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Dentro de ese cuadro había una larga mesa, medio oculta por una cortina negra, y una hilera de cuatro sillas de apariencia muy insólita. Cada una contaba con un alto y sólido respaldo ovalado, adaptado a la curvatura de la espina dorsal; y, en lugar de patas, una base redonda aparentemente sólida. Las cuatro sillas estaban volteadas hacia la pared.

– No mires nada con fijeza -me recordó el cuidador al ayudarme a tomar asiento en una de las sillas.

Observé que estaban hechas de una especie de material plástico. El asiento redondo estaba acojinado, aunque no encontré en qué forma; era duro como la madera, pero tenía una elasticidad que cedió al descender yo sobre el asiento. También giraba al moverme de lado. El respaldo ovalado, que parecía envolverme la espalda, estaba acojinado, pero igualmente duro. Todas las sillas estaban pintadas de un vivo azul cerúleo.

El cuidador se sentó en la silla a mi lado. La hizo girar para mirar hacia el centro de la habitación y con voz extraordinariamente forzada me indicó que también me diera la vuelta. Cuando lo hice, proferí un resuello gutural. El cuarto que había atravesado un momento antes había desaparecido. En cambio, estaba yo mirando un vasto espacio plano, iluminado por un brillo color de durazno. Delante de mis ojos, la habitación parecía extenderse hasta el espacio infinito. El horizonte ante mi vista era negro como el azabache. Volví a resollar, porque tenía una sensación hueca en la boca del estómago. Sentía que el piso se me escapaba debajo de los pies y que era jalada hacia ese espacio. Ya no percibía la silla giratoria debajo de mí, aunque seguía sentada en ella.

Escuché a Emilito decir:

– Demos la vuelta otra vez -pero no tuve fuerzas para hacer girar la silla. Debió hacerlo por mí, porque de repente me encontré viendo otra vez la esquina del cuarto.

– Increíble, ¿no crees? -preguntó el cuidador con una sonrisa.

Fui incapaz de pronunciar una sola palabra ni de hacer preguntas que sabía carecían de respuestas. Tras un minuto o dos, Emilito hizo girar mi silla de nuevo, para proporcionarme otra mirada al infinito. Encontré tan aterradora la inmensidad de ese espacio que cerré los ojos. Sentí que Emilito volvía a hacer girar la silla.

– Ahora levántate de la silla -indicó.

Lo obedecí automáticamente y me quedé temblando de manera involuntaria, tratando de recuperar la voz. Me dio la vuelta personalmente para obligarme a encarar la habitación.

Presa del miedo, terca o sabiamente me negué a abrir los ojos. El cuidador me asestó un fuerte golpe con el nudillo en la corona de la cabeza, lo cual me hizo abrir los ojos de repente. Para mi alivio, el cuarto no formaba un espacio negro infinito sino estaba como cuando entré a él. Haciendo caso omiso de sus amonestaciones de sólo echar miradas rápidas, miré fijamente cada uno de esos objetos imposibles de identificar.

– Por favor, Emilito, dígame, ¿qué es todo esto? -pregunté.

– Yo sólo soy el cuidador -contestó Emilito-. Todo esto se encuentra a mi cargo -abarcó todo el cuarto con un movimiento de la mano-. Pero no tengo la menor idea de lo que sea. De hecho, ninguno de nosotros sabe lo que es. Lo heredamos, junto con la casa, de mi maestro, el nagual Julián, y él lo heredó de su maestro, el nagual Elías, quien también lo había heredado.

– Parece un cuarto de utilería de teatro -dije-. Pero es una ilusión, ¿verdad, Emilito?

– ¡Es brujería! Puedes percibirla ahora, porque has liberado suficiente energía como para expandir tu percepción. Cualquiera puede percibirla, siempre y cuando haya ahorrado energía suficiente. La tragedia es que la mayor parte de nuestra energía se encuentra atrapada en preocupaciones necias. La recapitulación es la clave. Libera esa energía atrapada y voilá! Uno ve el infinito delante de sus propios ojos.

Reí al oír decir voilá a Emilito, porque resultaba tan incongruente e inesperado. La risa alivió mi tensión un poco.

– ¿Pero todo esto es real, Emilito, o estoy soñando? -fue lo único que alcancé a decir.

– Estás soñando, pero todo esto es real. Tan real que podemos morir desintegrados.

No tenía ninguna explicación racional para lo que estaba viendo, y por consiguiente no había forma ni de creer ni de dudar de mi percepción. Mi dilema era insuperable y también mi pánico. El cuidador se me acercó.

