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Emilito se inclinó encima de la mesa de la cocina y dijo, con el aire de un conspirador a punto de revelar un secreto:

– Estoy de acuerdo contigo. Pero espera a que Nélida realmente se apodere de ti; entonces la amarás como si no existiese el mañana.

Sus palabras no me sorprendieron, porque atinaban a expresar algo que yo ya sentía; amaba a Nélida, como si la conociese desde siempre. Como si fuese la madre que en realidad nunca tuve. Le dije que para mí era el ser más amable, más bello e impecable que me había encontrado en mi vida, pese al hecho de que hasta hacía unos días ni siquiera sabía que existiese.

– Pero por supuesto que la conocías -protestó Emilito-. Cada uno de nosotros fue a verte y Nélida te veía con mayor frecuencia que nadie. Cuando llegaste con Clara, Nélida ya te había enseñado infinidad de cosas.

– ¿Qué me habrá enseñado? -pregunté, inquieta.

Se rascó la cabeza por un momento.

– Te enseñó, por ejemplo, a evocar a tu doble para pedir consejo -contestó.

– Según usted, eso hice la primera noche en la casa del árbol. Pero no sé qué hice en realidad.

– Claro que sí. Lo has hecho siempre. ¿Qué me dices de tu técnica de mirar el horizonte del Sur en busca de consejo?

En el momento en que lo dijo, algo se me aclaró en la mente. Se me habían olvidado por completo ciertos sueños que tuve a lo largo de los años, en los que una mujer bella y misteriosa solía hablar conmigo y dejarme regalos en la mesa de noche. Una vez soñé que me dejó un anillo de ópalo y en otra ocasión una pulsera de oro con un diminuto dije de corazón. A veces se sentaba en la orilla de mi cama y me decía cosas que al despertar yo comenzaba a hacer, como mirar el horizonte del Sur, vestir ciertos colores o incluso adoptar un peinado más favorecedor.

Cuando me sentía triste o sola, ella me tranquilizaba, me consolaba y me susurraba dulces naderías al oído. Lo que recordaba con mayor claridad fue que decía amarme como yo era. Usaba esas palabras exactamente: "Te amo así como eres." Luego me frotaba la espalda cuando la tenía tensa o me acariciaba la cabeza y me despeinaba. Comprendí que por su causa no quería que mi madre me tocara. No quería que nadie me tocara, excepto esa mujer. Al despertar después de uno de esos sueños, sentía que no me importaba nada en el mundo mientras esa señora me tuviera en su corazón.

Siempre creí que eran fantasías mías. Puesto que había ido a escuelas católicas, incluso pensé que tal vez se me estuviera apareciendo la Santísima Virgen o alguna de las santas. Me habían enseñado que todo lo bueno venía de ellas. En algún momento llegué a pensar que era mi hada madrina, pero ni en mis fantasías más descabelladas pudiese haber creído que ese ser existía en realidad.

– No era la virgen ni una santa, idiota -dijo Emilito, riéndose-. Era nuestra Nélida. Y realmente te dio esas joyas. Las encontrarás en una caja debajo de la plataforma en la casa del árbol. Ella las recibió de su predecesora; ahora te las está pasando a ti.

– ¿Quiere decir que el anillo de ópalo realmente existe? -exclamé.

Emilito asintió con la cabeza.

– Ve a ver por ti misma. Nélida me dijo que te dijera…

Antes de que pudiera terminar la frase, salí disparada de la cocina al frente de la casa. A una extraordinaria velocidad subí a la casa del árbol. Ahí, en una caja de seda escondida debajo de la plataforma, había unas joyas exquisitas. Reconocí el anillo de ópalo con el fuego rojo en su interior y la pulsera de oro con el dije, y también había otros anillos, un reloj de oro y un collar de diamantes. Saqué la pulsera de oro y me la puse, y por primera vez desde que Clara se fue los ojos se me llenaron de lágrimas. Sin embargo, no fueron lágrimas de autocompasión ni de tristeza sino de pura alegría y júbilo. Ahora sabía, fuera de toda duda, que la hermosa mujer no había sido sólo un sueño.

