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– Las cosas fueron de mal en peor para los indígenas aquí -indicó-. Cuando el gobierno construyó una presa, como parte de un proyecto hidroeléctrico, modificó en forma tan drástica el rumbo del río Yaqui que la gente tuvo que empacar sus cosas y establecerse en otra parte.

El rigor de esa clase de vida contrastaba con mi propia infancia, en la que siempre hubo suficiente alimento y comodidades. Me pregunté si el venir a México tal vez no fuese expresión de un profundo deseo por obrar un cambio completo en mi vida. Siempre había buscado aventuras, pero ahora que me hallaba inmersa en una me llenó el pavor a lo desconocido.

Comí un poco de flan y desterré de mi mente el pavor que se había establecido en mí desde que conocí a Clara. A pesar de ello, me agradaba su compañía. Por el momento me encontraba bien alimentada con camarones gigantes y caldo de tortuga, aunque tal vez fuese mi última comida sustanciosa, según diera a entender la propia Clara; decidí confiar en ella y permitir que se desarrollara la aventura.

Clara insistió en pagar la cuenta. Llenamos los tanques con gasolina y salimos otra vez a la carretera. Después de manejar varias horas más, llegamos a Navojoa. No nos detuvimos en la población sino que la atravesamos, abandonando la carretera panamericana para tomar por un camino de grava hacia el Este. Era media tarde. No me sentía en absoluto cansada; de hecho, había disfrutado el resto del viaje. Entre más avanzamos hacia el Sur, más percibía que una sensación de felicidad y bienestar reemplazaba a mi habitual estado neurótico y deprimido.

Tras manejar por más de una hora por un camino desigual, Clara se salió de él y me señaló que la siguiera. Rodamos sobre el suelo duro que bordeaba un alto muro rematado por una buganvilla en flor. Nos estacionamos sobre un área de tierra firmemente apisonada en el extremo del muro.

– Aquí es donde vivo -me gritó al apearse lentamente de su coche.

Me acerqué a ella. Se veía cansada y parecía haber aumentado de tamaño.

– Te ves tan fresca como cuando salimos -comentó-. Ah, ¡las maravillas de la juventud!

Del otro lado del muro, escondida completamente por árboles y densos arbustos, se alzaba una enorme casa con tejas, ventanas provistas de rejas y varios balcones. Aturdida, seguí a Clara a través de una puerta de hierro forjado, un patio de ladrillos, otra pesada puerta de madera, hasta entrar a la casa por la parte de atrás. La losas que cubrían el piso del vestíbulo fresco y vacío realzaban la austeridad de las paredes encaladas y las vigas oscuras de madera en el techo. Lo cruzamos para entrar a una amplia sala.

Las paredes blancas estaban bordeadas por azulejos exquisitamente pintados. Dos sofás impecables de color beige y cuatro sillones se agrupaban alrededor de una pesada mesa de centro de madera. Encima de la mesa había unas revistas abiertas en inglés y en español. Tuve la impresión de que alguien las había estado leyendo, sentado en uno de los sillones, pero que se fue apresuradamente al entrar nosotras por la puerta del fondo.

– ¿Qué opinas de mi casa? -preguntó Clara, rebosante de orgullo.

– Es fantástica -respondí-. ¿Quién hubiera creído que pudiese haber una casa como ésta aquí, en este paraje tan desolado?

Entonces mi envidia asomó la cabeza y me turbé por completo. Siempre había soñado con tener una casa así, pero estaba consciente de que jamás la podría adquirir.

– No te imaginas lo acertada que es tu descripción al calificar esta casa de fantástica -indicó Clara-. Lo único que puedo decirte sobre ella es que, al igual que los montes de lava que vimos esta mañana, se encuentra imbuida de poder. Un poder silencioso y exquisito corre por ella, de la misma manera en que la corriente eléctrica corre por los cables.

Al escucharla me sucedió una cosa inexplicable: mi envidia desapareció. Se esfumó por completo al pronunciar ella la última palabra.

– Ahora te mostraré tu recámara -señaló-. Y también fijaré unas reglas básicas que deberás observar mientras estés aquí como mi invitada.

