se acumula a través de sus actos impecables.

Emilito me miró y dio unos golpecitos en su calabaza. Explicó que en la calabaza guardaba sus sentimientos impecables y que me había dado de beber ese intento de los brujos a fin de contrarrestar mi actitud derrotista y prepararme para su instrucción. También dijo otra cosa, pero no pude ponerle atención; su voz empezaba a adormecerme. El cuerpo se me puso pesado de repente. Al fijar los ojos en su cara, sólo veía una bruma blanquecina, como niebla a la hora del crepúsculo. Escuché sus indicaciones para acostarme y extender mi red etérea, relajando mis músculos gradualmente.

Sabía qué quería que hiciera y seguí sus instrucciones automáticamente. Me acosté y empecé a pasar mi conciencia de los pies a los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el abdomen y la espalda. Luego relajé mis brazos, hombros, cuello y cabeza. Al desplazar mi conciencia por las distintas partes de mi cuerpo, sentí que me ponía cada vez más soñolienta y pesada.