– Sí, eso sí.
– Bueno, la razón es que hay otras personas viviendo en ese lado de la casa.
– ¿Son parientes tuyos, Clara?
– Sí. Nuestra familia es bastante grande. De hecho, son dos las familias que viven aquí.
– ¿Y las dos son familias grandes?
– Así es. Cada una tiene ocho miembros, lo cual suma dieciséis personas en total.
– ¿Y todas viven del lado izquierdo de la casa, Clara?
En mi vida había sabido de una disposición tan extraña.
– No. Sólo ocho viven allá. Los demás pertenecen a mi familia inmediata y viven conmigo del lado derecho de la casa. Tú eres mi invitada y por eso debes permanecer del lado derecho. Es muy importante que lo comprendas. Tal vez sea algo raro, pero no incomprensible.
Me maravilló el poder que tenía sobre mí. Sus palabras tranquilizaron mis emociones, pero no calmaron mi mente. En ese momento comprendí que, a fin de reaccionar en formar inteligente en cualquier situación, yo necesitaba dicha coyuntura: la mente inquieta y las emociones agitadas. De otro modo estaba condenada a permanecer pasiva, a la espera de la influencia de los impulsos externos. El estar con Clara me había hecho comprender que, pese a mis protestas en este sentido y a pesar de mi lucha por ser distinta e independiente, yo era incapaz de pensar con claridad y de tomar mis propias decisiones.
Clara me echó una mirada muy peculiar, como si estuviera al tanto de mis pensamientos silenciosos. Traté de encubrir mi confusión con un apresurado comentario.
– Tu casa es bella, Clara. ¿Es muy antigua?
– Por supuesto -respondió, pero sin explicar si se refería a la belleza de la casa o a su antigüedad. Con una sonrisa agregó-: ahora que has conocido la casa, es decir, la mitad de ella, debemos pasar a otro asunto.
Sacó una linterna eléctrica de uno de los armarios; del ropero extrajo una acolchonada chaqueta china y un par de botines de cuero grueso y duro. Me indicó que me los pusiera después de comer un bocado, porque íbamos a dar una vuelta.
– Pero acabamos de llegar -protesté-. ¿No va a oscurecer pronto?
– Sí, pero quiero llevarte a un lugar especial en los cerros, desde donde se domina toda la casa y el terreno. Es mejor ver toda la casa por primera vez desde allí y a esta hora del día. Todos le echamos el primer vistazo a la luz del crepúsculo.
– ¿A quién te refieres con "todos"? -pregunté.
– A las dieciséis personas que vivimos aquí, naturalmente. Todos hacemos exactamente lo mismo.
– ¿Todos tienen la misma profesión? -pregunté sin disimular mi asombro.
– Claro que no -replicó y soltó una risita, llevándose la mano a la cara-. Lo que estoy diciendo es que cuando alguno de nosotros debe hacer algo por obligación, los demás también tenemos que hacerlo. Cada uno de nosotros tuvo que conocer la casa y el terreno por primera vez a la luz del crepúsculo, y por eso tú también tienes que conocerlos a esa hora.
– ¿Por qué me incluyes en esto, Clara?
– Digamos, por ahora, que por ser mi invitada.
– ¿Conoceré a tus parientes más adelante?
– Los conocerás a todos -me aseguró-. Aunque por el momento no hay nadie en la casa excepto nosotras dos y un perro guardián.
– ¿Salieron de viaje?
– Exactamente. Todos se fueron en un extenso viaje y aquí me tienes, cuidando la casa con el perro.
– ¿Cuándo los esperas de regreso?
– Será cosa de varias semanas todavía, quizá incluso de meses.
– ¿A dónde fueron?
– Siempre nos encontramos en movimiento. En ocasiones yo me ausento por varios meses y otra persona se queda a cargo de la propiedad.
Estaba a punto de preguntar de nuevo a dónde fueron, pero Clara se me adelantó.
– Todos se fueron a la India -indicó.
– ¿Los quince? -pregunté, incrédula.
– Es algo extraordinario, ¿verdad?, ¡y nos va a costar una fortuna!
