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Emilito asintió con la cabeza y se rió alegremente.

– Es un auténtico desafío -admitió-. Pero una vez que le encuentres el modo, seguramente estarás de acuerdo en que vale la pena. Ya verás a qué me refiero.

Me dio un trozo de cuerda y pacientemente me enseñó a atar y desatar los nudos; a ensartar la cuerda en unos pedazos de manguera de hale, para no magullar la corteza del árbol al enlazar la cuerda alrededor de una rama a fin de fijar otra cuerda para trepar; cómo manejar los pies para conservar el equilibrio; y a no perturbar los nidos de los pájaros al subir.

Durante los siguientes tres meses trabajé bajo su supervisión constante, limitándome a las ramas bajas. Una vez que logré un dominio considerable del equipo, suficientes callos en las manos para ya no tener que usar guantes, bastante habilidad para maniobrar y equilibro en mis movimientos, Emilito me permitió aventurarme entre las ramas superiores. Allí practiqué meticulosamente las mismas maniobras que había aprendido entre las ramas inferiores. Y un día, sin habérmelo propuesto siquiera, llegué hasta la copa del árbol al que me estaba trepando. Ese día Emilito me entregó lo que me digo era el regalo más significativo que me había hecho. Era un juego de tres overoles verdes de camuflaje para la selva con sus respectivas gorras, obviamente adquirido en una tienda de excedentes militares en los Estados Unidos.

Vestida con este uniforme para la selva, viví en el grupo de árboles altos delante de la casa. Sólo bajaba para ir al baño y, ocasionalmente, para comer con Emilito. Me trepaba al árbol que quería, siempre y cuando fuese lo suficientemente alto. Sólo había unos cuantos árboles a los que me negaba a treparme; los muy antiguos, que resentirían mi presencia como una intrusión, y los realmente jóvenes, que no tenían la fuerza suficiente para soportar mis cuerdas y movimientos.

Prefería los árboles vigorosos y juveniles, porque me hacían sentir contenta y optimista. Algunos de los de más edad también eran buenos, porque tenían mucho más que decir. Sin embargo, el único árbol en el que Emilito me permitía dormir por la noche era en el de la casa, porque estaba provisto del pararrayos. Me dormía allí en mi cama en la plataforma, o en el día, amarrada con los arneses de cuero e incluso, a veces, simplemente sujeta a una rama de mi propia elección.

Algunas de mis ramas favoritas eran gruesas y libres de protuberancias. Solía acostarme en ellas boca abajo. Apoyaba la cabeza en una pequeña almohada que siempre subía conmigo y abrazaba la rama con los brazos y las piernas, manteniendo un equilibrio precario pero estimulante. Por supuesto siempre me aseguraba de tener una cuerda atada a la cintura y sujeta a una rama superior, en caso de que perdiera el equilibrio mientras dormía.

La sensibilidad que desarrollé por los árboles es imposible de describir. Tenía la certeza de absorber sus estados de ánimo, de saber de su edad, sus conocimientos y sus percepciones. Podía comunicarme con el árbol directamente a través de una sensación que se producía en el interior de mi cuerpo. Muchas veces esta comunicación empezaba con un desbordamiento de afecto puro, casi tan intenso como lo que había sentido por Manfredo, un afecto que siempre brotaba de mí en forma inesperada y sin haberlo buscado. Entonces podía sentir cómo sus raíces penetraban en la tierra. Sabía si necesitaban agua y cuáles eran las raíces que se extendían hacia la fuente de agua subterránea. Supe lo que significa para un árbol vivir en busca de la luz, esperándola y dirigiendo el intento hacia ella; qué significa sentir calor, frío o los estragos de los rayos y las tormentas. Aprendí lo que era no poder moverse nunca del sitio designado para uno. Lo que significa ser silencioso, percibir a través de la corteza y las raíces y absorber la luz por medio de las hojas. Supe, fuera de toda duda, que los árboles sienten dolor; y también supe que, una vez establecida la comunicación con ellos, los árboles se desbordan de afecto.