– La brujería es más que gatos negros y gente desnuda bailando en un cementerio a la medianoche, hechizando a otra gente -susurró-. La brujería es fría, abstracta, impersonal. Por eso llamamos el acto de percibirla el vuelo a lo abstracto o donde cruzan los brujos. Para resistirnos a su pasmosa atracción debemos ser fuertes y resueltos; la brujería no es para tímidos ni pusilánimes. Esto es lo que decía el nagual Julián.

Mi interés era tan intenso que me obligaba a escuchar con concentración sin igual cada palabra dicha por Emilito; durante todo este tiempo mantuve los ojos clavados en los objetos dentro del cuarto. Llegué a la conclusión de que ninguno de ellos era real. Sin embargo, el hecho de que obviamente los percibía, me hizo preguntar si yo no sería real tampoco o si los estaría inventando. No se trataba de que fuesen indescriptibles, simplemente eran irreconocibles para mi mente.

– Ahora prepárate para el vuelo de los brujos -indicó Emilito-. Agárrame si en algo aprecias tu vida. Sujétame el cinturón o súbete de caballito en mi espalda. Pero, hagas lo que hagas, no me sueltes.

Antes de que pudiese preguntar siquiera qué pensaba hacer a continuación, me hizo dar la vuelta a la silla y sentarme con la cara hacia la pared. Luego hizo girar la silla en noventa grados, de modo que una vez más quedé viendo ese aterrador espacio infinito. Me ayudó a ponerme de pie agarrándome de la cintura y me hizo dar unos pasos hacia el infinito.

Me resultó casi imposible caminar; mis piernas parecían pesar toneladas. Percibí que el cuidador me empujaba y me levantaba. De súbito me absorbió una inmensa fuerza y ya no estuve caminando sino deslizándome a través del espacio. El cuidador se deslizaba a mi lado. Recordé su advertencia y agarré su cinturón. Justo a tiempo, porque en ese preciso momento otra ola de energía me hizo acelerar a toda velocidad. Le grité que me detuviera. Rápidamente me subió a su espalda y me agarré lo más fuerte que podía. Cerré los ojos con fuerza, pero daba lo mismo. Observaba la misma vastedad delante de mí con los ojos abiertos o cerrados. Volábamos a través de algo que no era aire; tampoco era por encima de la tierra. Mi máximo temor era que una explosión monumental de energía me hiciera perder mi posición sobre la espalda del cuidador. Pugné con toda mi fuerza por no soltarlo, por sostener mi abrazo y mi concentración.

Todo terminó en forma tan brusca como había comenzado. Fui sacudida por otra explosión de energía y me encontré empapada de sudor, de pie al lado de la silla azul. El cuerpo me temblaba de manera incontrolable. Jadeaba y resollaba al respirar. El pelo me cubría la cara, húmedo y enredado. El cuidador me empujó para obligarme a tomar asiento y me hizo girar hasta dar la cara a la pared.

– Ni te atrevas a orinarte en tus pantalones sentada en esa silla -me advirtió en tono severo.

Me encontraba más allá de las funciones corporales. Estaba vacía de todo, incluyendo el miedo. Lo había perdido todo al volar por ese espacio infinito.

– Eres capaz de percibir al igual que yo -dijo Emilito, asintiendo con la cabeza-. Pero aún no dispones de control en el nuevo mundo que estás percibiendo. Ese control se adquiere con toda una vida de disciplina y de ahorrar poder.

– No lo sabré explicar nunca -dije, y yo misma me di la vuelta para mirar al centro del cuarto y echar otra mirada a ese infinito que se me antojaba ser color rosa. Ahora los objetos que veía en el cuarto eran minúsculos, como las piezas de ajedrez sobre un tablero. Tuve que buscarlos en forma deliberada para apreciarlos. Por otra parte, la cualidad fría y pavorosa de ese espacio me llenaba el alma de un terror absoluto. Recordé lo que Clara había dicho acerca de los videntes que lo buscaban; de cómo miraban esa inmensidad y de cómo les devolvía la mirada con indiferencia fría e implacable. Clara no me dijo nunca que ella misma lo había mirado, aunque ahora sabía que era así. ¿Pero qué caso hubiera tenido decírmelo entonces? Sólo me hubiera reído o la hubiera acusado de fantasear. Ahora me tocaba a mí mirarlo, sin esperanza alguna de comprender qué era lo que estaba viendo. Emilito tenía razón; requeriría toda una vida de disciplina y de ahorrar poder para comprender que estaba viendo el infinito.