Su tono de voz ridiculizaba a tal grado mis recónditos sentimientos de envidia que me reí, a pesar de mí misma. Pero luego me asaltó la idea de que no estaría a salvo sola en una casa tan deshabitada y remota, con Clara como única compañía.
– Estamos solas, pero no hay nada qué temer en esta casa -declaró en tono curiosamente categórico-. Excepto al perro, quizá. Cuando regresemos de nuestro paseo te lo presentaré. Tienes que estar muy serena para conocerlo. Reconocerá tus verdaderos sentimientos y te atacará si percibe hostilidad o miedo.
– Pero sí tengo miedo -exclamé. Ya estaba temblando.
Odiaba a los perros desde niña, cuando uno de los doberman de mi padre me saltó encima y me tiró al suelo. El perro no me mordió sino sólo gruñó, mostrándome sus dientes puntiagudos. A gritos pedí auxilio, porque estaba demasiado aterrada para moverme. El susto fue tal que me oriné. Aún recuerdo la burla que me hicieron mis hermanos al verme; dijeron que era un bebé que necesitaba pañales.
– A mí en lo personal los perros no me agradan en absoluto -afirmó Clara-, pero el perro que tenemos en realidad no es un perro. Él es otra cosa.
Logró despertar mi interés, pero eso no disipó mis malos presentimientos.
– Si quieres refrescarte primero te acompañaré al baño, por si el perro anda merodeando por ahí -ofreció.
Acepté con una inclinación de la cabeza. Me sentía cansada e irritable; los efectos del largo camino por fin se hacían notar en mí. Quería limpiar mi cara del polvo de la carretera y desenredar mi pelo enmarañado.
Clara me condujo por otro pasillo y luego salimos a la parte de atrás de la casa. Se apreciaban dos pequeños edificios a cierta distancia de la casa principal.
– Ese es mi gimnasio -indicó, señalando uno de ellos-. También lo tienes prohibido, a menos que algún día decida invitarte a pasar.
– ¿Ahí es donde practicas las artes marciales?
– Así es -replicó Clara secamente-. El otro edificio es el baño.
– Te esperaré en la sala, donde podremos comer unos sandwiches. Pero no te molestes con arreglarte el pelo -advirtió, como si hubiera reparado en mi preocupación-. No hay espejos en esta casa. Los espejos son como los relojes: registran el paso del tiempo. Y lo importante es volverlo al revés.
Quise preguntar a qué se refería con eso de volver el tiempo al revés, pero con un ligero empujón me encaminó hacia el baño. En el interior encontré varias puertas. Puesto que Clara no había establecido condiciones acerca de los lados izquierdo y derecho de este edificio y en vista de que no sabía dónde quedaba el excusado, exploré toda la construcción. De un lado del pasillo central había seis pequeños retretes, provisto cada uno de un excusado bajo de madera para cuyo uso había que ponerse en cuclillas. Lo insólito era que no se notaba el olor distintivo de una fosa séptica ni el hedor abrumador de hoyos con cal en la tierra. Escuchaba correr el agua por debajo de los excusados de madera, pero no alcancé a distinguir cómo ni de dónde se encauzaba hasta ahí.
Del otro lado del pasillo había tres habitaciones idénticas recubiertas de magníficos azulejos. Cada una contenía una tina de baño antigua con patas y un largo baúl sobre el cual descansaba un juego de porcelana consistente en una jarra llena de agua y la palangana correspondiente. No había espejos ni instalaciones de acero inoxidable en las que hubiera podido reflejar mi imagen. De hecho, no había nada de plomería.
Vertí agua en una de las palanganas, me salpiqué la cara y luego me pasé los dedos mojados por el pelo enredado. En lugar de usar una de las toallas turcas blancas y suaves, por miedo a ensuciarla, me sequé las manos con los pañuelos desechables que encontré en una caja sobre el baúl. Respiré hondo varias veces y me froté el cuello tenso antes de salir a buscar otra vez a Clara.
La encontré en la sala, acomodando flores en un florero chino blanco y azul. Las revistas que habían estado abiertas ahora se encontraban apiladas cuidadosamente; junto a ellas había un plato con comida. Sonrió al verme.