Sentada en una rama robusta, con la espalda apoyada en el tronco del árbol, mi recapitulación adquirió un estado de ánimo por completo diferente. Podía recordar los detalles más diminutos de las experiencias de mi vida, sin miedo a involucrar una emoción ordinaria. Me reía a carcajadas de cosas que en algún momento habían representado profundos traumas para mí. Encontré que mis obsesiones ya no eran capaces de despertar autocompasión en mí. Lo veía todo desde una perspectiva diferente, no como la habitante urbana que siempre fui, sino como la moradora de árboles en que me había convertido.

Una noche, mientras comíamos un caldo de conejo preparado por mí, Emilito me sorprendió al hablarme en forma muy animada. Me pidió quedarme después de cenar, porque quería decirme algo. Era algo tan fuera de lo común que me emocioné, llena de expectación. Desde hacía meses, los únicos seres con los que hablaba era con los árboles y los pájaros. Me preparé para algo monumental.

– Llevas más de seis meses viviendo en los árboles -empezó-. Es hora de averiguar qué has hecho allá arriba. Entremos a la casa. Tengo que enseñarte algo.

– ¿Qué va a enseñarme, Emilito? -pregunté, recordando la vez que quiso mostrarme algo en su cuarto y que me negué a seguirlo.

El nombre Emilito le quedaba a la perfección. Se había convertido en un ser muy estimado para mí. Uno de los grandes descubrimientos que había hecho, posada entre las altas ramas de los árboles, fue que Emilito no era un ser humano en absoluto. Sólo era posible especular acerca de si alguna vez lo fue y si su recapitulación lo borró todo. Su falta de humanidad era una barrera que impedía a todos acercarse a él para sostener un intercambio subjetivo. Nadie podría penetrar jamás hasta lo que Emilito pensaba, sentía o atestiguaba. Sin embargo, si así lo deseaba, Emilito era capaz de acercarse a cualquiera de nosotros para compartir nuestros estados subjetivos. Su falta de humanidad era algo que yo intuí desde la primera vez que me topé con él, en la puerta de la cocina. Ahora podía sentirme a gusto con él; si bien aun nos separaba esa barrera, yo era capaz de maravillarme ante sus proezas.

Puesto que no me había contestado, volví a preguntarle a Emilito qué iba a enseñarme.

– Lo que quiero enseñarte es de enorme importancia -dijo-. Pero la forma en que lo veas dependerá de ti. Dependerá de si has adquirido el silencio y el equilibrio de los árboles.

De prisa cruzamos el patio oscuro hasta la casa. Lo seguí a lo largo del pasillo hasta la puerta de su cuarto. Se multiplicó mi nerviosismo al verlo detenerse ahí por un largo instante y respirar hondo varias veces, como a fin de prepararse para lo que viniera.

– Muy bien, entremos -dijo, jalándome suavemente de la manga de la camisa-. Una palabra de advertencia. No mires con fijeza nada de lo que hay en la habitación. Observa lo que quieras, pero examina las cosas por encimita, usando sólo rápidas ojeadas.

Abrió la puerta y entramos a su extravagante cuarto. Vivir en los árboles me había hecho olvidar por completo la primera vez que entré a esa habitación, el día en que Clara y Nélida se fueron. De nueva cuenta me sobresaltaron los extraños objetos que la llenaban. Lo primero que vi fueron cuatro lámparas de pie, una al centro de cada pared. Ni siquiera quise imaginarme de qué clase de lámparas se trataría. La habitación y todo lo que contenía estaban iluminados por una suave y misteriosa luz ámbar. Conocía bastante bien los equipos eléctricos como para saber que ningún foco normal, aun visto a través de una pantalla hecha del tejido más insólito, podría despedir jamás ese tipo de luz.

Sentí que Emilito me tomaba del brazo para ayudarme a pasar por encima de una cerca de treinta centímetros de altura que separaba una pequeña área cuadrada en el rincón del suroeste del cuarto.

– Bienvenida a mi cueva -dijo con una sonrisa, mientras nos metíamos al área separada.