Clara me había pedido apuntar en el suelo el nombre de cada persona con la que me había topado en la vida, para luego borrarlo con la mano una vez que hubiera inhalado los recuerdos relacionados con esa persona. Emilito, por su parte, me mandó apuntar los nombres de las personas en hojas secas y luego prenderlas con un cerillo, al terminar de inhalar todo lo que recordaba acerca de ellas. Me dio un aparato especial para incinerar las hojas, un cubo metálico que medía treinta centímetros, provisto de pequeños agujeros redondos perfectamente perforados en todas sus caras. A la mitad de una cara de esta caja estaba incrustado un cristal, como una especie de diminuta ventana. En el centro de la parte inferior de la tapa había un filoso alfiler. Del lado de la ventanita había una palanca que entraba y salía, sobre la cual era posible sujetar un cerillo para desde afuera rozar con él una superficie áspera en el interior de la caja, después de haber cerrado la tapa.
– A fin de evitar un incendio -explicó Emilito- tienes que atravesar la hoja seca con el alfiler de la tapa, de modo que al cerrar ésta, la hoja quede suspendida en el centro de la caja. Luego te asomas a la caja por la pequeña ventana de cristal y por medio de la palanca prendes tu cerillo, lo colocas debajo de la hoja y observas cómo ésta se reduce a cenizas.
Al contemplar las llamas que consumían cada hoja, debía absorber la energía del fuego con los ojos, teniendo cuidado en no inhalar el humo nunca. Me indicó que colocara las cenizas de las hojas en una urna de metal; y los cerillos usados en una bolsa de papel. Cada uno de los cerillos representaba el cascarón de la persona cuyo nombre había apuntado en la hoja seca desintegrada por ese cerillo en particular. Cuando la urna estuviese llena, debía vaciarla desde lo alto del árbol, dejando que el aire esparciera las cenizas en todas direcciones. Me indicó que bajara el montón de cerillos quemados en una bolsa de papel por medio de una cuerda particular. Manejando la bolsa con pinzas, Emilito la colocaba en una canasta especial que siempre usaba para ese propósito. Se cuidaba de no tocar nunca los cerillos ni la bolsa. Me imaginaba que los enterraba en algún lugar de los montes, o que tal vez los arrojaba al arroyo para que el agua los desintegrara. Deshacerse de los cerillos, me aseguró, era el último acto en el proceso de romper los lazos con el mundo.
Después de unos tres meses de recapitular, Emilito de repente cambió mi horario de trabajo.
– Estoy harto de comer tu aburrido caldo -dijo una mañana, subiendo al árbol la comida que él me había preparado.
Recibí la noticia con júbilo, no sólo porque tal vez tendría más tiempo para estar en la casa del árbol, sino porque realmente me agradaba comer lo que guisaba otra persona.
La primera vez que probé la comida de Emilito cobré la certeza total de que Clara nunca había guisado lo que me servía. El verdadero cocinero siempre fue Emilito. Preparaba las cosas con una sazón especial que siempre hacía de un platillo suyo una delicia.
Todas las mañanas, alrededor de las siete, Emilito se presentaba al pie del árbol, listo para subirme algo de comida metida en una canasta. Después de desayunar en la casa del árbol normalmente volvía a mi recapitulación, la cual, una vez que me hube librado del miedo a descubrir algo desagradable, se convirtió más que nunca en una excitante aventura de análisis y comprensión. Entre más inhalaba de mi pasado, más ligera y libre me sentía.
Conforme rompía los viejos lazos con el pasado, empecé a formar otros nuevos. En este caso, mis nuevos lazos se establecieron con el ser de cualidades únicas que me guiaba. Emilito, si bien severo y determinado a asegurarse de que no cejara en mi empeño ni por un momento, en esencia era tan ligero como una pluma. Al principio me había sorprendido que tanto él como Clara afirmasen que me parecía a ellos. No obstante, después de un examen más profundo debí admitir que era tan cargante como Clara y tan alocada, si no es que tan loca, como Emilito.