"Todo lo que se encuentra del lado derecho de la casa y atrás de esta sala está a tu disposición, para que lo uses y explores, y eso incluye el terreno. Sin embargo, no debes entrar a ninguna de las recámaras, excepto la tuya, por supuesto. Ahí puedes utilizar lo que quieras. Incluso puedes romper las cosas en un acceso de ira o amarlas en arranques de afecto. Pero no te está permitido el acceso al lado izquierdo de la casa, bajo ninguna circunstancia y por ningún motivo. Así que mantente alejada de él.

La extravagante petición me disgustó, pero le aseguré que la entendía perfectamente y que cumpliría sus deseos. En realidad me pareció que su exigencia era grosera y arbitraria. De hecho, entre más me advertía mantenerme alejada de ciertas partes de la casa, más curiosidad sentía por conocerlas.

A Clara pareció ocurrírsele otra cosa y agregó:

– Por supuesto puedes utilizar la sala; incluso puedes dormir aquí en el sofá si tienes demasiado sueño o pereza como para ir a tu recámara. Sin embargo, otra área que no debes usar es el terreno delante de la casa y también la puerta principal. Está cerrada con llave por ahora, así que siempre entra a la casa por la puerta de atrás.

No me dio tiempo de responder. Clara me guió por un largo corredor. Pasamos delante de varias puertas cerradas -recámaras, según dijo, y por lo tanto de acceso prohibido para mí- hasta llegar a una gran habitación. Lo primero que vi al entrar fue una adornada cama doble de madera. Estaba cubierta con una hermosa colcha tejida de color blanquecino. Junto a una ventana en la pared que daba al fondo de la casa había un juguetero de caoba tallado a mano y lleno hasta el tope de objetos antiguos, floreros y figurillas de porcelana, cajas de esmalte tabicado y platos minúsculos. En la otra pared había un ropero que hacía juego con él; Clara lo abrió. En el interior estaban colgados vestidos antiguos, abrigos, sombreros, zapatos, sombrillas y bastones de mujer; todos parecían objetos exquisitos escogidos con mucho cuidado.

Antes de que pudiera inquirir dónde había conseguido esos hermosos objetos, cerró las puertas.

– Usa lo que quieras -indicó-. Esta es tu ropa y éste será tu cuarto mientras te quedes en la casa.

Echó un vistazo por encima del hombro, como si hubiera otra persona en el cuarto, y añadió:

– ¡Y quién sabe por cuánto tiempo sea eso!

Al parecer estaba refiriéndose a una visita extensa. Sentí que me sudaban las palmas de las manos al informarle torpemente que en el mejor de los casos podría quedarme sólo por unos cuantos días. Clara me aseguró que estaría perfectamente a salvo con ella en ese lugar. Mucho más segura, de hecho, que en otro sitio cualquiera. Agregó que sería tonto de mi parte pasar por alto la oportunidad de ampliar mi conocimiento.

– Pero tengo que buscar empleo -dije a manera de pretexto-. No tengo dinero.

– No te preocupes por el dinero -replicó-. Te prestaré o te daré lo que necesites. Por eso no hay problema.

Le di las gracias por su oferta, pero le expliqué que mi educación me impedía aceptar dinero de un desconocido por ser algo sumamente impropio, sin importar cuán bien intencionado fuera el gesto.

Rechazó mi negativa.

– Lo que te pasa, Taisha, creo yo, es que te enfadaste por mi petición de no usar el lado izquierdo de la casa o la puerta principal. Sé que en tu opinión me mostré arbitraria y demasiado reservada y ahora no quieres quedarte más que uno o dos días, por simple cortesía. Tal vez incluso pienses que soy una vieja excéntrica y un poco loca.

– No, no, Clara, no es eso. Lo que pasa es que debo pagar mi renta. Si no encuentro empleo pronto no tendré dinero, y aceptar dinero de otra persona me es imposible.

– ¿Quieres decir que no te ofendió mi petición de evitar ciertas partes de la casa?

– Claro que no.

– ¿No sentiste curiosidad por saber la razón por la que te pedí eso?