Pronuncié el nombre de Nélida en voz baja y le agradecí todos sus favores a voz en cuello. Prometí cambiar, ser diferente y hacer lo que Emilito me dijera, lo que fuese, con tal de verla y hablar con ella de nuevo.

Cuando bajé, encontré a Emilito de pie a la puerta de la cocina. Le enseñé la pulsera y los anillos y le pregunté cómo era posible que hubiese visto las mismas joyas hacía años en mis sueños.

– Los brujos son seres extremadamente misteriosos -dijo Emilito-; porque la mayor parte del tiempo actúan con la energía de su doble. Nélida es una gran acechadora. Acecha en sus sueños. Su poder es único, a tal grado que no sólo puede transportarse ella misma sino también llevar cosas consigo. De esta manera, te pudo visitar. Y por eso se apellida Abelar. Para nosotros, Abelar significa acechador. Y Grau significa ensoñador. Todos los brujos en esta casa son o ensoñadores o acechadores.

– ¿Cuál es la diferencia, Emilito?

– Los acechadores planean y cumplen sus planes; maquinan, inventan y cambian las cosas estando despiertos o en sueños. Los ensoñadores avanzan sin plan ni pensamiento alguno; se clavan en la realidad del mundo o en la realidad de los ensueños.

– Todo esto me resulta incomprensible, Emilito -dije, examinando el anillo de ópalo bajo la luz.

– Te estoy guiando para que lo puedas entender -replicó Emilito-. Y para ayudarme a guiarte tienes que hacer lo que te indique: todo lo que yo te diga, haga o recomiende que hagas es o la copia exacta de lo que me dijeron mis dos maestros o se basa en lo que ellos me dijeron -se me acercó un poco-. Posiblemente no lo creas -susurró-, pero tú y yo básicamente somos parecidos.

– ¿En qué forma, Emilito?

– Los dos estamos un poco locos -dijo con la cara muy seria-. Pon mucha atención y recuerda lo siguiente. Para que tú y yo guardemos la cordura, debemos trabajar como unos demonios para equilibrar no al cuerpo ni a la mente, sino al doble.

No le vi sentido a discutir con él o a asentir. Sin embargo, al sentarme otra vez a la mesa de la cocina, le pregunté:

– ¿Cómo podemos estar seguros de estar equilibrando al doble?

– Abriendo nuestras compuertas -replicó-. La primera compuerta está en la planta de los pies, en la base del dedo gordo.

Se metió debajo de la mesa, me agarró el pie izquierdo y, con un solo movimiento de increíble rapidez, me quitó el zapato y el calcetín. Luego, sirviéndose del índice y el pulgar como prensa de tornillo, me apretó primero la protuberancia redonda del dedo gordo en la planta del pie y luego la articulación del dedo en la punta del pie. El agudo dolor y la sorpresa me hicieron gritar. Le arrebaté el pie en forma tan enérgica que pegué con la rodilla en la parte de abajo de la mesa. Me puse de pie y grité:

– ¡Qué diablos cree que está haciendo!

Hizo caso omiso de mi explosión de ira y dijo:

– Te estoy señalando las compuertas, de acuerdo con la regla. Así que pon mucha atención.

Se puso de pie y dio la vuelta a mi lado de la mesa.

– La segunda compuerta comprende el área que incluye las pantorrillas y el área detrás de las rodillas -dijo, inclinándose para acariciarme las piernas-. La tercera está en los órganos sexuales y el coxis -antes de que pudiera apartarme, deslizó sus manos tibias dentro de mi entrepierna y con un firme apretón me levantó un poco.

Traté de apartarlo de mí, pero me agarró de la parte baja de la espalda.

– La cuarta y más importante está en la parte de los riñones -dijo. Sin fijarse en mi enojo, de un empujón me obligó a sentarme otra vez en la banca. Subió las manos por mi espalda. Me encogí, pero por consideración a Nélida lo dejé continuar-. El quinto punto está entre los omóplatos -indicó-. El sexto se encuentra en la base del cráneo. Y el séptimo está en la corona de la cabeza. Para identificar al último punto, sus nudillos descendieron con fuerza justo en lo más alto de mi cabeza.