Una vez que me acostumbré a su extravagancia, ya no había para mí diferencia entre Emilito y Clara o el nagual, o incluso Manfredo. Mis sentimientos por todos ellos coincidían, de modo que empecé a sentir afecto por Emilito y un día con gran naturalidad comencé a disfrutar el llamarlo Emilito. Al conocernos, el cuidador me había dicho que se llamaba Emilito. Me parecía ridículo llamar a un hombre maduro Emilito, de modo que lo hacía con renuencia. Sin embargo, al conocerlo mejor ya no pude concebir otra forma de hablarle.
Cada vez que pensaba en los cuatro, se fundían en mi mente. Sin embargo, no hubiera podido fundirlos con Nélida. Ella era especial para mí; la mantenía para siempre aparte y por encima de todos los demás, aunque sólo la hubiera visto una vez en el mundo real. Tenía la impresión de que el día en que pude fijar mis ojos en ella, el vínculo que ya existía entre nosotras se había formalizado. Un solo encuentro dentro de la conciencia del mundo cotidiano, por muy efímero que hubiese sido, había bastado para hacer de ese vínculo algo indestructible y eterno.
Un día, después de que terminamos de comer en la cocina, Emilito me entregó un paquete. Al estrecharlo, supe que era de Nélida. Busqué una dirección remitente, pero no había ninguna. Estaba adherida al paquete una caricatura de una mujer que fruncía los labios para dar un beso. En el interior, escritas con la letra de Nélida, estaban las palabras "Besa al árbol". Desgarré la envoltura del paquete y encontré un par de suaves botines de piel con agujetas. Las suelas estaban provistas de calces de hule, como los zapatos de golf.
Los levanté para que Emilito los viera. No me imaginaba para qué pudieran servir.
– Son tus zapatos para trepar árboles -dijo Emilito e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento-. Nélida sabe que tienes afinidad con los árboles, a pesar de tu miedo a caerte. Los calces son de hule para que no dañes la corteza de los árboles
La llegada del paquete pareció ser la señal para que Emilito me diera detalladas instrucciones acerca de cómo treparme a los árboles. Hasta ese momento sólo había utilizado los arneses para subir a la casa del árbol. A veces me dormitaba o dormía en los arneses, como si estuviera acostada, amarrada a una hamaca. Pero nunca me había trepado al árbol realmente, excepto a una rama muy baja de la que me colgué apoyando los pies en otra.
– Ha llegado la hora de averiguar de qué fibra estás hecha -dijo en tono pragmático-. Tu nueva tarea no será difícil, pero si no le dedicas tu concentración total puede resultar fatal. Tienes que aplicar toda la energía que has ahorrado últimamente a aprender lo que voy a enseñarte.
Me indicó que lo esperara junto a los árboles más altos. Unos momentos después Emilito se reunió conmigo, cargando una caja larga y plana. La abrió y sacó varios cinturones de seguridad y unas suaves cuerdas para alpinista. Me ciñó la cintura con uno de los cinturones y le agregó otro más largo por medio de los ganchos de seguridad empleados en el alpinismo. Abrochándose un cinturón semejante, me enseñó cómo treparme a un árbol enganchando el cinturón más largo alrededor del tronco y usándolo como apoyo para subir a lo largo de éste. Avanzó con movimientos rápidos y precisos; en el proceso fue enlazando cuerdas alrededor de las ramas, a fin de asegurar su posición. El resultado final fue una red de cuerdas que le permitía moverse con seguridad por todo el árbol, de un extremo horizontal al otro.
Bajó con la misma agilidad con la que había subido.
– Ten cuidado de que todas las cuerdas y los nudos estén bien asegurados -advirtió-. No puedes cometer ningún error grave en esto. Los errores pequeños son corregibles; los graves son fatales.
– Dios mío, ¿se supone que debo hacer todo lo que acaba de hacer? -pregunté, realmente asombrada.
No se trataba de que aún tuviese miedo a las alturas. Simplemente no creía contar con la paciencia necesaria para sujetar todos los ganchos y las cuerdas. Había tardado bastante sólo en acostumbrarme a subir y bajar del árbol con los arneses.